Décadas en tiempo y litros en tinta se gastaron discutiendo esta cuestión. Para unos, el motor que explicaba el proceso contemporáneo era la lucha de los dominados contra los dominadores. Para otros, era el enfrentamiento entre sistemas, el comunismo contra el capitalismo, en el que uno primaría sobre el otro. Hoy esos esquemas son baladíes, a pesar de que aún existen dirigentes, intelectuales y una miríada de militantes que buscan afanosamente esa contradicción que les explique el mundo. Buscan en vano. La historia es demasiado compleja y diversa como para pensar que una contradicción pueda hacerla funcionar por sí sola.
Sin embargo, en el marco de la realidad contemporánea reaparece con utilidad ese viejo y gastado esquema de principalismos y subordinaciones, pero con otros contenidos y diversas intenciones. Mientras la ortodoxia rastrea afanosamente la lucha entre contrarios representados por Estados nacionales y sus aliados que disputan la hegemonía mundial, para otros la contradicción principal de nuestro tiempo toma otros rumbos, tal vez más reales y modestos, y por eso auténticos para los intereses de la gente y para los objetivos políticos del progreso.
El contexto que preocupa
El giro a la derecha internacional es innegable. Con matices según el país, las derechas ganaron en clave conservadora o en clave reaccionaria, y donde no lo lograron avanzaron de manera preocupante.
A ningún conservador se le ocurre reeditar el fascismo como modelo. La experiencia fue terrible y hundió a las derechas por décadas, dejando una lección muy clara acerca de los caminos que no se debían recorrer. Más que por razones políticas, el modelo fascista los inquieta por sus perfiles sociales. La movilización popular, el nacionalismo ramplón, la sociedad militante y la propuesta de un proyecto alternativo al capitalismo, si bien nunca se concretó, alarma a los conservadores que vieron cómo la fuerza del mito nacional y caudillista arrasó Europa y en su caída destruyó a la gran mayoría de las opciones conservadoras. La reconstrucción política les llevó mucho tiempo. Y hoy, recuperados y reciclados, no van a cometer los errores del pasado para enfrentar a las izquierdas.
Si el fascismo fue una “contrarrevolución preventiva” como lo definió magistralmente Luce Fabbri, el giro a la derecha contemporáneo es, también, una respuesta. Entre 1920 y 1940 el temor a la revolución social atizó a los aristócratas y a los burgueses para instalar un régimen alternativo ante el “peligro comunista”. Hoy ese peligro no existe, pero las reformas avanzadas propuestas por las izquierdas en casi todo el mundo los obliga a hacer algo. No pueden ensayar un modelo militante, tampoco pueden prevenir una revolución que no existe, pero sí deben responder al avance social, y lo hacen unos en el estilo conservador más o menos inteligente, y otros en clave reaccionaria. Y las izquierdas ayudaron, con sus errores, a la aparición de estas alternativas.
Muchas cosas diferencian a la izquierda de la derecha. No es cierto que sólo sean cuestiones de matices y que “todos son iguales”. Las derechas aspiran a confirmar las identidades ideológicas para justificar sus proyectos y sus dominios de clase, hoy generalizando las identidades políticas e ideológicas. Si “todos son iguales”, entonces que gobiernen “los más iguales”. El truco, sin embargo, no funciona. Es obvia la diferencia respecto de lo económico, lo político, lo social, sobre el valor de la cultura y un largo etcétera que marca perfiles claros entre los dos segmentos del espectro político. Muchos se olvidan que la esencia, la base, el pilar que fundó la diferencia entre la izquierda y la derecha es la concepción que tienen del ser humano. Mientras que para la derecha la gente se ordena jerárquicamente y en algunos casos se acepta la movilidad social de los mejores, se parte de la base de que el interés particular, el individualismo y la realización personal, gracias a las virtudes, permiten la realización humana. El hombre es básicamente individualista y egoísta, vive para sí en una selva donde los mejores priman sobre los mediocres. Y esto es parte fundamental de la esencia humana. Por tanto valida y promueve la motivación individual, la competencia sin aristas, lo privado como forma de construir la sociedad. La izquierda parte de la base de que el orden social es injusto, que no ofrece la misma oportunidad de desarrollar todo el potencial a los individuos debido a mecanismos de dominación de clase más o menos sofisticados que van desde el poder político hasta la hegemonía cultural. Por tanto, la sociedad debe velar por las personas y ofrecer oportunidades reales a todos, y el Estado es la herramienta adecuada que garantiza esa realización. El hombre para la derecha es fundamentalmente individualista y ególatra, para la izquierda es contradictorio; antes creía que era esencialmente bueno, pero la realidad le tiró abajo el apotegma. Para un izquierdista la acción sobre la realidad mejora a las personas, para las derechas esas acciones pueden ser válidas, siempre y cuando no alteren el orden social. En Europa, por ejemplo, las coincidencias reformadoras y económicas hicieron que la zona de aquiescencia entre el centroizquierda y el centroderecha fuera tan amplia, que terminaron indiferenciados. Esa es una de las tantas razones que explica el nacimiento de la nueva derecha radical y de la nueva izquierda.
Cuando la oleada progresista se instaló en América Latina, las derechas quedaron mucho tiempo desorientadas. Sus capacidades de respuesta electoral y social eran escasas, así que apelaron al golpe destituyente. El reflejo golpista se realizó primero con Manuel Zelaya en Honduras, luego con Fernando Lugo en Paraguay y, finalmente, con Dilma Rousseff en Brasil. Los golpes no podían ser al estilo cuartelero tradicional, había que guardar las formas de alguna manera, a pesar de que era evidente la nueva modalidad. Apenas la correlación de fuerzas lo permitió, las derechas avanzaron sobre las instituciones transformando a la política en un juego en el que, quizás, se guardan algunas formas, si la situación lo habilita. Con el aval de Estados Unidos, como siempre, a renglón seguido, unas elecciones en las cuales la tromba mediática y militante instala un nuevo “deber ser” para que no se vuelvan a cometer “errores”. Donde la izquierda cayó nunca se volvió a recuperar, no así donde fue derrotada, como en Chile, por ejemplo.
¿Cuál es la nueva opción que sustituye a las izquierdas caídas? Conservadurismos rígidos, como en Honduras y en Paraguay, pero en Brasil el fenómeno es distinto e inquietante. Jair Bolsonaro no es un fascista ‒le falta talento para eso‒, es un reaccionario en el sentido más clásico del término, y de esa reacción hay mucho para aprender.
La reacción brasileña
Sin duda en Brasil la crisis económica disparó la crisis política. Pero la movida contra la izquierda oculta mucho más. Los errores del Partido de los Trabajadores (PT) se suman a las reacciones ante la nueva agenda de derechos. Las políticas sociales, por ejemplo, demostraron que no había que esperar el crecimiento para mejorar la distribución; resultó ser exactamente al revés, lo que para la derecha era un golpe a su paradigma económico más preciado. Luego, la integración de los diferentes fue algo inadmisible. Las políticas para las minorías, tanto raciales como de género, repugnaron a las derechas tradicionales. No eran más “esos” a los cuales había que marginar y, en el mejor de los casos, tenerles “piedad” católica o evangélica. Cuando esos colectivos pasaron a ser actores sociales, que se reivindicaban en todos los ámbitos hasta ahora ocupados por gente “normal”, ardió Troya. No era una revolución política o social lo que enfrentaba la derecha, era una revolución cultural que atentaba contra valores básicos de su identidad. Si se rompían los límites para el colectivo LGBT, ¿qué venía después? Si los trabajadores y su partido, el PT, instalaron derechos y garantías nuevos o renovados, ¿qué podíamos esperar del futuro? Había que poner un alto y hacerlo rápido.
Por eso, Bolsonaro no es un fascista que instala una contrarrevolución con un sistema alternativo previendo lo peor, es un reaccionario que quiere dar marcha atrás el reloj de la historia. Un extraño caso en el cual los electores “suponen” que su candidato no va a aplicar su programa. Muchos pensaron lo mismo en 1933 en Alemania. Sucede que el programa ya se empezó a aplicar. Comenzó con Michel Temer y su flexibilización laboral, y ahora con las amenazas de la reacción contra los derechos de las minorías, con políticas de género que pongan todo en orden, devolviendo a la mujer a sus papeles tradicionales de madre y esposa. Para los gay y los trans tienen la marginalidad. Así, alguna ministra ya señaló el rol de las mujeres, mientras el futuro gobierno eliminó el Ministerio de Trabajo y reinstalará en las escuelas una enseñanza, por lo menos, conservadora, por lo menos... Con la Biblia en una mano y un poco de la Constitución en la otra, Bolsonaro instala la reacción como respuesta a las nuevas políticas de la izquierda y como consecuencia, también, de los errores del PT. Y la poca constitución que este fundamentalista quiera mantener replantea la cuestión de la “contradicción principal”.
La izquierda ante la reacción
Uruguay se ha convertido en una isla. Mientras las derechas avanzan a paso de vencedor, ciertas “izquierdas” ‒llamémoslas así‒ continúan con su desdén por la democracia. Evo Morales viola la Constitución y la voluntad popular explícita, haciéndose reelegir. Sobre Nicaragua y Venezuela no vale la pena insistir. Queda Uruguay, estable en lo económico, orgulloso de sus logros, democrático de veras en sus formas y sus estilos. La democracia representativa funciona y se demuestra como el mejor sistema político. Mientras ciertos sectores y dirigentes de la izquierda buscan la militancia “de masa”, la realidad les muestra su error todos los días. La representación y la libertad es la base desde la cual se radicalizará la democracia. Sin embargo, esa realidad enfrenta enemigos.
Unos son los nombrados, los que apelan, todavía, a creer que las sociedades deben ser organismos militantes activos para el cambio. La experiencia nada les enseña ni les enseñará. Del otro lado del espectro, las derechas apelan a mantener las élites dirigentes como paradigmas, y el dominio jerárquico como valor, haciendo de la democracia una mera formalidad, si no hay más solución. Los dos polos muestran los síntomas de la contradicción principal que estamos buscando.
La cuestión es entre democracia y menos democracia... por ahora. Si Bolsonaro aplica su programa, ese que sus votantes confían que no ejecutará, recortará la democracia haciéndola funcional a su reacción. Si aplica el modelo prometido, la contradicción principal será entre democracia y “no democracia”, y este último término puede contener cualquier cosa, desde lo patético hasta el horror.
Hace días recibimos a una chica trans emigrada de Brasil por amenazas de muerte. Se deslumbró con Uruguay y se fijó en algo singular: mientras en su país el lema es “orden y progreso”, el nuestro es “libertad o muerte”. “De aquí no me voy más”, fue su conclusión. Tenemos muchas cosas que cuidar.