El año que viene hay elecciones nacionales y, como es lógico, hace ya un tiempo que se manejan posibles candidaturas. En el oficialismo asoman algunas aspiraciones obvias, más o menos explícitas, cuyo telón de fondo incluye por lo menos tres cuestiones a resolver: una es la contienda con la oposición, tras el desgaste de tres períodos sucesivos desde 2005; otra, la de la puja de siempre entre las grandes corrientes internas, y la tercera tiene que ver con la renovación generacional. Esta última no se basa –o no debería basarse– en la idea de que la edad de una persona determina por sí sola su capacidad para ganar la presidencia de la República o para ejercerla, sino que se vincula, entre otras cosas, con la necesidad de captar y comprender la realidad actual de la sociedad, y en especial la del creciente sector de la ciudadanía que nació a la vida política en tiempos de gobierno frenteamplista, de modo que no decidirá comparando lo de los últimos 15 años con lo anterior.
Desde ese punto de vista, como decía Antonio Gramsci (a quien la oposición uruguaya atribuye últimamente su derrota histórica, pero todavía entiende poquito), la crisis consiste en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en ese interregno, advertía el italiano, “se producen los más variados fenómenos morbosos”.
Entre estos fenómenos está el hecho de que más de un integrante de la vieja guardia frenteamplista parece pensar que tanto los problemas como el modo de resolverlos siguen siendo los mismos, y mira con cariño la perspectiva de añadir títulos a su historial. Como muchos grandes deportistas de alta competencia, los dirigentes políticos tienen dificultades para asumir el paso de los años: siempre parece posible y deseable un éxito más, o –desde un enfoque menos egocéntrico– un nuevo sacrificio por el bien de todos. Quizá eso sintió Tabaré Vázquez cuando se convenció o lo convencieron de que debía ser candidato en 2014. Quizá el balance de su segundo gobierno nos ayude a evaluar pros y contras de aquella decisión.
El caso es que reaparecen añosas figuras y añosas prácticas. Digo, o hago decir que digo, que quizá quiera, que ganas no me faltan, o que no quiero pero quizá sea necesario, que habrá que ver, que ahora no es momento, que nunca dije. Tiro un nombre al ruedo para quemarlo. Anuncio que apoyo a Fulano, después hago saber que me gusta más Mengano, y así se va consolidando la noción de que, en definitiva, todo depende de mí. Botijeo a mansalva, y capaz que así se nota menos que ya no soy un botija. Y si hay daños colaterales, gente manipulada, carreras truncadas, puentes rotos, lo lamento: son cosas de la política. Cuando tengan mi edad lo van a entender. Que vayan acumulando experiencia. Que aprendan.
Algunos aprenden: hay gente más joven –o gente relativamente más joven: como los veteranos siguen y siguen, a esta altura los de 60 y pico parecen pibes– con similares mañas, o intentando adquirirlas aceleradamente. Con esa gente, lo viejo no termina de morir, y las tres cuestiones mencionadas al principio no se resuelven, sino que se agravan.