Los balotajes causan una dinámica de polarización. Con sólo dos fórmulas en competencia, de ambos lados hay quienes sostienen que se trata de elegir entre todo lo mejor y todo lo peor. Aunque sabemos que la realidad es más compleja, una parte de la ciudadanía suspende su incredulidad durante cuatro semanas, como si estuviera entreteniéndose con una narración fantástica. Sin embargo, a cualquiera le puede pasar, en medio de una película, que lo que le están planteando le parezca demasiado inverosímil o le resulte muy chocante.

El 27 de octubre hubo votantes convencidos de que los gobiernos del Frente Amplio (FA) han sido tan desastrosos que la prioridad, absoluta y a cualquier precio, era impedir uno más a partir del año que viene. También hubo convencidos de que todos los dirigentes y candidatos de todos los partidos opositores tenían las mismas intenciones tenebrosas. Unos y otros creen que del otro lado sólo hay maldad, incompetencia y estupidez. Pero los fanáticos no son mayoría en el oficialismo ni en la oposición.

La gente que votó a Daniel Martínez fanatizada, y que sigue viendo la misma película, probablemente se sienta derrotada de antemano, porque cree que para las dos cámaras del Parlamento ya se eligieron mayorías totalmente comprometidas con un programa nefasto. Pero esa gente no representa al conjunto de los votantes de Martínez.

Quienes no se han entregado al fanatismo al elegir entre oficialismo y oposición sienten diversos grados de incomodidad ante los relatos simplificados y extremistas.

La gente que votó fanatizada a Luis Lacalle Pou o a los otros candidatos que le han dado su apoyo, y que sigue viendo la misma película, probablemente siente que ya es seguro un cambio positivo para el país, pese a que aún no se ha terminado de definir la exposición de motivos para esa alianza electoral, y a que quienes participan en ella anuncian que recién después de la segunda vuelta empezarán a discutir sobre proyectos y responsabilidades de gobierno. Pero esa gente no representa al conjunto de los votantes de Lacalle Pou, de Ernesto Talvi y de Pablo Mieres, y quizá tampoco al conjunto de los votantes de Guido Manini Ríos.

De un lado y del otro, quienes no se han entregado al fanatismo sienten diversos grados de incomodidad ante los relatos simplificados y extremistas. A muchos les parece inverosímil la idea de que todos los legisladores no frenteamplistas actuarán en bloque para entregarles el país a la oligarquía y el imperialismo. O la idea de que Martínez es una marioneta manejada por un grupo de conspiradores en el que participa Nicolás Maduro.

A muchos les resulta chocante que se los quiera atemorizar con la perspectiva de un gobierno “sólo de empresarios”, que nos puede llevar a otra crisis como la de 2002. Demasiado chocante compartir su preferencia electoral con Jair Bolsonaro, o escuchar que, tras 15 años en los que el FA presuntamente despreció y aisló a los demás partidos, ahora tiene que ser “una minoría aislada”.

Pueden ser más o menos quienes tomen distancia del fanatismo para votar el 24 de noviembre. Es deseable que sean muchos, porque a partir del 25 quizá continúen los relatos fantásticos, pero todos deberemos convivir en el país real.