En la implementación de una política pública, cualquiera sea el área considerada, es imprescindible disponer de arreglos y capacidades institucionales adecuadas y potentes para que la misma resulte efectiva. Transitado más de la mitad del tercer gobierno frentista, y acercándonos a importantes instancias de definición programáticas, revisar y evaluar las gobernanzas actuales en diferentes áreas constituye un imperativo político.

La gobernanza de la ciencia y la tecnología fue siempre fuente de debate en ámbitos académicos, pero recién cobró importancia político-partidaria a inicios del siglo, asociada a la crisis de 2002 y al predecible acceso de la izquierda al gobierno. Además, en esa etapa se generaron nuevas visiones que, superando el modelo lineal del progreso técnico, asumieron una perspectiva sistémica de la innovación que reconoce multiplicidad de actores e interrelaciones complejas sobre las que actuar. Acorde con ello, durante el primer período gubernamental frentista se implementó una importante reforma institucional, que tuvo creciente apoyo y laudó transitoriamente la cuestión.

Sin embargo, en estos últimos años la temática ha vuelto a estar en la agenda política al reconocerse crecientes restricciones en algunos de los niveles del diseño, llegándose incluso a proponer la creación de un ministerio específico por parte de distintos actores políticos (por ejemplo el proyecto colorado en 2015) y sociales. Analicemos en esta nota el tema.

Las tres opciones de 2005

La iniciativa de crear un ministerio no es novedosa dentro de la discusión político-programática. Era una de las opciones planteadas en 2004 en el Frente Amplio (FA), cuando desde su programa electoral se sostenía “en contraposición con la grisura y la improvisación actuales, promovemos y nos comprometemos a impulsar desde el gobierno un conjunto de iniciativas agrupables en cuatro grandes áreas”, siendo la primera “un diseño favorable a la innovación”.

Asumido el gobierno, se definió rápidamente la constitución de un Gabinete Ministerial de la Innovación (GMI) como máximo ámbito político-estratégico. Este estaba conformado por los ministros vinculados a las políticas productivas (Industria, Energía y Minería, Ganadería y Agricultura, y Economía y Finanzas) más el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), y coordinado por el ministro de Educación y Cultura (decreto de abril de 2005). Siendo una de las tres alternativas consideradas, esta decisión tenía la ventaja de permitir en forma inmediata concretar la transversalidad buscada e iniciar la elaboración y definición de políticas con una mirada sistémica. En ese momento se entendió que la creación de un ministerio (segunda opción) circunscribía demasiado la temática, además de implicar un proceso operativo-institucional más lento. También se consideró que la tercera alternativa, que era la instalación de un ámbito específico a nivel de la OPP, minimizaba la reforma, la visibilidad del tema y el propio desarrollo institucional.

El rol y las funciones del GMI fueron definidas en la Ley 18.084 de 2006, que culminó de rediseñar la nueva institucionalidad, creando la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) como nivel político operativo e implementador de programas, al tiempo que se reestructuraba y ampliaba la vieja Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) para conformar un nuevo ámbito consultivo-participativo de los diversos actores públicos y privados.

La creación del GMI tuvo otras virtudes: 1) mostró el consistente apoyo político que tenían las decisiones adoptadas (lo integraban como ministros los dos principales líderes sectoriales frentistas), algunas de las que podrían generar resistencias, pues implicaban cambios institucionales importantes; 2) permitió elaborar y definir la política de ciencia, tecnología e innovación (CTI) de un modo articulado con otras políticas horizontales y sectoriales, y 3) brindó el fuerte y necesario incremento presupuestal acordado, en un contexto financiero de poscrisis.

En el programa electoral del FA en 2009 se evaluó como adecuado el desarrollo alcanzado, y el foco se puso en otras áreas. Recién en el proceso de discusión programática para la campaña electoral de 2014 emergieron nuevamente propuestas de rediseño, entre ellas la creación de un Ministerio de Innovación, Ciencia y Tecnología (MINCYT), pues comenzaron a observarse problemas en el funcionamiento del ámbito interministerial. Sin embargo, la propuesta no logró concitar apoyo suficiente en el congreso que definió el programa de gobierno 2015-2020, por lo que fue dejada de lado.

Del GMI al MINCYT

Actualmente hay consenso en que el diseño original, eficiente para iniciar e implementar la reforma, dejó luego de ser funcional, particularmente en el nivel político-estratégico. El GMI (ampliado incluso con la participación del ministro de Salud) fue perdiendo capacidad ejecutiva y de articulación con el sistema, y en los hechos dejó de funcionar, quedando un vacío en la conducción política del tema. De ese modo, se generaron condiciones para lo que muchos denominan una paulatina autonomización institucional del nivel operativo e implementador de programas.

Hoy cabe preguntarse cuál es actualmente la referencia institucional para exponer y fundamentar la política pública de CTI en curso, o quién es el interlocutor para una instancia regional de coordinación de dichas políticas. La dificultad para responder estas cuestiones muestra con claridad la acefalía existente desde hace cierto tiempo.

Con las reformulaciones institucionales vinculadas a la “trasformación productiva y la competitividad” emprendidas en este tercer período, y concretadas legalmente en 2017, se trató, aparentemente, de superar esa realidad respecto a la CTI. Sin embargo, en los hechos el resultado fue un incremento de la dispersión institucional y mayor superposición de roles propositivos y de coordinación. Lo opuesto a lo necesario.

La Secretaría de Ciencia y Tecnología, creada en la órbita de Presidencia en 2015 y reglamentada el noviembre pasado, sigue sin estar integrada a la fecha y no pasa de ser una instancia más dentro del sistema, con roles de propuesta y mínima capacidad operativa. No sólo se ha retrocedido en lo conceptual al separar nuevamente la “ciencia y tecnología” de la “innovación”, sino que el diseño para la temática es de menor potencia incluso que la “tercera opción” descartada en 2005.

El necesario relanzamiento de la política de CTI obliga a tener un referente institucional de nivel jerárquico, con atribuciones para liderar, articular y promover la participación de actores públicos y privados del sistema, y que pueda además, en igualdad jerárquica, participar e interactuar con los pares de las instancias desde donde deberían surgir agendas y articulaciones para promover la investigación y la innovación. Es decir, el recién creado Sistema de Transformación Productiva y Competitividad así como los ámbitos de definición de políticas sociales y educativas.

Luego de la experiencia adquirida con la gobernanza anterior, la opción de creación de un MINCYT debería considerarse como el resultado de una maduración institucional natural. En el proceso de rediseño hay aspectos que no pueden perderse: el reconocimiento de la existencia de niveles estratégicos, operativos y consultivos de la gobernanza; la conceptualización del Sistema Nacional de Innovación con sus complejidades e interacciones, y el papel subsidiario que tiene la ciencia y la tecnología para el desarrollo productivo y la competitividad, el desarrollo y la inclusión social, y la expansión democrática.

Su creación no puede implicar una carga onerosa para el Estado. De estructura mínima, correspondería que utilizara para el cumplimiento de sus funciones capacidades operativas ya instaladas y valoradas, como por ejemplo las de la ANII. El riesgo de “captura” por parte de algunos de los actores del sistema, objeción que se ha planteado para su creación, lo tiene como cualquier nueva institucionalidad. Habrá que estar atento a ello. Pero la acefalía en la temática no es un riesgo, es una realidad diagnosticada y presente.

Los interlocutores regionales

Otro elemento para el análisis lo aportan los procesos y las realidades institucionales de la región. En Brasil existe un Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación muy activo, creado en 1985. En Argentina se instituyó el mismo más recientemente (2007), tras un decenio de constituida una agencia promotora de CTI, es decir una trayectoria similar a la propuesta aquí. Por su parte, en Paraguay se creó el CONACYT en 1998, con rango ministerial de su presidente. En Venezuela existe también un ministerio, aunque incorpora la rectoría de la educación universitaria, y en Chile, a fines del año pasado la presidenta Michelle Bachelet envió un proyecto de ley para su concreción. Es decir, la creación del MINCYT en Uruguay colocaría al país en un similar nivel de interlocución en el tema, lo que es muy importante considerando las interdependencias productivas y socioeducativas existentes y la posibilidad de consolidar acuerdos en el MERCOSUR y la región.

Partiendo del conjunto de concreciones ya logradas, hoy es necesario alcanzar nuevos consensos para relanzar con potencia la política de CTI. Analizar las opciones y acordar el arreglo institucional adecuado para encarar ese desafío resulta uno de sus aspectos centrales. La propuesta de evolucionar institucionalmente y crear el MINCYT es una opción que tiene fundamentos y debería ser considerada por los distintos actores políticos y sociales vinculados al Sistema Nacional de Innovación.