La economía está estancada o casi estancada. Y, como es de esperar en año de elecciones, los distintos diagnósticos sobre las causas y soluciones de esta supuesta crisis (o no crisis) que proliferan en el espacio público están teñidos de ideología e intereses políticos. Como señalaba la socióloga Stephany Mudge en una entrevista recientemente publicada, “la gente siempre tiene ‘apuestas’ asociadas a la victoria o fracaso de determinadas interpretaciones” de los hechos económicos. Estas interpretaciones son generalmente formuladas por “expertos” que operan adentro y alrededor de proyectos políticos: “son ellos quienes dan forma a aquello que está en oferta en la política democrática, es decir, definen qué es lo político, y sobre qué cosas es posible votar”.

¿Cómo ordenar esa diversidad por momentos abrumadora de intervenciones “expertas” acerca de ese objeto complejo, siempre escurridizo, y no por ello menos real, que llamamos “la economía”? ¿Qué interpretaciones nos ofrecen sobre las causas y soluciones del actual estancamiento económico?

Cortando muy grueso, intervienen en el espacio público tres discursos bastante definidos: el neoliberal, el marxista-dependentista y el neodesarrollista cepalino. Cada uno se presenta con su paquete de causas y soluciones. Pero más allá de diferencias, hay un consenso tácito en el diagnóstico: el capitalismo uruguayo enfrenta hoy serios problemas de competitividad.

Aclaro, por las dudas, que las etiquetas corren por mi cuenta: son caricaturas no del todo precisas. Aclaro también que mi intención no es resumir la muy rica y diversa investigación económica. Mi foco es el discurso experto sobre la situación general de la economía que, grosso modo, se proyecta hoy en el campo político. De estas intervenciones expertas participan, por supuesto, economistas de la “academia”, pero también economistas del gobierno, de los partidos políticos, de las cámaras empresariales, y de los sindicatos, además de otros profesionales no economistas que hablan con autoridad sobre la economía: sociólogos, ingenieros, abogados, politólogos, periodistas, consultores, dirigentes sociales, y, naturalmente, políticos.

Neoliberales, marxistas-dependentistas, y desarrollistas cepalinos

El primero de estos discursos es el neoliberal. Para el neoliberal, la causa de todos los males es el Estado, nunca las condiciones estructurales del capitalismo: el Estado es ineficiente, está manejado por políticos siempre tentados al abuso de funciones o al clientelismo. Así que siempre se gasta más de lo que se debería, y siempre sobran funcionarios. Un Estado gordo necesita recaudar más impuestos, o inflar tarifas públicas, tomar más deuda, que de última hay que pagar subiendo impuestos o inflando tarifas. Porque el Estado engorda, porque “te sacan, te sacan, te sacan”, las empresas se vuelven inviables. Ergo, los capitalistas no invierten. Mejor invertir en Paraguay, donde no hay que negociar salarios ni poner en caja a los empleados.

La tesis neoliberal sostiene entonces que la única solución a la crisis de rentabilidad es bajar el “costo país”. Para lograrlo, algunos neoliberales afirman que alcanza con gestionar mejor, ahorrar más, mejorar la eficiencia del gasto, rascar la olla. Pero si las cuentas no dan, la prioridad es clara: se necesita una redistribución regresiva del ingreso, o sea, más devaluación, menos impuestos (es decir, menos plata para financiar bienes públicos) y mayor flexibilidad en las relaciones laborales para negociar (a la baja) salarios y condiciones de trabajo. Sólo así será posible liberar las fuerzas creativas del mercado.

El marxista-dependentista parte de un diagnóstico completamente diferente al neoliberal: la causa de la crisis es la condición periférica, extractivista y rentista del capitalismo uruguayo. O sea, porque nuestra inserción internacional nos hace absolutamente dependiente de los vaivenes en los precios internacionales de las materias primas, y porque nuestro crecimiento no depende del progreso técnico sino de la valorización financiera de la renta de la tierra, estamos tendencialmente condenados al estancamiento. Nuestra condición nos impone una limitación estructural a la tasa de ganancia que el Capital busca resolver con ajuste a la baja en los costos de producción. Por eso en épocas de vacas flacas (nos dice el marxista-dependentista) asistimos a una intensificación de la puja distributiva, que se manifiesta, en términos políticos, en una movilización creciente de los sectores empresarios para revitalizar el proyecto neoliberal.

Además, para el marxista-dependentista la contraofensiva política de nuestra burguesía criolla, pastoril, y caudillesca es perfectamente coherente con su carácter rentista y dependiente: su atraso tecnológico y falta de competitividad en relación al capital transnacional opera como un condicionante estructural de sus estrategias de sobrevivencia; su eslogan “rentabilidad o muerte” es pura racionalidad económica.

A pesar de estar en las antípodas, las tesis marxistas-dependentistas y las neoliberales comparten algo fundamental: ambas sostienen que la crisis de rentabilidad sólo se soluciona con redistribución. El experto neoliberal, como buen intelectual orgánico, nos dice que la redistribución hacia arriba es un mal necesario. El “sinceramiento” (robando términos de la vecina orilla) es doloroso pero inevitable. Pero al menos esa reconciliación con “la verdad” de que no podemos vivir de la renta que ya no tenemos cumple un rol purificador: en épocas de vacas flacas, las aspiraciones de los sectores populares pecan de ingenuas, ya que carecen de sustrato económico. El estancamiento nos saca bruscamente del delirio y restaura el realismo crudo del capitalismo, ese que nos recuerda, otra vez, que las penas son de nosotros, y las vaquitas, siempre de ellos.

Para el marxista-dependentista, en cambio, la solución pasa por una redistribución hacia abajo (de las vacas, no de las penas). Para ello, nos dice, es necesario avanzar sobre la renta y la riqueza concentrada. Más impuestos al capital, al patrimonio, y a la herencia para que papá Estado fortalezca la inversión pública tan necesaria en tiempos de vacas flacas, garantice la provisión de los derechos sociales, y lidere la transformación hacia un modelo productivo social y ambientalmente sustentable. Al final, el conflicto de clases es inevitable, y el Estado deberá dirimir, por acción u omisión. En el fondo, la apuesta del marxista-dependentista también apunta a una política del sinceramiento: sobre la inevitabilidad de la lucha de clase y sobre la incompatibilidad entre extractivismo y medioambiente.

Si hay algo que caracteriza al experto neodesarrollista cepalino es precisamente su rechazo a la redistribución, si no como resultado, al menos como principio de solución. A diferencia del neoliberal, el neodesarrollista cepalino no considera que la rentabilidad dependa del costo del Estado y la regulación laboral. Pero al igual que el neoliberal, acepta (con resignación o entusiasmo, eso es lo de menos) que el desarrollo depende de la capacidad del país de competir internacionalmente por inversiones productivas, preferentemente orientadas al sector externo. Al marxista-dependentista le reconoce que existe cierta limitación estructural al desarrollo. Pero en realidad piensa que esta limitación es una mera manifestación de un problema más profundo: la falta de competitividad sistémica. El experto neo-desarrollsita cepalino de alguna manera “endogeniza” lo que antes venía externamente determinado por una inserción internacional y una estructura de clases propias de una economía periférica, rentista, y dependiente. El desarrollo ya no es estrictamente un problema de economía política, sino de la coordinación sinérgica de distintas políticas públicas.

Los expertos neodesarollistas cepalinos confían entonces en que la construcción de capacidades técnicas para la “gestión” eficiente del Estado servirá de palanca para un gran salto hacia adelante, o un “cambio estructural” (para usar términos menos maoístas y más cepalinos). Pero ese gran salto requiere tomar riesgos, no en el sentido de enfrentar a la élite económica que tan cara le sale al país (agudizando así la lucha de clases), sino de apostar a la innovación, a la creatividad de nuestra gente, al capital humano. Más que socializar el capital, se trata de capitalizar lo social. Se necesita entonces articular educación y trabajo, promover una nueva cultura emprendedora, e impulsar la ciencia y tecnología.

Además, la lucha por la competitividad supone trabajar sobre regulaciones y fallas de mercado en sectores no transables, atender a la microeconomía y los sistemas de incentivos, controlar la contaminación ambiental sin afectar la inversión productiva, desarrollar programas activos de empleabilidad (no necesariamente de empleo) y reconversión laboral, potenciar ganadores (o sea, aquellos que “agregan valor”) y compensar perdedores (aquellos que no lo agregan).

En suma, la apuesta es por un Estado moderno y ágil (es decir, lo contrario a viejo y gordo) que además de asegurar orden macroeconómico y cohesión social, oficie de orientador general del desarrollo, aliente la inversión, subsidie y exonere cuando sea necesario, y bregue siempre por una mejora de nuestra competitividad sistémica.

Expertos, apuestas, y campo político

No es que estas distintas tesis sobre “la realidad” de la economía y sus posibles soluciones simplemente se nos aparezcan cual discursos sueltos, inmanentes, flotando en el éter. Más bien son, como sugiere Mudge, la resultante de “apuestas” interpretativas realizadas por distintos grupos de expertos al interior del campo político. Esos expertos vienen de lugares distintos, hablan en nombre de sujetos diferentes, y se orientan hacia públicos diversos. También varían en sus filiaciones (o no filiaciones) partidarias.

No es difícil reconocer la influencia del credo neoliberal en las intervenciones públicas de los especialistas, analistas, consultores, editorialistas, asesores de las cámaras empresariales, los grandes medios de comunicación, el movimiento Un Solo Uruguay o los candidatos de la oposición. La mayoría de estos expertos (otra vez, entendidos en el sentido amplio) además desarrollan sus carreras profesionales en universidades privadas, consultoras, organismos financieros internacionales o think tanks. Su discurso apela fundamentalmente a la figura del empresario generador de trabajo y creador de riqueza. Pero también le habla al trabajador esforzado, probablemente profesional o dueño de un negocio, y orgulloso representante de esa clase media que en realidad es más clase alta que media: ese meritócrata que salió adelante sin ayuda de nadie y al que ahora, gracias a su éxito, se lo castiga injustamente cuando se lo obliga a pagar la educación dos veces (el impuesto de Primaria y la cuota del privado).

Tampoco es difícil reconocer variantes de la tesis marxista-dependentista en los voceros de la izquierda no frenteamplista, en economistas afiliados al movimiento sindical o a los sectores históricos del Frente Amplio con fuerte anclaje en la clase obrera organizada y otros movimientos sociales. Muchos de estos expertos además ejercen activamente la docencia universitaria (pública), pertenecen a redes y colectivos expresamente afiliados a perspectivas críticas y heterodoxas del pensamiento económico, e intervienen públicamente a través de medios de inocultable credo izquierdista (por ejemplo, Brecha o Hemisferio Izquierdo).

Más que al empresario o al meritócrata, el sujeto al que apela el experto marxista-dependentista es siempre un subalterno: el cuentapropista que quedaría desamparado por un Estado de bienestar en retracción, el trabajador organizado cuya voz (y salario) se vería mermada por la descentralización de la negociación colectiva, Juan Clasemedia que gracias al aumento generalizado del salario mínimo pudo salir de la pobreza a pesar de que aún mantiene un empleo precario, el cooperativista de ayuda mutua, el joven estudiante... En definitiva, ese amplio y heterogéneo conjunto de desheredados y condenados de la tierra que han sido históricamente la base de movilización y representación orgánica de los partidos de masas de la izquierda democrática (y no tan democrática).

¿Y el neodesarrollista cepalino? Sabemos que tiene sensibilidad social, que es supuestamente de izquierda, pero de una izquierda “moderna”, más bien “progresista”. Sabemos que milita desde la gestión, que no le rehúye a la tecnocracia (es un mal necesario), y que todo lo quiere medir y evaluar. Sabemos que le importa y mucho la ideología, pero lo suyo es el dominio de la técnica. ¿Y a quién le habla? ¿A qué sujetos interpela? Apelar a la movilización de los subalternos le resulta demasiado riesgoso. El pragmatismo indica que la política de la izquierda renovada ya no puede hablar en nombre de los desposeídos, sino, como sugiere Mudge, “en nombre de un votante ficcional de tipo mainstream o promedio”. Sabe además que el nuevo uruguayo, ese que define una elección, ya no es o no se cree un subalterno, o al menos eso es lo que dicen los que saben de encuestas y focus groups. Y sabe también que el discurso económico dirigido a este sujeto temeroso y clasemediero es mucho más amigable con los mercados.

Resiliencia

Distintas variantes de las tesis marxistas-estructuralistas y las neoinstitucionalistas cepalinas conviven, no sin conflicto, al interior de la izquierda uruguaya. Es posible reconocer elementos de verosimilitud en ambas. Sabemos que, en las democracias capitalistas con estados de bienestar extendidos, todos los trabajadores, pero sobre todo aquellos que disponen de riqueza y capital, pagan mucho más impuestos. Sabemos que garantizar los derechos sociales es necesario para procesar, en el largo plazo, una transformación productiva que nos incluya a todos, y no sólo a los ganadores de la globalización. Pero también sabemos que la redistribución per se no resuelve los problemas inmediatos del crecimiento. No se puede redistribuir la no riqueza. Y en la sociedad del conocimiento, más que distribuir renta agraria, distribuir capacidades es de vida o muerte.

Pero hay algo más: como señala Mudge, el predominio de uno u otro discurso no depende de su verosimilitud, sino de lo que es decible y (electoralmente) aceptable bajo las reglas del campo político. El experto neoinstitucionalista cepalino elude olímpicamente el conflicto de clases, y por eso es el que está en mejores condiciones de proyectarse, desde las altas esferas del partido y el Estado, al interior de un campo político radicalmente reconfigurado por la victoria global de los neoliberales. Nos guste o no, su presencia trae calma al dios mercado, nos posiciona mejor en la kermese global de las inversiones, así que satisface mejor las condiciones de legitimación de nuestra democracia capitalista periférica y dependiente. En este contexto, por más rigurosas que sean, las tesis del experto marxista-estructuralistas no resultan políticamente (y electoralmente) aceptables.

Hinchamos entonces por el neoinstitucionalista cepalino porque queremos seguir vivos, tener esperanza. Hay que ganar elecciones, aguantar la toma, esperar a que escampe, y seguir ampliando todo lo que se pueda nuestras oportunidades de progreso material. Es que el sentido común prevaleciente en el campo político ya no admite el pesimismo característico del realismo capitalista. Mucho menos admite el sufrimiento autoinfligido de una confrontación de clases abierta y despiadada. Buscamos resiliencia, no verosimilitud.