A pesar de que la viveza criolla o el clientelismo son términos muy conocidos, por estos días muchos se han sorprendido al ver que algunas prácticas reñidas con la ética son bastante más comunes de lo que creían. Parece que en algunas intendencias del interior la contratación de personas sin aparentes méritos, que ingresan a la plantilla de funcionarios sin que medie concurso, es habitual. También hemos sabido que algún director designado por el gobierno, así como autoridades de los tribunales del Poder Judicial, contratan a parientes o amigos para su secretaría. Denunciar esas prácticas, aunque no violen normas, está muy bien, porque están reñidas con la ética que debe primar en la actividad política. No cabe otra actitud que la de alegrarse de que en algún caso (está claro que no todos los sectores políticos obraron igual) se haya destituido a los responsables. También es para ponerse contento, más en estos momentos, del papel central que tuvo la prensa en las denuncias.

Pero estos episodios también han servido para mostrar a los actores políticos y a la política como actividad, a la defensiva, carentes de toda capacidad de esgrimir, al menos, una interpretación general de estos fenómenos. Hemos visto cómo dirigentes partidarios se desesperan por autoflagelarse en público y corren desesperados para anunciar destituciones y proyectos de ley. De esta manera, buscan salvar la imagen propia ante una ciudadanía indignada que reclama a los gritos renuncias, expulsiones y suspensiones. Nunca más claro que se concibe a la política a partir de ciudadanos que son como consumidores enojados, que pagan caro pero no obtienen lo que esperaban. Estas faltas a la ética política serían la evidencia de que los profesionales que ellos pusieron para gestionar los asuntos de la sociedad no se comportan como es debido y por eso deben ser castigados. Así, la actividad de los políticos se consolida fundamentalmente como una carrera para ver quién “sirve mejor” al ciudadano y capta cuáles son sus demandas para ofrecerle lo que desea y en el momento que lo desea. Todo esto, claro está, con el trasfondo de que cada cinco años los ciudadanos se convierten en electores.

El lugar de la política ha cambiado para mal. Los ciudadanos sólo se involucran para elegir al elenco gestor y no se piensan a sí mismos como actores de su propio futuro. No participan en las discusiones porque las ven como una interrupción aburrida e innecesaria de la vida cotidiana y privada. Por su parte, los dirigentes políticos se conciben a sí mismos como los afortunados elegidos para tomar las decisiones durante unos pocos años. En la izquierda y en la derecha cada vez son más los dirigentes que se perciben como los mozos de un bar, recepcionando pedidos de clientes exigentes e histéricos. Cada vez menos, los políticos se ven a ellos mismos como actores capaces de organizar los debates en torno a los grandes problemas de la sociedad.

Hay mucho de perverso en todo esto. Los ciudadanos indignados se quejan de la ineptitud de los políticos para solucionar los problemas que los afectan, pero son ellos mismos los que se impacientan y censuran a aquellos políticos que pretenden tomarse el tiempo para recabar distintas opiniones o hacer las consultas técnicas que requieren los proyectos de largo aliento. ¿Cómo se imaginan estos ciudadanos que debería discutirse, por ejemplo, una reforma al sistema de seguridad social o los cambios en el sistema educativo? Por su parte, muchos dirigentes políticos ya ni se molestan en transmitir a la ciudadanía cuál es su visión (o la de su partido) cuando surgen demandas concretas de la sociedad. Inmediatamente corren para atenderlas, olvidando muchas veces que quienes más se hacen oír no son los que más necesitan. Los apuros en solucionar todo antes de que se transforme en un griterío que amenace con restar votos impide el debate y la transparencia, haciendo que los intereses corporativos pasen por el interés general.

A nivel ciudadano también existe la idea de que estamos mal porque “los políticos” no están preparados para hallar las soluciones que todos necesitamos. Descansa tras esta idea la concepción que estos ciudadanos tienen de sí mismos. Ellos, en el ámbito de lo privado, cómodamente instalados frente a la pantalla, observan y juzgan el comportamiento de sus elegidos. Tristemente, se reservan para ellos mismos el lugar de la “no política”. No participan en las discusiones, no tienen tiempo ni ganas de involucrarse en el intercambio de ideas porque se sienten tablas rasas, hojas en blanco, que sólo esperan el momento en que se impriman las papeletas que meterán en la urna en algún plebiscito o en la elección del próximo elenco directriz. Esos ciudadanos, que eligen el lugar del consumidor indignado, se quejan de los políticos, pero es ese tipo de político, sin visión de futuro y al borde del ataque de nervios, el que ellos mismos prefieren.

La indignación ciudadana, además, ¿a qué lleva? Como mucho, a descargar esa “bronca”, pero no a hacer política, a discutir cómo evitar abusos. Esos ciudadanos, ¿esperan que el elenco político esté integrado 100% por santitos? ¿Lo que queremos de los políticos es que sean lo que nosotros mismos no somos? No se trata de moralizar la política, sino de politizar la vida. Hoy, la mayoría de los ciudadanos está en el lugar donde no hay política, en el sillón de casa, y deja a los profesionales la conformación de la cosa pública. Nada más absurdo.

Esta dinámica de la indignación encuentra también en la prensa buena parte de sus propagadores. Es muy bueno, como ya dije, que la prensa haya tenido un importante papel en el destape de algunos casos de nepotismo (cumpliendo así con uno de sus roles fundamentales), pero es preocupante la deriva vedettista de algunas de sus figuras, que tienen como principal objetivo sumar “clics” –no digo vender diarios– en las redes sociales, asumiendo ellos mismos el rol del representante del ciudadano indignado.

Algunos periodistas, aquellos ciudadanos indignados y estos políticos asustados, sacan cuentas y hacen cálculos dentro de ese micromundo autocontenido, ensordecedor y neurótico de las redes sociales y creen, alienados, que esas redes reflejan el sentir de la mayoría. Allí, en unos pocos caracteres, se atacan y defienden, sueltan soluciones simples a problemas complejos y tratan los temas del futuro desde el celular. Es la muerte de la política. Es el triunfo de una concepción de la actividad política en la que los más poderosos sacan la mayor tajada. Ellos prefieren que no se discuta, que no se informe, que no se sepa.