La presunta posesión de un apartamento en Guarujá, cuyo valor es muy modesto en comparación con los ingresos de un presidente brasileño, no es la única acusación contra Luis Inácio Lula da Silva. Sí es, hoy, la única por la cual un juez lo ha considerado culpable, y la que determina que se haya ordenado encarcelarlo, luego de que el Supremo Tribunal Federal de Brasil le negó en la madrugada del jueves, por seis votos contra cinco, el derecho de esperar en libertad el resultado final de su proceso, cuando todas las encuestas lo mostraban al frente de las intenciones de voto para la elección presidencial de octubre.

Esto no significa que los gobiernos de Lula y su Partido de los Trabajadores (PT) hayan sido ajenos a la corrupción. Durante esos gobiernos se implementó, por ejemplo, el llamado mensalâo, un sistema de pagos a legisladores de otros partidos para que votaran iniciativas oficialistas, y está claro que no cesaron las históricas prácticas ilegales en la relación de los grandes poderes económicos brasileños con el gobierno (y con el conjunto del sistema partidario). Parece, además, altamente improbable que Lula ignorara todo lo que ocurría. Ante esta situación, se pueden plantear preguntas de respuesta obvia.

¿Qué dirán los historiadores acerca de Luiz Inácio Lula da Silva? Nacido en la miseria reseca del nordeste, fue niño migrante a la gigantesca ciudad de San Pablo, lustrabotas, vendedor callejero, obrero industrial desde los 14 años, líder sindical y partidario contra la dictadura, figura central de la política de su país desde el retorno a la democracia, dos veces presidente, símbolo internacional. Es el hombre durante cuyos gobiernos millones de personas ampliaron radicalmente sus posibilidades, empezando por la de no morir de hambre. ¿Dirán los historiadores que todo eso se ve opacado porque, en un proceso cuya base fueron denuncias premiadas de grandes delincuentes, se interpretó que había recibido, como coima, un apartamento que jamás habitó?

¿Fueron beneficiosos los gobiernos del PT para la inmensa mayoría de los brasileños? ¿Será mejor o peor para ellos que gobiernen quienes impulsaron y festejaron la destitución de Dilma Rousseff y la condena de Lula?

Hay una pregunta más incómoda: ¿los avances logrados por los gobiernos del PT justifican la corrupción? Desde el despejado terreno de la teoría, todos preferiríamos que Lula y los suyos hubieran llegado al poder con todo lo necesario para lograr cambios aún más profundos, y que los hubieran realizado de un modo éticamente irreprochable, apoyados en una masiva y lúcida participación ciudadana, garantía última contra los nostálgicos de la injusticia. Pero el mundo real es complejo y está sucio. En el inmenso Brasil, dramático y potente, conviven extremos de miseria y de opulencia, vanguardistas y reaccionarios, refinamiento intelectual y honda ignorancia. También hay, como en todas partes, héroes, canallas y, entre ellos, multitudes de seres humanos con luces y sombras. El horizonte de una democracia integral está muy lejos, pero la imperfecta historia de quienes caminan hacia esa meta tiene mucho para enseñarnos.