El clima electoral comienza a instalarse, y no se puede decir que los primeros indicios sean auspiciosos. Todos sabemos que hay mucho en juego, y que el panorama social y partidario está sumamente polarizado después de tres victorias consecutivas del Frente Amplio en 2004, 2009 y 2014, todas ellas con mayoría parlamentaria propia. No hay que esperar, en estas circunstancias, campañas modosas y bonachonas, pero es muy peligroso para todos que nos vayamos al otro extremo.

Existe además la tentación de asumir que, en la región y en el mundo, lo que “da resultado” actualmente es la descalificación por cualquier medio de los rivales, y lograr que los votantes no estén dispuestos siquiera a escuchar sus propuestas. Por supuesto, esa manera de hacer política tiene también consecuencias, muy graves, después de las elecciones, con independencia de quién gane y quién pierda. Consolida un escenario en el que hay escasas posibilidades de diálogo y negociación, de modo que se sigue combatiendo, sin cuartel y con las mismas armas, a la espera de los siguientes comicios. Abundan los ejemplos muy cercanos.

Uno de los principales problemas del tipo de campaña que al país le conviene evitar es que, por su propia lógica perversa, tiende a que todo se devalúe. El partido A enfatiza –con verdades o mentiras– que en el partido B abundan los corruptos, y desde el partido B se le responde –con mentiras o verdades– que mucho peor ha sido la corrupción en el partido A. Y así sucesivamente, mientras se suman al intercambio de acusaciones los partidos C, D y E. La conclusión de un espectador crédulo será que los políticos uruguayos son, como dijo Jorge Batlle de los argentinos, “una manga de ladrones, del primero al último”. Parecido efecto tienen los intentos de convencer a la ciudadanía sobre cuál partido tiene mayor cantidad de incapaces, sinvergüenzas, alcohólicos, chetos o planchas.

Mientras tanto, las grandes cuestiones a las que deberá hacer frente el próximo gobierno nacional, sea del partido que fuere, suelen brillar por su ausencia en los discursos de campaña. Por ejemplo, la reforma del sistema de seguridad social, acuciada por una relación muy problemática entre la cantidad de aportantes y la de beneficiarios, y complicada por tendencias que en sí mismas son positivas, como la del aumento de la expectativa de vida o el crecimiento en términos reales del índice medio de salarios (que determina cada año los ajustes de pasividades). No es difícil ver por qué le huyen políticos y publicistas: es un tema en el que cuesta sostener que todo es culpa de los adversarios políticos y que hay soluciones fáciles e indoloras. Un asunto complejo, en el que hay que manejar números, y sobre el cual no resulta viable decirles a los votantes, con palabras sencillas, imágenes conmovedoras y música pegadiza, lo que les gustaría escuchar.

Dice el diccionario que la demagogia es una “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. De esa peste hay que cuidarnos y estamos a tiempo.