Podría haber salido con la clásica respuesta teórica acerca del carácter de clase de la democracia, pero prefirió responder directamente a la pregunta capciosa de Omar de Feo sobre la dictadura del proletariado: “A mí no me gusta ningún tipo de dictadura”. Así, Jaime Pérez liberó las fuerzas de la renovación y de la democracia en el Partido Comunista de Uruguay (PCU). Y no tuvo poder para controlar la correntada, pero dejó grabado en la memoria de los militantes que todo se puede cuestionar cuando se tiene claridad y valentía.
Jaime Pérez había llorado poco antes, en abril de 1989, cuando el Frente Amplio se fracturó. Tristeza por un lado, pero sobre todo impotencia al no poder detener la división tan largamente anunciada. Para muchos aquella voz quebrada significó algo más que una emoción escapada. Era una frustración, finalmente revertida, de una construcción de muchos años, que se llevó muertos y presos.
Tal vez 1989 sea el año fundamental para la historia reciente del comunismo uruguayo, y allí Jaime Pérez fue el referente, el dirigente que lidió con la crisis del comunismo, la fractura del Frente Amplio, el voto verde, el triunfo del Frente en Montevideo, la mejor votación de la 1001, transformada en la primera fuerza de la izquierda, y la crisis definitiva del PCU. Hay que hurgar mucho en el pasado de la izquierda para encontrar un dirigente comunista enfrentado a tantos desafíos tan dramáticos.
En todos esos procesos, Jaime Pérez se paró con su inmensa bondad y fraternidad, y tomó decisiones, algunas buenas y otras no tanto. Pero sí tuvo, en esa época increíble, la claridad para entender que había que renovar, que una época había terminado y que la democracia era la clave para construir desde los escombros.
Cuando Jaime Pérez renegó de la dictadura del proletariado y sostuvo que para los uruguayos el voto es un instrumento fundamental, para pasar luego a la propuesta socialista democrática y plural, llegó al punto culminante de esa búsqueda en clave renovadora. La necesidad de crear un partido socialista y democrático era la consecuencia inesquivable. La ortodoxia se aferró a sus certezas –destruidas, pero certezas al fin– y dio una lucha durísima para salvar a un partido que se negaba a dejar de ser.
El ocaso y la esperanza –así se llamó el documento que discutieron y el libro donde analizó la derrota– planteó de forma valiente la entrada a nuevos tiempos, sin renegar del pasado, pero asumiendo el fracaso histórico del comunismo. Rodney Arismendi y su impulso de cambio era el referente y Jaime se presentó, al fin y al cabo, como su continuador y como la conclusión del proceso que los comunistas uruguayos abrieron en 1955.
La burocracia y sus inercias fueron más fuertes que la historia. La ironía fue que una vez que el PCU se había transformado en la primera fuerza de la izquierda uruguaya de manera contundente, el derrumbe fue cosa de poco tiempo.
Jaime Pérez debió soportar la intolerancia de aquellos que discreparon. Vieron en él no a un renovador, sino a quien quería “destruir el partido”. Así, transformado en un fetiche, el PCU en manos de los ortodoxos no volvió a ser ni siquiera la sombra de su pasado. Pudo haber liderado la renovación de la izquierda uruguaya, pero prefirió aferrarse a certezas agotadas.
En sus 90 años, recordamos al militante. No fue un teórico, ni quiso serlo. Cargó con el peso de la historia y supo cuál era esa carga. Cometió errores, sí, y quizá no supo calibrar que al proponer un partido socialista y democrático, Jaime Pérez cuestionó identidades, símbolos e imágenes. La renovación conmovió a la militancia y generó una fuerte reacción de aquellos que habían dado gran parte de su vida a la causa y que por ceguera, dogmatismo o miedo no estaban dispuestos a cambiar.
“Los hombre somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres”, decían los árabes. Jaime Pérez es un buen ejemplo de eso.