Hace unos días, el francés Emmanuel Macron tuvo el honor de ser el primer presidente recibido en la Casa Blanca por Donald Trump. Allí, dos de los políticos con más salero del panorama mundial se dieron besos, abrazos y se confesaron su amor mutuo. Incluso llegaron a plantar junto a sus esposas un roble, procedente de un bosque francés, como símbolo de la imperecedera amistad entre Francia y Estados Unidos. Una foto para la memoria.
Hay quien se extraña de la gran relación que supuestamente mantienen Trump y Macron. Después de todo, Macron fue aquel que dijo “Make Our Planet Great Again” —ironizando con la famosa soflama electoral de Trump— cuando este último decidió abandonar el Acuerdo del Clima de París, decisión que se hará efectiva en 2021. Justo el mismo año que dicho tratado comenzará a funcionar. En aquel instante, ambos presidentes se comportaron como lo que en último término los llevó al gobierno. A Trump lo llevó la capacidad de crear escándalos por temas generalmente conocidos por todos; hace tiempo que la cuestión del cambio climático se ha quedado en palabras vacías y Trump fue capaz de crear un escándalo haciéndolo explícito. Y a Macron, por su parte, lo llevó a la victoria ser un hombre políticamente correcto y elocuente al que no le gusta que se digan cosas feas.
Efectivamente, ambos personajes son caricaturas completamente contradictorias; sin embargo, no se encuentran en posiciones tan distintas cuando el gasto militar francés lleva aumentando al menos desde la presidencia de François Hollande, quien declaró varias guerras a lo largo de África y hasta hoy participa con entusiasmo en la Guerra de Siria, en la que participó desde el primer momento. Una teórica diferencia entre Francia y Estados Unidos era Irán, pero Macron recién acaba de declarar que “Irán nunca debe poseer el arma nuclear” y propuso a Trump renegociar para que se incluya en el nuevo pacto el programa balístico iraní y la implicación de Teherán en otras crisis regionales, a cambio de una ampliación hasta 2025 del acuerdo nuclear. Todo ello sin que haya pruebas concluyentes de que Irán haya incumplido el actual pacto, pero se está convirtiendo en una potencia regional en Oriente Medio y Próximo. En definitiva, Trump y Macron no se encuentran tan lejos. Pero saben jugar con los focos.
Al mismo tiempo que Trump y Macron desviaban la atención mundial con sus mimos, en Corea también se plantó un árbol. Pero en este caso no se limitó al gesto. Se plantó un árbol de la paz y realmente pareciese que el tándem Trump-Macron –leído como una misma palabra suena a dinosaurio— quiso competir con el encuentro coreano hasta en los más mínimos detalles. Ridículos en el caso occidental, emotivos en el caso oriental. Y es que con el acuerdo coreano se hace cada vez más evidente el fin de una época marcada por el enfrentamiento –la Guerra Fría— y la borrachera de la victoria –desde finales de la década de 1990 hasta 2008—. Hoy nos encontramos en otra época, la de resaca de aquella gran fiesta de la globalización.
Es precisamente la Guerra de Corea (1950-1953) la que inaugura la Guerra Fría entre la extinta Unión Soviética y Estados Unidos. Mientras que Moscú apoyaba al norte que pretendía unificar la península, Estados Unidos apoyaba al sur. Así fue como la íntima y fraterna colaboración militar entre Corea del Sur y Estados Unidos se mantuvo estable hasta la actualidad como herramienta geopolítica simbiótica: la potencia norteamericana tenía una base militar en Asia, y Corea La Buena mantenía su independencia política ayudada por grandes masas de financiación estadounidense en un sistema político de democracia oligárquica que llevó a cabo una reforma agraria y una industrialización acelerada basada en la investigación tecnológica de vanguardia. Todo ello en un país en el que lo normal es no tomarse vacaciones. Por su parte, Corea La Mala quedaba atrapada en sí misma tras el colapso del bloque soviético. Aderezado todo por un profundo hermetismo que no permite la entrada de nada que tenga que ver con el mundo exterior y una sociedad que se organiza en torno a la guerra. Y esto es muy importante: la guerra de Corea técnicamente no ha terminado. En 1953 se firmó un armisticio, es decir, un alto el fuego que fue mantenido en el tiempo, pero no hay como tal un tratado de paz que permita, por ejemplo, desmilitarizar cada uno de los países.
Es así que se podría afirmar que, finalmente, termina la Guerra Fría con el simbólico acontecimiento que la inauguró. Y con ella se muere una determinada manera de pensar las relaciones internacionales, el antiimperialismo y la geopolítica, a pesar de que en ocasiones tengamos la tentación de pensar en las mismas coordenadas cuando observamos a Vladimir Putin o cuando la administración norteamericana de Trump parece reeditar esa visión, ora contra China, ora contra Rusia. Esto se hizo especialmente visible en el caso de Corea La Mala. Desde hace años asistimos a la inusitada fama de un país de 20 millones de personas completamente olvidado pero que de algún modo nos ofrece una idea de la maldad cercana a la de los villanos con delirios de grandeza de Marvel, esos que viven en el fondo de sus húmedas mazmorras-laboratorio. Corea La Mala tiene un poco de eso y Trump jugó con esa idea con él mismo como justiciero que pondría orden ante una amenaza inminente. Kim Jong-un no se quedó atrás y ambos comenzaron una batalla dialéctica que tenía mucho de teatrillo pero que en última instancia beneficiaba al régimen norcoreano, dado que la intervención en Corea La Mala nunca fue una opción plausible por suponer la inmediata destrucción de Corea del Sur.
Ante esta posible amenaza, y esto es decisivo, el presidente Moon Jae-in, del Partido Democrático de Corea –agrupación partidaria de la unificación de la Península de Corea—, inició una maniobra de autonomía política al margen de Estados Unidos sin precedentes. Es más que probable que Kim Jong-un no vaya a renunciar de una a su principal herramienta disuasoria: el arma nuclear. No obstante, el hecho de que se haya firmado un compromiso para la “desnuclearización de la península” y que se hayan comprometido a llegar a un tratado de paz definitivo es muchísimo para dos países que siguen técnicamente en guerra. Corea camina hacia cierto nivel de unificación y, desde luego, de autonomía política. Lo nunca visto.
Donald Trump publicó en su Twitter: “Con todas las opiniones de los ‘expertos’ fracasados, ¿alguien cree que las conversaciones y el diálogo entre Corea del Norte y Corea del Sur seguirían en este momento si yo no fuera firme, fuerte y dispuesto a comprometer nuestro ‘poderío contra el Norte?”. Se intentaba adjudicar así una victoria bajo la lógica de que habían sido sus reiteradas amenazas las que habían hecho que Corea del Norte aparcase su proyecto. Pero al contrario de lo que dice Trump, Corea del Sur está tomando sus propias decisiones geopolíticas, algo que no conviene demasiado a su proyecto contra China. ¿Qué sentido tenía si no ese encuentro con Macron, al que sólo le faltaron fuegos de artificio? No olvidemos que Trump sabe de televisión pero de lo demás no sabe nada, y que lo que probablemente pretendía al principio de esta escalada dialéctica con Corea del Norte era atacar a China a través de su eslabón más débil. En definitiva, Estados Unidos vuelve a perder.
Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid, en intercambio con la Universidad de la República.