El Plenario Nacional del Frente Amplio (FA) se apresta a considerar, el 15 de este mes, 17 fallos del Tribunal de Conducta Política (TCP) de ese partido, y el referido al uso de tarjetas corporativas de Alur por parte del senador Leonardo de León cuando integraba el directorio de esa empresa controlada por ANCAP atrae todos los reflectores. Una vez más, como sucedió en setiembre del año pasado con el dictamen del TCP acerca del entonces vicepresidente Raúl Sendic, ese organismo interno –que antes languideció durante largos períodos, sin que se recordara mucho su existencia– le da al oficialismo una oportunidad de sacar castañas del fuego.

El tribunal señala, con todas las letras y sólida fundamentación, lo que debería ser obvio: que no es aceptable la forma de manejar patrimonio público que se permitieron De León y Sendic, y que si bien eso puede quedar sin sanción penal, viola criterios éticos elementales y resulta inaceptable como conducta política, al evaluarla en función de principios y lineamientos que el FA proclama desde su fundación (y que, por supuesto, ningún otro partido rechaza en los papeles).

Ahora es el turno del Plenario, y lo central no es, en realidad, que se logre formar en él la gran mayoría de cuatro quintos que piden los estatutos para adoptar sanciones ante un dictamen del TCP, o la enorme de nueve décimos necesaria para resolver una expulsión. Lo fundamental es que emita una declaración política con fuerte respaldo interno sobre las conductas examinadas por el tribunal. La habilitación para presentar a las elecciones una lista del FA es una decisión administrativa de las autoridades del lema: si el Plenario se expresa en forma rotunda, les marcará lineamientos para tomar esa decisión.

Por otra parte, quizá el oficialismo debería considerar que la relevancia de la actuación del TCP excede la perspectiva electoral. Lo que está en juego, a los ojos de la ciudadanía y sobre todo para quienes se identifican como frenteamplistas, es precisamente una cuestión de identidad. El FA no se fundó como los movimientos de “indignados” contemporáneos, invocando como referencia principal o única un sentimiento de malestar moral ante la conducta de quienes gobernaban el país. Fue un proyecto de cambio social, apoyado sin duda en preocupaciones éticas y que demandó compromisos éticos colectivos para la aplicación de un programa, porque va de suyo que la corrupción es incompatible con la construcción consecuente de justicia y libertades.

A su vez, la garantía de que lo programático y lo ético se complementen está en la vigencia y el vigor de la identidad colectiva, que establece el común denominador y los requisitos de pertenencia. Sin esto, la fuerza política y su ejercicio del gobierno se pueden convertir en una federación de chacras y una plataforma de lanzamiento para proyectos sectoriales o individuales. El TCP es un factor necesario, pero no suficiente, para mantener el rumbo: le corresponde al conjunto de los frenteamplistas, y no sólo a unos pocos veteranos venerables, asegurar que –como dice su consigna para la próxima campaña electoral– los nuevos sueños se apoyen en los mismos principios.