La semana que termina estuvo marcada por dos acontecimientos impactantes, relacionados con apropiación indebida de dinero perteneciente al Estado por parte de ex jerarcas. El lunes, el fiscal Luis Pacheco pidió el procesamiento sin prisión del frenteamplista Raúl Sendic, entre otras cosas por su uso de tarjetas corporativas de ANCAP cuando presidió su directorio, junto con el de ocho personas más que tuvieron cargos de alta responsabilidad en el mismo ente; el jueves, a raíz de una nota en Búsqueda, se supo que directores blancos y colorados del Banco República (BROU) en el período 2000-2005 emplearon el mismo tipo de tarjetas en forma ajena a su función específica. Uno de esos directores, el blanco Pablo García Pintos, reconoció primero que destinaba parte del dinero obtenido con su tarjeta a pagar los aportes mensuales que le reclamaba el Partido Nacional, y luego admitió que hacía eso desde 1995.
Es muy necesario evitar dos actitudes inmaduras ante estos hechos: la primera es la de quienes tratan de minimizar o contrapesar los delitos cometidos por gente de su partido señalando los de personas que integran otras fuerzas políticas; la segunda, la de quienes dan por demostrado que “los políticos son todos iguales”, un juicio que ya hemos visto a qué situaciones indeseables puede llevar.
Nadie queda inmunizado contra la inmoralidad por pertenecer a determinado partido, pero lo importante no es azuzar la indignación contra las conductas individuales, sino comprender y atacar los factores estructurales que favorecen el desarrollo de la corrupción. Cuando García Pintos dice que el “uso discrecional” de dinero retirado con las tarjetas corporativas era algo “aceptado por el resto del directorio” del BROU, y que en ese marco él echaba mano a fondos públicos para cumplir sus obligaciones privadas con el Partido Nacional, aporta pistas valiosas para identificar y afrontar problemas. Por un lado, se trata de perfeccionar normas y controles, como ya lo hizo el BROU desde 2005; por otro, está la espinosa cuestión del financiamiento partidario.
Los aportes estatales y las donaciones permitidas a los partidos no cubren los gastos que estos realizan, sobre todo en publicidad electoral. Sin embargo, la mayoría de los legisladores no quieren votar normas que aumenten tales ingresos, porque temen que eso los desprestigie aun más. En cambio, a menudo los partidos se apropian de recursos que tienen otros destinos legales (como las partidas para secretaría o la compra de periódicos de los parlamentarios, o los servicios de personas pasadas en comisión o contratadas para tareas que no cumplen o que cumplen a medias), al tiempo que les demandan a quienes ocupan cargos públicos un discutible aporte, que se parece demasiado a una comisión.
Hay que prevenir mejor las bellaquerías, pero también es preciso encarar ese asunto de fondo, ya sea mediante topes al gasto en publicidad electoral o asumiendo que este debe ser cubierto en mayor medida por el Estado, de forma explícita y transparente. Ambas vías pueden ser complementarias y las dos son difíciles de implementar, pero si no hacemos algo al respecto será peor.