Otro 20 de mayo y otra Marcha del Silencio, que va a ser la número 23. En 1996, cuando se realizó la primera, se cumplían 20 años de los asesinatos en Buenos Aires de Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini, de Rosario Barredo y William Whitelaw, de Manuel Liberoff. Hacía más de una década que había terminado la dictadura, sin que se hubiera avanzado hacia la verdad y la justicia en relación con esos crímenes y con tantos otros, que como todos sabemos, fueron parte del terrorismo de Estado.
A 43 años de aquellos asesinatos, y después de gobiernos de los tres mayores partidos, el avance aún es escaso. Seguimos sin saber qué pasó con la gran mayoría de las víctimas de desaparición forzada, siguen libres muchos torturadores, violadores y asesinos, y no se ha establecido con claridad la trama de motivaciones y complicidades –nacionales e internacionales– que determinó el horror.
En los primeros años posteriores a la dictadura, cuando los partidos discutían qué hacer con los responsables del terrorismo de Estado, una de las propuestas manejadas fue que sólo se juzgara a un grupo reducido de criminales, básicamente militares cuya responsabilidad en múltiples delitos era evidente. Aquella iniciativa era inaceptable y no fue aceptada, pero los resultados hasta el momento no son muy distintos, pese a la sucesión de organismos a los que se les encomendó encargarse del asunto.
Hace muy poco que el país cuenta con una relativamente pequeña fiscalía especializada en derechos humanos, que aporta nuevos esfuerzos y mayor racionalidad en el procesamiento de las causas. Pero persisten letanías acerca del “pacto de silencio”, que a veces parecen exhortaciones a rendirse. Mucho se habla de la “tolerancia cero” con el delito y de la necesidad de mayor eficiencia para prevenirlo, investigarlo y llevarlo ante la Justicia. Sin embargo, parece que se nos quisiera convencer de que sólo tardías confesiones o delaciones podrían, casi milagrosamente, evitar que queden impunes muchas de las peores barbaridades cometidas en nuestra historia.
Son malos indicios de lo que vale, aquí, la defensa de la vida y la convivencia. Malas bases para reconstruir la confianza respetuosa en el Estado y la ley. Malas señales para quienes algún día piensen en instalar otra dictadura; por más de una década de atrocidades te puede corresponder, a lo sumo y ya de viejo, un régimen de prisión más benigno que el de quienes cometieron delitos mucho menores, pero hay altas probabilidades de que ni siquiera te pase eso.
Desde la salida de la dictadura hasta hoy, mientras en el Estado se reiteraban el desinterés, la omisión culposa o la flagrante complicidad, han existido en la sociedad reservas de dignidad y decisión, para impedir que con la impunidad se instalaran la resignación y el olvido. Así fue incluso en condiciones tan adversas como las del bochornoso aislamiento, en los años posteriores al plebiscito de 1989, de los familiares que se manifestaban los viernes en la plaza Libertad. Por eso siguió el reclamo, por eso sigue. Por eso la marcha, otra vez.