No puedo defender esta forma de dar difusión a documentos que contienen información sobre la vida privada de cientos de personas. Pero trataré de analizar cómo llegamos a esta situación.
1. Los rollos. En 2006 se localizó, por gestión de la entonces Ministra de Defensa Azucena Berruti, una serie de armarios con rollos de microfilm en una sede militar. No los llamaré “archivo Berruti” para no ofender a la ex ministra, seguramente la de actitud más clara y valiente con respecto a la documentación producida por esa cartera durante la última dictadura. Aunque el procesamiento se realizó casi en total secreto y sin dar conocer sus criterios básicos, poco a poco se fue filtrando que se trataba principalmnte de materiales generados o recolectados por agencias de inteligencia militar durante el período autoritario.
2. Su amparo. En 2009, por previa decisión de la misma Berruti, los rollos de microfilm y su versión digital fueron trasladados para custodia al Archivo General de la Nación (AGN), manteniéndose copia en el Ministerio de Defensa. En 2011, el AGN puso los documentos bajo reserva por quince años. Esto quiere decir que, por ese lapso, los mismos estarían disponibles para los directamente involucrados mediante pedido expreso de ellos, sus familiares o apoderados y permanecerían abiertos sin restricciones para la justicia y otras investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos. Estas decisiones se ampararon en el marco normativo vigente y se tomaron mediante consulta formal a la Unidad de Acceso a la Información Pública (UAIP) dependiente de la Presidencia de la República.
3. Otra copia digital. Bajo ese mismo amparo, otra copia de esos documentos fue entregada a la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, también dependiente de la Presidencia, donde trabajaba un equipo de investigadores contratado por convenio con la Universidad de la República. En ese momento, el grupo se dedicaba a atender pedidos de información originados en causas judiciales. Para ese entonces, era claro que las fechas extremas de la documentación trascendían ampliamente el tramo autoritario.
4. Más cajas. Por otro lado, en 2015 se incautó, en el contexto de una causa por desaparición forzada, un gran volumen de documentación en el domicilio del militar fallecido Elmar Castiglioni. Todavía se sabe poco sobre el contenido y la procedencia exacta de esos documentos, que permanecen en el ámbito del Poder Judicial. En 2016, luego de varios trascendidos sobre el tenor de los materiales incautados, se creó una comisión investigadora parlamentaria para dilucidar sus orígenes e implicancias y, fundamentalmente, establecer responsabilidades por lo que parecían revelar respecto al mantenimiento de un sistema de espionaje ilegal luego del fin de la dictadura.
5. Una comisión investigadora. Hasta donde entiendo, esa comisión no pudo hasta el momento acceder a los mismos documentos que motivaron su creación. En aras de avanzar con su mandato, solicitó y obtuvo del AGN un informe detallado sobre el contenido de los rollos de microfilm antes mencionados (los que me rehúso a llamar “archivo Berruti”). Los legisladores pensaban, supongo, que ese insumo podría ayudarlos a comprender las actividades ilegales de vigilancia y control social en democracia, aparentemente registradas en el “archivo Castiglioni” (el nombre vale, en este caso, porque se trata de quien recolectó los documentos).
6. El periodista. Paralelamente, comenzaron a aparecer (primero en el semanario Brecha con la firma de Samuel Blixen y luego en otros medios) notas que hablaban de la documentación microfilmada y transcribían fragmentos sin referencias claras sobre su procedencia. Su selección e interpretación corría por cuenta de los firmantes de los artículos. Muchos los acusaron de tendenciosos y sensacionalistas. En el caso de Blixen, las quejas derivaron en una suerte de ventilación de renovadas querellas internas de la izquierda. Lo cierto es que, sin poder contrastar públicamente sus conclusiones, la operación de difusión fragmentaria se parecía bastante a una campaña de denuncia sobre el manejo posiblemente arbitrario de la información por parte de quienes habían accedido hasta entonces (i.e. el equipo de universitarios que trabajaba en Presidencia). En ese contexto, el semanario decidió la semana pasada publicar en la web toda la documentación que el periodista decía poseer. Lo hizo sin ningún filtro ni tachadura y, de nuevo, sin dar cuenta de la forma de obtención de la misma.
7. La polémica. La verdad es que el asunto no despertó el revuelo que podía esperarse, si exceptuamos las diatribas y alegatos que se publicaron en las redes sociales. Me atengo en esto a lo que dicen quienes siguen esos foros. A La Diaria, por ejemplo, le llevó una semana entera dar cuenta del asunto. No sé las razones de esta omisión. ¿Crítica basada en lo que se asume como ética periodística y manejo de las fuentes? ¿Defensa de lo actuado hasta entonces en el ámbito del Estado? ¿Desconocimiento sobre las derivaciones del asunto en términos de acceso a la información pública?
8. Los historiadores. No puedo responder a esas preguntas. Quiero si decir un par de cosas sobre este asunto ubicándome en el campo académico de la historia reciente, con todas las indefiniciones y tensiones propias del cruce que le es consustancial entre las reglas de un oficio centenario y sus implicancias políticas en el presente. En nuestro país, como he analizado en otras ocasiones, ese campo se terminó de conformar en estrecha relación con las políticas de “verdad y justicia” implementadas por los gobiernos del Frente Amplio a partir de 2005. Esto no es un defecto ni una virtud. Es la historia de la consolidación de unas prioridades de investigación y unos espacios institucionales que no siempre se desmarcaron de los reclamos de las víctimas y las urgencias políticas de diversos grupos de interés. En ese marco, algunos historiadores aportaron (aportamos) información útil para causas judiciales y políticas de memoria, mientras otros buceaban (buceábamos) en los repositorios documentales para ir generando preguntas e interpretaciones dirigidas a la comprensión global de ese pasado en relación al estado de nuestro desarrollo historiográfico.
9. Los archivos. En ambos sentidos, vale la pena aclarar que los archivos no deberían concebirse como tributarios de ciertas agendas académicas, políticas o periodísticas y mucho menos habilitarse como cotos de caza para unas pocas determinadas causas, por más nobles que parezcan. Los archivos, no sólo los del pasado reciente, son artefactos culturales complejos: son el resultado de procedimientos técnicos normalizados por especialistas y el producto de procesos sociales contingentes de selección y valoración. Por lo tanto, no contienen “la verdad”, sino una forma de la misma: la de las condiciones de producción de cada documento y las de su consignación como materiales de archivo. En el caso que nos convoca, estas condiciones son, simple y llanamente, las del espionaje ilegal de ciudadanos por parte de un Estado democrático mediante procedimientos asentados prolijamente en miles de hojas conservadas en un edificio militar. Es un crimen grave.
10. El chancho. Es imprescindible y urgente que las autoridades competentes se ocupen de esta situación y garanticen la integridad y la transparencia del manejo de la documentación oficial. Sin eso, seguiremos asistiendo a procedimientos como el que estamos analizando. Estaremos también comprometiendo la función esencial y más perdurable de los archivos públicos que no es otra que permitir la recreación crítica de las memorias y las historias que cada nueva generación recibe como legado de las anteriores. Por eso, lo del título: en esta ocasión, como en tantas otras, la culpa no es solamente del chancho sino también de quienes le rascan el lomo.