En período de campañas electorales, que también deben abrir espacios para la discusión política, es importante volver sobre los métodos de lucha contra las discriminaciones raciales recientemente instituidas en distintos países de América latina, Uruguay incluido. Se trata de tomar conciencia de los efectos de las acciones en favor de las “minorías” mediante la “discriminación positiva”. Se abre allí un mundo de confusiones y eufemismos cuyas consecuencias políticas pueden ser duraderamente peligrosas.

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Todos los que conocen la república de los orientales saben que aquí la ciudadanía se pintó tempranamente de dos colores: blanco y colorado. En los albores de su historia política, quienes más tarde se convertirían en uruguayos se dividieron así en dos grupos y esa división tuvo algo de profundamente republicano.

Efectivamente, en estas tierras nada le da superioridad al color rojo sobre el blanco. Claro que el rojo podría haberse asociado con la sangre o con cualquier otra de las cargas que estaban disponibles en ese significante, así como el blanco podría haberse ligado con la pureza o la virginidad. Nada de ello ocurrió. Herederos de la gesta artiguista, ambos bandos tuvieron algo netamente político. Los blancos defendieron una visión del mundo, los colorados otra, unos estuvieron más presentes en el campo, los otros en la ciudad… historia conocida. Pero desde el punto de vista simbólico, podría decirse que la igualdad fue perfecta.

El hecho no es un detalle menor, sino un asunto fundamental para la coyuntura actual, no sólo de la República Oriental del Uruguay, sino mucho más allá, en este siglo XXI que arranca a caminar torcido. Lo mejor de la antropología y de la sociología política ha subrayado, desde hace tiempo, la importancia de esas divisiones del espacio simbólico de la ciudadanía. Gracias a Emile Durkheim, a Pierre Bourdieu o a Claude Lévi-Strauss, sabemos de la importancia que tienen las particiones que nacieron con la Revolución francesa. Contrariamente a blancos y colorados, el corte entre izquierda y derecha se asocia a muchos otros signos: lo femenino, el corazón, la solidaridad, la fraternidad se ubican de un lado; lo masculino, la razón, la fuerza, el interés y el dinero están del otro. La mano izquierda y la mano derecha del Estado, decía Bourdieu para referirse a su costado de protección social y a su costado represivo; la escuela, la salud y la seguridad social de un lado, la policía, la aduana y el ejército del otro. Y lo mismo ocurre con superior e inferior o arriba y abajo, que dan por ejemplo clases altas y bajas, los de arriba y los de abajo, etcétera. Todas esas divisiones simbólicas del espacio político contribuyen a la fijación y a la reproducción de las jerarquías sociales y en consecuencia conspiran contra los principales principios que nos guían, la libertad, la igualdad, la fraternidad... también la movilidad social.

Nada de ello ocurre con blancos y colorados. Como también se sabe, estas divisiones fueron, durante largos períodos, fuente de sangrientas guerras civiles. Pero no se inscribe en el orden social una jerarquía simbólica entre las dos tradicionales divisas de los orientales. Es cierto que las familias blancas solían dar hijos blancos y las coloradas afiliaban vástagos del mismo color. Pero cuando los rojos del socialismo hicieron irrupción en el siglo XX, muchos se cambiaron el color, y desde los años 70 numerosos jóvenes dieron muestras de osadía y libertad y se volvieron tricolores y frenteamplistas. Hasta hay una curiosidad simbólica que comparten paraguayos y uruguayos: cuando de política se habla, rojo y colorado no son sinónimo. Como se sabe, los rojos son de izquierda, los colorados no.

A fin de cuentas, la ciudadanía se divide, se subdivide y se agrupa en torno a una paleta de colores que suele deparar sorpresas incluso en este país que muchos consideran ejemplo de estabilidad y, no sin razón, el menos desigual de América. Pero desafortunadamente Uruguay está sufriendo una nueva división de la ciudadanía que nada tiene que ver con esta que describimos. Una nueva onda cuyo epicentro se encuentra en Estados Unidos está pintando a prácticamente todos los países de América Latina para colorear la ciudadanía de otro modo.

Como el color negro se asocia a la historia de la esclavitud, a lo oscuro, a lo indeseable, a la ignorancia o a lo bajo, se utiliza el eufemismo “afrodescendientes” para señalar a los ciudadanos que, según se quiere ver, tienen “otro” color de piel. Hartos de la discriminación y la sumisión, muchos movimientos sociales han reclamado y empujado para que se reconozca esa “identidad” o esa “diferencia”, como un modo de luchar contra el persistente racismo. Del mismo modo, para no utilizar la palabra “raza” se la reemplaza por “etnia”. Se habla de grupos étnicos, de discriminaciones étnicas, de pertenencias étnicas, etcétera. Pero se lo hace despojando a la palabra de toda precisión conceptual. La etnia deja de ser un pueblo o una nación, una comunidad lingüística y cultural, para convertirse en un eufemismo con el que se nombra a grupos de personas identificados con características físicas.

Pero en ese impulso noble, ¿no caemos hoy en un gravísimo error? El movimiento social primero, los partidos de izquierda luego, las instituciones y los ministerios detrás. Bajo la presión de los primeros y la conducción de los segundos, los estados han creado políticas sociales que inscriben en el libro del derecho cuotas y ayudas sociales destinadas a los ciudadanos de un color determinado. Al hacerlo, el Estado instituye la división de la ciudadanía en nuevas clases de colores: los blancos no son negros y los negros no son blancos, se sostiene. Se cree “reconocer” una diferencia que la igualdad ciudadana mantendría oculta o “invisibilizada”.

Antes, un blanco podía hacerse colorado y su hijo convertirse en tricolor o frenteamplista según su buen parecer. Ahora, el blanco nace blanco y no podrá sino morir blanco, y el negro nace negro y nunca podrá ser blanco. Pero, ¿cómo determinar la clasificación objetiva de esas pretendidas diferencias sin suscribir abiertamente al racismo? ¿Cómo no pensar que la condición social o la identidad se llevan en la sangre? Un poco como pensaban los nobles europeos antes de la democracia, pero al revés. Ahora, una vez reconocida la igualdad entre los hombres, ¿cuál es la diferencia ciudadana entre un negro y un blanco? Como no se puede determinar esa diferencia sin una teoría racista de la humanidad, se le pide al propio interesado que declare de qué color es o cuáles son sus características “étnicas”, por no preguntarle a qué raza pertenece. Y según dónde ponga la cruz en el formulario serán los beneficios que obtenga. Sin embargo, pese a la ironía que el procedimiento esconde, el encierro termina siendo absoluto, puesto que los colores, se dice, están determinados por ciertas características del cuerpo como el color de la piel, la genética o la herencia ancestral. Pintando así a la ciudadanía desde el Estado retrocedemos al peor oscurantismo. Y desafortunadamente, este impulso político que pinta a la ciudadanía de colores y así institucionaliza las divisiones ha afectado mucho más fuertemente al resto de los países de América Latina.

En realidad, y aunque se pretenda lo contrario, se institucionaliza el racismo buscando combatirlo. Se hace esto cada vez que se reconocen ventajas, cuotas o derechos para los grupos de afrodescendientes o de tal o cual grupo “étnico” (llamados, por ejemplo, “pueblos originarios”). Porque la división está basada en la afirmación de que las prácticas sociales, culturales y políticas de las personas están determinadas por su biología. Se busca una esencia en el blanco o en el negro que atraviesa la historia y se transmite de generación en generación. Se le llama “raíz” o Pachamama. En definitiva, se separa a los ciudadanos en tres grupos: quienes provienen de África, los que lo hicieron de Europa y quienes son originarios de América. Falta el grupo de los asiáticos, a los que no sin esfuerzo se convendrá en ubicar entre los “amarillos”. Evidentemente, tal división de las personas en esa gama de colores es un artificio sobre el que invitamos a pensar, porque justamente nada tiene de natural.

Esa es exactamente la hipótesis defendida por los racistas en todo tiempo y lugar: que los negros tienen comportamiento de negro porque negros son; o que los blancos no pueden participar en una discusión entre negros porque negros no son... Unos buscando dominar, los otros emancipar. Los unos dirán que los negros no pueden hacer cosas refinadas como tocar el violín o bailar ballet, los otros que son los mejores para tocar el tamboril y bailar candombe porque lo llevan en la sangre. Sobran los contraejemplos a estas afirmaciones ridículas. Podríamos pensar en el boxeo o en el atletismo, pero seamos futboleros y recordemos los pronósticos de quienes afirmaban que Brasil no haría un buen papel en el Mundial de Suecia en 1958 porque los negros no servían para jugar en el frío. De la mano del joven Pelé, Brasil salió campeón luego de ganarles a los friolentos de Austria, la Unión Soviética, Gales, Francia y la propia Suecia en la final. ¿Y si pensáramos en la música, en el folclore? Algunas de las más bellas e importantes canciones de la música popular argentina, como la “Chacarera de las piedras”, “El Alazán” o “Indiecito dormido”, interpretadas por Atahualpa Yupanqui, fueron compuestas en Francia por la pianista francesa Antoinette Paule Pepin Fitzpatrick, que firmaba sus composiciones con el artístico, bien criollo y varonil seudónimo “Pablo del Cerro”.

Lo preocupante hoy es que el racismo que siempre habitó en las ultraderechas del mundo entero y en el sentido común de todas las sociedades, ha sido adoptado por los demócratas de hoy y por muchos grupos y movimientos de izquierda que pretenden con ello combatir... al racismo. Así, tantísimos afirman en conversaciones de café y redes sociales que la reciente selección campeona del mundo estaba llena de “africanos”. ¡Como si Paul Pogba o Kylian Mbappé fueran menos franceses que Antoin Griezmann u Olivier Girou! Algunos creen denunciar con ello el colonialismo y piensan que los ingleses hacen trampa si ponen en la cancha a un jugador negro porque, claro, un inglés es blanco. Exactamente lo que dice la ultraderecha francesa del Frente Nacional: que los negros y los árabes no pueden representar a Francia. Como si la ciudadanía francesa, inglesa, uruguaya, argentina o brasileña no estuviese compuesta de gentes cuyos abuelos vinieron de distintos lugares del planeta. Se confunde a las naciones con las razas, se divide racialmente a las repúblicas, se naturaliza el espacio de la política. Con el pincel en la mano, se entra en el estrecho callejón donde yace la libertad.

¿Alguien recuerda la socarrona sonrisa de un Eduardo Galeano contando que cuando Uruguay goleó a Chile 4-0 en el primer campeonato sudamericano de fútbol “la delegación chilena protestó formalmente porque el Uruguay había alineado a dos jugadores ‘africanos’?” Y continuaba Galeano: “Africanos quería decir negros, probablemente nietos de esclavos, uruguayos, nacidos en Uruguay pero negros”. 100 años después se sigue diciendo lo mismo. En un artículo publicado por el diario El País de Madrid el 21 de junio de 2015, la periodista Eleonora Giovio recuerda a Isabelino Gradín, uno de aquellos goleadores de la selección charrúa de 1916, también delantero de Peñarol. Giovio califica a Gradín de “primer goleador contra el racismo” y explica, sin que le tiemble el pulso, que Isabelino era “un africano nacido en Uruguay”.

Esa misma división de la ciudadanía en colores determinados por la biología, la tierra o la herencia inmemorial se utiliza hoy en América Latina para reconocer la existencia de personas venidas del pasado precolombino. Así, hay quienes pretenden que los análisis genéticos demuestran que hay charrúas en la ciudadanía uruguaya. No hay dudas de que entre los ciudadanos de hoy hay muchos que descienden de aquellos que poblaban al este del río Uruguay antes de que Solís pasara por allí. ¡Pero eso no los convierte en charrúas! A fin de cuentas Diego Forlán, el número 10 de la celeste que salió cuarta en el Mundial de Sudáfrica y ganó la Copa América en 2011, es un perfecto defensor de la garra charrúa, tanto como Ruben Rada con su deliciosa voz y su revolución del candombe. Los charrúas eran un pueblo con una organización social y una cultura, una lengua. Cualquier persona que viva junto a los otros como un charrúa, en sociedad con ellos, se convierte en charrúa, y cualquier persona que se integre a la ciudadanía uruguaya se convierte en un oriental, como tantos inmigrantes, como cada niño que nace. Las sociedades políticas no pueden reconocer el determinismo biológico ni en el estatus ni en el comportamiento de sus miembros. Quien lo hace condena a las generaciones futuras a la inmovilidad social y a la sumisión de unos sobre otros, a perpetuidad o hasta que una rebelión termine con ello.

Tal vez sea necesario recordar la diferencia de naturaleza entre el racismo presente en la vida social (que toma diversas formas) del racismo inscripto en las instituciones a través del derecho, los reglamentos, las políticas sociales. La abolición de toda diferencia institucional y la sanción del hecho de que no existen razas que dividan a la ciudadanía o que excluyan a ciertos grupos de ella ha exigido larguísimos años de lucha. Sin embargo, curiosamente hoy se cuestiona esa conquista primordial que constituye uno de los fundamentos principales de la democracia y de la república. Se dice que la integración política de la ciudadanía en un único grupo de humanos esconde o ignora las diferencias raciales e impide luchar contra ellas.

El resultado es el contrario: se refuerza el racismo ordinario con toda la potencia del racismo institucional. Quienes deseamos tratar a todos nuestros conciudadanos como miembros de un mismo grupo político, quienes deseamos afirmar alto y fuerte que no existen las razas entre las personas, somos desmentidos por la institución y el derecho. Cualquier racista de pacotilla puede ahora retrucarnos con razón que hay humanos y humanos, dependiendo de qué color se trate. Muchos se ilusionan con el ideal de que todas las razas tengan los mismos derechos. Arrancan con el combate perdido. En las escuelas, por ejemplo, se podrá enseñar a los niños la teoría de la desigualdad entre los colores e intentar asociarla con el orden natural de las cosas. En 2012 se instituyeron en Brasil cuotas raciales para entrar a la universidad, pretendiendo con razón que eran pocos los negros y los indios que accedían a los estudios superiores. La presidenta Dilma Rousseff dijo que se saldaba así una deuda histórica. Pero no advirtió que para ello se pagaba el precio de legalizar la división en razas de los estudiantes y en consecuencia de los ciudadanos. No deberíamos extrañarnos luego si algún gobierno de ultraderecha se apoya en esa legalización de las razas para reservar tribunas para blancos pretendiendo que van demasiados negros a los estadios, como se hiciera antaño en los regímenes de apartheid. ¿No reclaman hoy Jean-Marie Le Pen y su hija Marine que hay demasiados negros y árabes en la selección francesa?

Cuando los partidos de izquierda empujan a los estados a reconocer la división de su ciudadanía en colores determinados por alguna característica física, cometen un enorme error. Aunque los propios subalternos lo reclamen. Se vuelve a la época en la que los criminalistas pensaban que la forma del cráneo hacía al delincuente. La única vía para combatir el racismo que nos habita, nos somete y nos corroe consiste en afirmar que no existen razas entre las personas. Ganamos cuando nuestras instituciones no reconocen colores entre sus ciudadanos. Luego, que cada quien se pinte como le dé la gana, y si unos quieren afirmar que son blancos y los otros verdes, negros o colorados, allá ellos. Siempre habrá la posibilidad de cambiar. Con una condición: que el Estado nunca haga nada para beneficiar a un tinte de ciudadanos por encima de otro, más aun si se cree que el color se transmite por la sangre y los genes, de padres a hijos. De lo contrario, se refuerza el racismo de las interacciones cotidianas con el racismo formalizado en las instituciones y en las políticas públicas.