El propósito de esta nota y las que le seguirán es presentar una breve síntesis de la historia de la desigualdad de ingreso en Uruguay desde mediados del siglo XVIII hasta el presente.
La extraordinaria vida de Julio
Tengo la impresión de que si uno quiere proyectar al lector una imagen de erudición conviene comenzar un texto como este citando a algún autor respetable y conocido. Aquí voy: dice Milan Kundera, al principio de La insoportable levedad del ser, que “si el hombre sólo puede vivir una vida es como si no viviera en absoluto”. Además de la ventaja evidente de que se encuentra al principio de la novela (así puedo referirla sin haber leído el libro), la cita remite a lo que creo que es una de las funciones primordiales de la historia. Podemos viajar a otros lugares, conocer otras culturas, vivir otras costumbres, pero no podemos hacer lo mismo con otras épocas. ¿O sí?
Al menos en un sentido parcial, el conocimiento histórico nos libera de ese provincianismo cronológico en el que estamos inmersos. La historia, como la literatura, nos permite conocer vidas vividas en otras épocas, y con ello apreciar y comprender mejor la nuestra. Quizá por ello Isaiah Berlin ubica a historiadores y novelistas –cuando son buenos– entre las personas capaces de transmitirnos verdades profundas sobre la condición humana (pueden tranquilizarse: con esto termino de citar autores por el hecho de ser reconocidos).
Pensemos en la extraordinaria vida de Julio, quien come cuando desea y tiene abrigo en invierno. Su vida es más larga, confortable y placentera que la de millones que vivieron antes que él, pero está tan acostumbrado que le parece normal. Su dueña, una mujer trabajadora, está de paseo con sus hijas en Europa, por lo que yo estoy encargado de alimentarlo. De ahí que, cuando me ve, se pone a maullar. Lo extraordinario es que esto sería imposible si no viviéramos en el tiempo que vivimos. Hasta hace poco, los gatos –por muy domésticos que fueran– pasaban frío en invierno y debían cazar para vivir. Y las trabajadoras no tenían vacaciones, ni mucho menos paseaban por tierras lejanas.
Julio y su dueña se benefician del proceso de transformaciones iniciado hace poco más de dos siglos en el norte de Europa y que Eric Hobsbawm ha llamado “doble revolución”. Esta expresión alude, por una parte, a los cambios económicos y tecnológicos que asociamos a la Revolución Industrial y, por otra, a los político-ideológicos que derivaron de la Ilustración y los procesos revolucionarios que inspiró.
La doble revolución es el Big Bang de nuestro pequeño universo planetario. Por ella, el mundo que habitamos y las vidas que vivimos son muy distintas a las de los hombres, mujeres (y gatos) que vivieron durante 99% de nuestro tiempo en la Tierra.
Prácticamente nada de lo que vemos y de cómo vivimos sería posible sin la Revolución Industrial y el crecimiento económico al que dio lugar. Pero no se trata sólo de que poseamos más cantidad de cosas. También producimos y consumimos bienes y servicios que no existían siquiera en la imaginación de quienes nos antecedieron. Y, aun así, hablar de crecimiento es una simplificación excesiva. El desarrollo económico es mucho más que crecimiento. Se trata de un proceso histórico –es decir, que transcurre en el tiempo y el espacio– íntimamente ligado a una serie de transformaciones sociales e institucionales. Es la vida social toda la que se ha visto trastornada.
El cambio económico está tan imbricado con el social e institucional que, de hecho, nos resulta imposible discernir cuál es causa y cuál efecto, si es que esa distinción tiene sentido. En realidad, cada uno produce y es producido por el otro. Dónde terminará este proceso, si dentro de 50 años nuestro hábitat se parecerá más a un infierno o al nirvana, no lo sabemos, y hay buenas razones para pensar tanto una cosa como la otra. Lo indiscutible es que, por ser hijos de nuestro tiempo, vivimos vidas extraordinarias y, como a Julio, nos cuesta darnos cuenta de ello.
Ni pobre ni libre
Patricio, capataz mayor en la estancia “Las niñas huérfanas”, propiedad de la Hermandad de la Caridad de Buenos Aires, era considerado un trabajador clave en la explotación en que se encontraba esclavizado. Por ello, los administradores de la estancia estaban dispuestos a incurrir en gastos extraordinarios, como camisas extra, o permitirle algunos privilegios a su esposa, una mujer libre, “para tener contento a su marido Patricio, que tanto importa conservallo en esta Hacienda”. Teniendo permitido el sembrar trigo que podía vender, así como otras actividades, Patricio acumuló lo suficiente para comprar su libertad. Sin embargo, sus propietarios se negaron. Y es que Patricio era, al fin y al cabo, un esclavizado. Su capacidad de trabajo en una tierra donde faltaban trabajadores podía proporcionarle un bienestar material comparativamente elevado; pero las instituciones que regulaban su existencia y hacían de él una propiedad de otros le impidieron desarrollar su proyecto de vida en su sentido más básico: ser un hombre libre.[^1]
El desarrollo económico no sólo ha afectado en forma heterogénea a distintos países o regiones, también a individuos y grupos sociales dentro de un mismo país. En general, el ingreso de todos ha crecido, pero lo ha hecho a ritmos diferentes y velocidades cambiantes: desarrollo y desigualdad son fenómenos indisociables. Por ello, las tendencias que presenta la distribución del ingreso a lo largo del tiempo es una de las perspectivas desde las que se puede analizar la historia económica, social y política de un país.
Mucha tierra y poca gente: expansión económica y desigualdad en la formación de la economía oriental (1750-1810)
Puede afirmarse (y estoy convencido de ello) que buena parte de las características que destacan al Uruguay actual en el contexto latinoamericano, en particular nuestro elevado nivel de vida y menor desigualdad, derivan, en gran medida, del impacto que sobre esta región tuvo la doble revolución. Pero también puede afirmarse que si algo ha habido de real en el mito de la “Suiza de América”, se ha debido a la comparación con nuestros vecinos. Como el tuerto que reina en un país de ciegos, Uruguay pudo percibirse y ser percibido como “Suiza” porque estamos en Latinoamérica.
Hasta mediados del siglo XVIII, los espacios económicos de Iberoamérica se articulaban en torno a los complejos mineros y los centros administrativos de los Reinos de Indias. Estos constituían el núcleo de las economías regionales que los abastecían. En Sudamérica, la suerte de lo que el historiador argentino Carlos Sempat Assadourian denominó el “espacio peruano” estaba atada a la plata potosina. Para producirla, Potosí demandaba toda clase de insumos producidos en una amplia región. El rincón formado por los ríos Uruguay y De la Plata, sin embargo, estaba poco articulado con el mercado de Potosí. “Tierra sin ningún provecho”, escasamente poblada, su principal riqueza natural, la pradera, no era un recurso relevante, dada la especialización productiva y el nivel tecnológico de las economías coloniales. Fue el cambio institucional, hijo de la Ilustración borbónica, lo que inició la transformación.
El territorio del futuro Uruguay estaba bajo tres jurisdicciones distintas. La más importante en extensión, al norte del Río Negro, correspondía a los pueblos misioneros gobernados por los jesuitas. Allí se encontraba el ganado que abastecía de carne a la población misionera, más de un centenar de miles personas. Al sur, cuya jurisdicción se repartía entre Buenos Aires y Montevideo, convivían –no sin dificultades– unos pocos campesinos y estancieros dedicados a la ganadería y la agricultura. Según ha estudiado Inés Moraes, antes de 1770 la producción de cueros, parte de los cuales se vendían al exterior, representaba menos de 15% del valor producido en la región. El resto –carne y cereales– se destinaba al consumo interno.
Esta situación comenzó a cambiar en forma acelerada luego de 1760, cuando una serie de disposiciones tomadas en el marco de las reformas borbónicas multiplicaron la cantidad de navíos con destino al puerto de Montevideo. La cantidad de buques que arribaba cada año creció en forma exponencial, de menos de cinco a 100 o 200. Y todos ellos demandaban cueros, aunque casi por casualidad.
Lo que los atraía al Río de la Plata era el deseo de cambiar mercancías de la península por mineral de Potosí. Pero, dada la alta relación valor/volumen de la plata, luego de ese intercambio aún quedaba mucho lugar, y cueros era lo que esta región podía ofrecer para que llenaran sus bodegas. En todo caso, aunque fuera una consecuencia inesperada de la exportación de plata, la mayor demanda de cueros valorizó el ganado y desató un período de expansión económica.
Producido fundamentalmente en el sur, el crecimiento era tanto económico como demográfico. Una tierra vacía, abundante en un recurso que se valorizaba aceleradamente, atraía gente (ver Cuadro 1). El proceso migratorio se veía facilitado, además, por la emigración de los pueblos misioneros, cuya organización institucional se degradaba como consecuencia de la expulsión de los jesuitas en 1767, otro coletazo de la Ilustración.
Para la década de 1770, los cueros representaban 50% del valor de lo producido en el espacio rioplatense, y aunque siguieron siendo una parte menor del total exportado por los puertos de la región, por detrás de la plata, su proporción había pasado de menos de 10% a más de 25%. ¿Cómo se distribuyó este crecimiento? Lo que cabría esperar es un incremento de la desigualdad y ello es lo que indica la evidencia disponible.
Tratándose de una región de frontera, con abundantes recursos y derechos de propiedad poco o mal definidos, la banda norte del Río de la Plata presentaba, hacia 1760, una muy baja desigualdad de ingreso. Había mucha tierra y poca gente, como ha señalado el historiador argentino Jorge Gelman, lo que permitía a las familias campesinas producir buena parte de los bienes que necesitaban para tener una vida sencilla pero sin miseria. Gracias a que los ciclos productivos de la agricultura eran complementarios con los de la ganadería –la mayor demanda de trabajo se producía en momentos diferentes del año–, las familias campesinas articulaban la producción agrícola con el trabajo asalariado ocasional en las estancias ganaderas. La (poca) mano de obra permanente que estas requerían la suministraban asalariados o esclavos. La escasez de brazos garantizaba salarios altos, lo que impactaba incluso en el trabajo no libre (ver “Ni pobre ni libre”).
Entre los productores la evidencia apunta a un deterioro de la distribución. La expansión de la ganadería, un segmento que presentaba niveles de concentración más altos que la agricultura, debió conducir a un aumento de la desigualdad global. Como su producción estaba sujeta a economías de escala, los propietarios más grandes tenían mayor capacidad para beneficiarse del crecimiento ganadero. En este sentido, los datos disponibles para la región de Colonia nos hablan de un aumento de la concentración de la propiedad del ganado, cuyo nivel, medido por el índice de Gini, habría pasado de 0,58 a 0,641 (ver Cuadro 2).
Revolución, guerra y transformaciones sociales (1810-1860)
Las revoluciones de independencia supusieron una coyuntura crítica en la historia económica del continente. Para algunos autores, allí se inició la trayectoria económica divergente de la América hispánica respecto de la anglosajona. Ello no debe sorprender: las guerras suelen tener consecuencias económicas de calado; con más razón si son revolucionarias. Como los conflictos bélicos implican destrucción y redistribución de recursos, plantean una serie de preguntas relevantes: ¿qué se destruye?, ¿cuál es el nivel de destrucción?, ¿quiénes pierden con ella?, ¿quiénes son perjudicados y quienes beneficiados con la redistribución?
La Banda Oriental fue devastada por la revolución. La guerra destruyó una porción importante de la riqueza acumulada. Para la clase alta que permaneció en Montevideo, la prolongación del conflicto supuso una sucesión de fuertes exacciones por parte de las autoridades realistas que gobernaron la ciudad hasta 1814. A ellas siguieron las confiscaciones de los revolucionarios. En la campaña, los ejércitos oriental y portugués consumían ingentes cantidades de ganado que, no olvidemos, era la principal forma de capital. Finalmente, el carácter agrario de la revolución artiguista, con su cuestionamiento a las propiedades de los “malos europeos y peores americanos” fue otro factor que afectó al segmento de propietarios.
Si bien no existen estimaciones o evidencia cuantitativa sobre lo ocurrido con la desigualdad en estos años, estos hechos nos permiten formular algunas hipótesis. En las guerras suele ocurrir que los pobres pongan el cuerpo y los ricos sus activos. Las confiscaciones forzosas, la destrucción del capital-ganado y la suerte militar del bando españolista fueron un duro golpe para una parte importante de la élite tardo-colonial. Por ello, es probable que la revolución de independencia tuviera el efecto igualador que se ha indicado para otros conflictos, como las guerras mundiales del siglo XX, aunque no tanto por la redistribución como por la destrucción de riqueza.
A la revolución de independencia sucedieron varias décadas en que se alternaron períodos de paz con otros de guerra civil. Ello se expresaba, desde el punto de vista económico, en un crecimiento espasmódico: los años de relativa tranquilidad política, como los que siguieron a 1829 y 1852, daban lugar a una rápida expansión, que volvía a truncarse al estallar otro conflicto, como la Guerra Grande, iniciada a mediados de la década de 1830 (ver Cuadro 3).
Este tipo de crecimiento se explica, nuevamente, por la condición de frontera del territorio. Aunque las guerras destruían gran parte de la riqueza acumulada, ya que los ejércitos se alimentaban con el principal bien de capital del país, este podía recuperarse rápidamente. A diferencia de las regiones mineras, donde los socavones se inundaban, lo que inutilizaba la infraestructura acumulada durante siglos –a veces en forma irreversible–, el ganado, que llegada la paz tenía abundante alimento a su disposición, se reproducía en pocos años. Aquí la destrucción podía ser tan importante como en otras zonas, pero sus consecuencias de largo plazo eran mucho menores.
Más difícil era la situación de los propietarios, para quienes las guerras fueron causa de decadencia y empobrecimiento. En tiempos de conflicto sus propiedades no generaban la renta de la que vivían, viéndose obligados –muchos de ellos– a venderlas. Cuando con la paz retornaba la prosperidad, eran otros los que se beneficiaban. De ahí que los conflictos civiles, y en particular la Guerra Grande, supusieran la ruina del patriciado de origen tardo-colonial; esa élite económica que, por estar radicada en una región de frontera, nunca llegó a ser más que un embrión de aristocracia, el pariente pobre de las clases dominantes de México, Perú, e incluso Chile o Buenos Aires.
Por otra parte, lo que se observa en este período no es tanto la decadencia de la élite como su transformación. Si las guerras fueron desastrosas para la clase alta tradicional, eran una oportunidad de acumulación para muchos “hombres nuevos”, inmigrantes dedicados al comercio o las finanzas, que trajeron capital o lo acumularon aquí.
La trascendencia de esta transformación, en parte por la ruina de la clase alta tradicional, en parte porque dado su pequeño número se vio sobrepasada por la inmigración, fue apuntada por Carlos Real de Azúa, y José Barrán y Benjamín Nahúm. Según estos autores, esta dio lugar a una diferenciación al interior de la élite entre una rama de viejo cuño, heredera del patriciado y volcada a la acción política, y otra, formada por los nuevos miembros de la clase dominante y de carácter nítidamente empresarial. A partir de allí podía ocurrir que ambas fracciones tuvieran intereses diferentes o distintos proyectos de país. Según esta hipótesis, una de las más interesantes que se hayan formulado sobre la historia económica y política del Uruguay, esta diferenciación fue una condición de posibilidad para que en el siglo XX surgiera un movimiento político tan peculiar como el batllismo.
En el otro extremo de la pirámide, la poca evidencia disponible apunta a una situación constante respecto del período anterior. Aunque los salarios posiblemente no crecieron, siguieron elevados en términos internacionales. Hacia 1870, eran aproximadamente cuatro veces mayores que en Colombia o Brasil y el doble que en Argentina o Chile.
En conjunto, todo parece indicar que fueron los cambios en la movilidad social, más que en la desigualdad, los que signaron el período desde un punto de vista distributivo. Este desarrollo difícilmente hubiera ocurrido de no haber sido Uruguay una región de frontera, poco poblada, de salarios altos, rica en recursos naturales, pero no en infraestructura, y con una implantación colonial tardía. La pequeñez y debilidad de su élite contrastaba con las aristocracias presentes en otras partes de Latinoamérica, estando ausente aquí uno de los rasgos que explican la elevada desigualdad que caracteriza al continente hasta el presente.
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Estimación realizada a partir de los datos presentes en el Cuadro 2. ↩