En Venezuela hoy no se discute sólo de democracia, libertades y derechos, sino de geopolítica global.

Han pasado 17 años desde que, en 2002, Estados Unidos apoyó y financió el fallido golpe de Estado del 11 de abril en Venezuela. Ahora se repite la historia. Pronto se cumplirán 200 años de la Doctrina Monroe, aquella por la que América Latina era considerada una “esfera de influencia” para Estados Unidos. Parece que hay quien quiere celebrar tan triste efemérides por adelantado.

“Tenemos muchas opciones para Venezuela y, por cierto, no descarto la opción militar”. Lo dijo un Trump cada vez más enojado e impredecible, asediado por un Congreso hostil, que necesita imperiosamente recuperar el control de su agenda. Venezuela como excusa y maniobra de distracción. Su recién estrenada preocupación por la democracia amenazada y los derechos humanos es pura hipocresía.

¿Grita Trump sus barrabasadas y la región se inclina solícita a extender cheques en blanco? El viento que sopla de los gobiernos latinoamericanos, que han corrido a trompicones a reconocer al Presidente Encargado, no es un viento de libertad. Así no. Hay que recuperar la democracia y la dignidad humana amenazadas en toda América Latina. En Venezuela sí, un sí clamoroso y urgente, pero también en Nicaragua, en Brasil y en tantos otros lugares.

La Nueva Roma, como llamó Luis Alberto de Herrera a Estados Unidos, tiene cónsules que se apresuran a seguir los dictados, a golpe de tuit, del césar. El hilo conductor de ese rosario súbito, bien hilvanado, de declaraciones de apoyo a Guaidó no fue la solidaridad con el pueblo venezolano ni un sarpullido sobrevenido de aprecio por los derechos y las libertades.

¿Tiene razones el pueblo de Venezuela para levantarse contra el régimen de Maduro? El hambre, la cárcel, el exilio de más de tres millones de venezolanos son razones poderosas. Pero el apresuramiento con el que ha sido reconocido Guaidó, en una operación orquestada desde Estados Unidos, es un cheque en blanco para el matonismo fanfarrón al que nos tiene acostumbrados Trump y su gabinete, entre ellos John Bolton, un fanático impermeable a los hechos o a la razón, el mismo Bolton que instó a George W Bush a invadir Irak con pruebas falsas. Ese Bolton que se presentó ayer ante los medios de comunicación sujetando, con aire despistado, un cuaderno de notas donde había un apunte hecho a mano: “5.000 soldados a Colombia”. Antes enviaban cañoneras, ahora exhiben caligrafías en horarios de máxima audiencia. Otros tiempos, otros medios, el mismo titiritero. ¿Las mismas marionetas?

La letra pequeña de la crisis venezolana se escribe en otra parte. La defensa de la democracia es apenas una coartada para dirimir otros intereses, una cortina de humo para ocultar la lucha por el acceso a mercados y a materias primas estratégicas. Un episodio de una nueva guerra fría que se está desarrollando de forma larvada en el continente entre China, Rusia, Estados Unidos y una Unión Europea cada vez más empequeñecida.

Me pregunto qué hubiera dicho el Tucho Alberto Methol sobre esta crisis. Sin duda nos hubiera dado perspectiva y profundidad histórica. La crisis actual como un episodio más de la estrategia de dominación de Estados Unidos en la región. Antes, con el establecimiento de bases militares y el Plan Cóndor. Luego a través de formas aparentemente más mansas, utilizando una expresión de Methol, como el Área de Libre Comercio de las Américas. Ahora como laboratorio de la globalización. La patria grande cada vez más chica. Se hubiera preguntado quién gana y quién pierde y hubiera dado su enfático abecedario de síes y noes. Sí a la unidad de América del Sur, no a míster Ponsomby. Sí a la soluciones negociadas de los conflictos en el ámbito regional, no a la intervención extranjera. Solidaridad y empatía con el drama que viven millones de personas en Venezuela, sí, pero reflexión crítica y contención a la hora de determinar el papel que tienen que jugar los diferentes actores. En la línea de Herrera y Eduardo Víctor Haedo cuando se opusieron con firmeza al establecimiento de bases militares de Estados Unidos, en octubre de 1945, porque estaban dirigidas a someter la pretensión de soberanía del pueblo argentino.

De repente, entre la maleza, ha aparecido una luz intermitente, frágil, un resplandor pasajero, una luciérnaga en la oscuridad: la declaración Uruguay-México del 23 de enero, urgiendo a la sociedad venezolana a encontrar una solución pacífica a sus diferencias. Es un morse luminoso que emite señales fundamentales: respeto del derecho internacional y preservación de la paz. Es también una oportunidad para que México asuma un papel protagonista en Latinoamérica, después de tanto extrañamiento; un papel más necesario que nunca, después del desmoronamiento de los proyectos de integración regional.

El comunicado que convoca a una cumbre de países neutrales para el día 7 de febrero señala que Uruguay y México “han adoptado una posición de no intervención, a la vez que han externado su preocupación por la situación de los derechos humanos en Venezuela. Por ello, han decidido convocar a un diálogo inclusivo y creíble que solucione de una vez por todas la delicada situación por la que atraviesan nuestros hermanos venezolanos”.

Si el conflicto no se resuelve por esta vía, el resultado será, como tantas veces, más fragmentación, menos vecindad, alejamiento del Estado Continental y de la unidad latinoamericana. Imposibilidad para estar dignamente en la globalización sin imposiciones, sin avasallamientos. Esa unidad que quiso Bolívar y que pensaron José Enrique Rodó, Methol, Manuel Ugarte, Rufino Blanco Fombona o Francisco García Calderón.

Cualquier negociación requiere primero medir las fuerzas. En eso están. No existe hoy un consenso sobre lo que ocurre en Venezuela porque los intereses en juego son muchos y complejos. El “nosotros” político en Venezuela está descompuesto. Todos los actores se representan a sí mismos y por lo tanto son autorreferenciales, no representan a nadie. Hay una crisis de representación y un conflicto de legitimidades.

Antes de la negociación, si la negociación fuera posible, veremos teatro y escaramuza. De distinto tipo. Teatro surrealista, antes aliado, hoy tirano. El lenguaje mayestático del derecho, con su toga y su arrogancia, hablando en nombre de la democracia y la libertad. Mientras, el juego de la realpolitik se discute entre las sombras. Unos y otros. Con los 5.000 de Bolton y ejercicios militares en Colombia y Brasil como espada de Damocles. Al tiempo. Es el púlpito el que está en disputa. Y el relato. En juego, las libertades y la soberanía latinoamericanas, indisociablemente unidas si América Latina no quiere hacer de comparsa, jugando el juego de los chiquitos, siempre postergados, siempre secundarios en el tablero del mundo.

La ciudadanía, la venezolana pero también la latinoamericana, rehén de esta tragicomedia. La solución que se alcance será el resultado de la correlación de fuerzas y de la capacidad de imaginar alternativas creativas y factibles.

El barco de los necios de Donald Trump se dirige a los acantilados en Venezuela. Es un barco a la deriva, atrapado por la inercia de la historia. Encalle, naufrague o choque contra las rocas, el resultado será una catástrofe humanitaria. Por eso, no hay tiempo que perder. Hay que organizar el pesimismo, decía Walter Benjamin. En realidad es al revés, hay que organizar el optimismo. Montevideo puede ser un faro para orientarse en la tormenta. Hay mucho en juego, preservar la paz, evitar la guerra. No será fácil pero no es imposible. Ojalá no sea demasiado tarde.

Joxean Fernández es consultor internacional en temas de integración regional. Ha sido coordinador de Cooperación Española en Uruguay y codirector europeo del proyecto de apoyo a la Secretaría del Mercosur.