En estos momentos de tanta incertidumbre y angustia, a la hora de pensar en el después surge una tendencia automática y nostálgica a desear que, tras algunas semanas, incluso meses, todo vuelva progresivamente a la normalidad, es decir, al mundo que conocíamos y que creíamos entender. Este sentimiento, creo, es compartido tanto por quienes sentían que el mundo anterior era un lugar justo y deseable como por quienes, como quien escribe, sentían que ese mundo brutal e injusto requería transformaciones impostergables. Es que volver a la normalidad, es decir, al estado de cosas previo, brinda la profunda sensación de seguridad de volver a lo conocido, a un estado en el que creemos que entendemos cómo funciona todo, ya sea que defendamos el estado de cosas como que lo impugnemos, porque el primer paso para la transformación de la realidad es su interpretación, su comprensión, el saber (o al menos creer que sabemos) dónde estamos parados y por dónde deben ir los caminos de cambio.
Pero la historia suele ser implacable con las nostalgias y asestar puñaladas de transformación en los momentos más inoportunos, en esos (estos) momentos profundamente disruptivos, salvajes, inesperados, cuando estamos con la guardia intelectual más baja, cuando nuestras preocupaciones van por otro lado. Normalmente estos momentos críticos (grandes crisis, guerras) suelen ser usados por la historiografía posterior para ubicar puntos de corte o bisagras entre eras diferentes. No pretendo transmitir que este momento sea comparable a los horrores de las guerras mundiales, pero creo que se pueden aventurar lecciones constatando cómo el mundo cambió definitivamente luego de ellas.
Por ejemplo, el inicio del proceso de cambio de potencia hegemónica tras la Primera Guerra Mundial, de Inglaterra a Estados Unidos, fue una resultante de primer orden, que, posiblemente, no fue totalmente claro para los contemporáneos a la salida del conflicto. O el papel de la mujer en la sociedad, tras la necesaria inclusión laboral durante la Segunda Guerra Mundial para apoyar el esfuerzo de guerra tanto en Europa como en Estados Unidos, ya nunca volvió completamente atrás, sino que supuso un hito a partir del cual nuevas transformaciones se sucedieron. Algo parecido, pero en el ámbito académico y cultural puede decirse sobre el mundo poscrisis de 1929 y la Gran Depresión de los años 30, cuando fue impugnado todo el conocimiento aceptado sobre el funcionamiento de las economías, hegemonizado hasta entonces por la escuela neoclásica, a manos de la “revolución keynesiana”. O nuevamente, pero ahora en sentido inverso, tras la crisis del petróleo en la década de 1970, con la “contrarrevolución monetarista” que vuelve a poner en tela de juicio el papel del Estado, del mercado y de las relaciones entre ambos.
Pero como se puede descifrar de la mayoría de los ejemplos citados, los cambios más relevantes de esos eventos disruptivos no responden a transformaciones generadas puntualmente a partir de ellos, sino que muchas veces, esos momentos tan excepcionales permiten emerger, o generalizar, profundas transformaciones que se venían procesando por décadas, lentas, silenciosas, progresivas, tal vez inevitables, pero que, en ausencia del suceso disruptivo, podrían haber tenido que esperar varias décadas más para consolidarse. Esa es la particularidad histórica de estos cataclismos; se aceptan o se expresan relaciones sociales que, si bien venían procesándose como lentos movimientos de placas tectónicas, su expresión pública a cara descubierta, su erupción violenta, hubieran resultado inaceptablemente subversivas para la política, para la cultura, para la economía, para los equilibrios de poder previos. No siempre esas transformaciones son en un sentido de avance social, también pueden ser retrógradas. Tampoco son necesariamente coherentes en términos interpretativos las opciones que se abren. Algunas pueden apuntar en el sentido de un mundo futuro de ciertas características y otras en un sentido totalmente diferente. Ante todo, eso no está predeterminado, depende también de la oportunidad y profundidad de su interpretación por parte de las diferentes fuerzas políticas y sociales, y de cómo las utilicen en un sentido determinado.
La idea de esta larga introducción era dar pie a la presentación de algunas hipótesis de transformaciones que podrían consolidarse a partir de este momento “anómalo” que la pandemia del Covid-19 genera. Por supuesto que no son más que especulaciones, reflexiones prospectivas sobre transformaciones cuya consolidación o no podrá requerir décadas para su comprobación. Pero son estos momentos los que abren ventanas de oportunidad para que los actores políticos y sociales que los entiendan antes y con más claridad consoliden una ventaja, en el sentido de aprovechar las nuevas condiciones hacia una transformación social de cierto signo político que deberá ser consciente y deliberada. Antes de que esta crisis explotara, las derechas globales venían comprendiendo y aprovechando mucho mejor las transformaciones más recientes, asociadas a las consecuencias sociales, políticas y culturales de una globalización económica llevada adelante por el desgobierno de los intereses multinacionales y de la tremenda crisis económica global de 2008-2009 y las estaban usando en un sentido reaccionario. Así, este terrible momento disruptivo que estamos viviendo puede también ser una oportunidad para que las fuerzas de izquierda a nivel global acorten la ventaja y se adelanten en ofrecer nuevos horizontes para la humanidad.
Los equilibrios globales
Ya desde hace algunos años, un tema hipotetizado en forma recurrente ha sido el final de lo que se conoce como la segunda globalización. Ese proceso, iniciado después de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo un impulso determinante a partir de los 70 de la mano de la hegemonía creciente de políticas liberalizadoras pero también de avances tecnológicos que hicieron posible un nuevo funcionamiento global de la economía, ha tenido reiterados reveses recientes. El ascenso de líderes nacionalistas de derecha, con tendencias xenófobas, y en algunos casos proteccionistas, en varias de las principales potencias, como Estados Unidos, Rusia y, más cerca, Brasil, y sucesos desintegradores como el brexit y la crisis de la Unión Europea se interpretaban como la expresión de un malestar global con la globalización que la derecha entendió mejor que nadie y que procesó en forma reaccionaria hacia un nativismo arcaico y xenófobo. La nueva situación a partir de la pandemia está generando un cierre generalizado de fronteras; está afectando fuertemente el comercio internacional, está desarticulando las cadenas globales de suministros, a medida que el virus avanza y suspende la actividad de sus diversos eslabones en las regiones por las que pasa, y está generando nuevas reacciones xenófobas (el “virus chino”, repite una y otra vez Donald Trump, pero también se señala a los extranjeros, en términos más generales, como los peligrosos y sospechosos de traer el virus). No hay que dar por descontado que esta “oportunidad” inesperada para hacer política y socialmente aceptable un cierre generalizado de los países sea sólo pasajera. Podría ser aprovechada para imponer una nueva normalidad, que no necesariamente será la del cierre casi total de la actualidad, pero donde, escudándose en el precedente actual y en los riesgos de rebrote de la pandemia, reconfiguren un nuevo mundo más cerrado, introvertido y, posiblemente, xenófobo.
Claro que hay enormes intereses globales para restablecer el funcionamiento anterior, pero también los había en 2015 o 2016, cuando empezaron a sucederse señales de cambios relevantes. Y también habrá intereses para reubicar las cadenas de valor más cercanas a los principales mercados y centros de poder, por miedo a que vuelva a producirse algo parecido, en un mundo que da señales de creciente inestabilidad, incompatible con un despliegue global de las cadenas de producción. Esto podría ir en el sentido de la reindustrialización de los países desarrollados, ya previamente hipotetizada a partir de las transformaciones tecnológicas más recientes. Así, se podría desatar un proceso de reflujo de inversiones desde la periferia al centro global, con consecuencias enormes para muchos países en desarrollo que apostaron a la inversión extranjera como principal herramienta de desarrollo.
Por otra parte, también podría configurarse una oportunidad enorme para que China emerja reforzada y ya en el papel de superpotencia global. Si bien, hace unos meses, el impacto que la pandemia estaba teniendo en ese país podría haber hecho pensar en lo contrario, el relativamente rápido éxito que tuvo en controlarla (¿y superarla?) ya está siendo usado en términos propagandísticos en el sentido de su superioridad, y los próximos meses supondrán una ventaja extraordinaria para recuperarse y ganar terreno a todo nivel mientras el resto de las potencias está sumido en una paralización e inacción externa casi total. También esta posible irrupción tiene profundas raíces en décadas de estabilización, transformación, crecimiento e influencia de China, al influjo de su desarrollo económico, tecnológico y militar. Pero esta es una oportunidad inesperada para que consolide su nueva situación, incremente su ya enorme influencia global (incluso a partir de sus ayudas para combatir la pandemia, gracias a su tecnología y experiencia en la materia) y se proyecte como la principal potencia global hacia lo que queda del siglo.
Podría haber una oportunidad para revalorizar el rol del Estado, en un contexto en que deben reforzarse e incrementar su capacidad de movilización a marchas forzadas, lo que, adecuadamente entendido y aprovechado por fuerzas de izquierda, puede aportar a cuestionar la hegemonía liberal del “Estado mínimo” y transformarse en fuerza de cambio y desarrollo relevante.
La democracia, el Estado y la protección social
Además, el aparente éxito relativo de regímenes plenamente autoritarios (China, Rusia), así como de algunas democracias fuertemente verticalistas (Corea del Sur, Taiwán), en hacer frente a la pandemia y su supuesta superioridad ante las democracias más consolidadas pueden sumar fuerza a un ya evidente resurgir de movimientos antidemocráticos a escala global y, en conjunto con la primera tendencia señalada al cierre y la xenofobia, volver a sumir al mundo en una pesadilla de nacionalismo autoritario y agresivo, que rememore la década de 1930.
Sin embargo, también podría haber una oportunidad para revalorizar el rol del Estado, en un contexto en que deben reforzarse e incrementar su capacidad de movilización a marchas forzadas, lo que, adecuadamente entendido y aprovechado por fuerzas de izquierda, puede aportar a cuestionar la hegemonía liberal del “Estado mínimo” y transformarse en fuerza de cambio y desarrollo relevante. Seguramente los próximos años mostrarán una tendencia al incremento de la carga fiscal global para hacer frente a los costos de la pandemia, lo que, una vez superado el endeudamiento que resulte de esta, podría constituirse en un primer paso de fortalecimiento de los estados. Además, la necesidad de tener sistemas de salud y movilización social más potentes, así como un papel económico más activo, que necesariamente surgirá para hacer frente a los estragos de la pandemia, harán más aceptable la idea de estados interventores y reforzados, lo que, otra vez, podría ser usado en un sentido autoritario y liberticida por las nuevas derechas, o en un sentido de transformación social progresista por una izquierda global renovada. También está el enorme riesgo de que el alto endeudamiento público que emerja de la crisis sea nuevamente utilizado como argumento para el desguace y la privatización. Como siempre, las opciones están abiertas y quien logre hegemonizar el sentido de interpretación de la situación tendrá una ventaja enorme a su favor.
En materia de protección social, el cataclismo económico que ya golpea a nuestras puertas está teniendo un efecto devastador especialmente en aquellos trabajadores y trabajadoras que carecen de protección social. Son cientos de miles, sólo en Uruguay: desde trabajadores informales en empresas hasta autoempleados en labores que van desde reparaciones domésticas, hasta peluquerías, vendedores ambulantes o cuidacoches, desde artistas hasta pequeños empresarios de todo tipo, cuyo ingreso se está reduciendo dramáticamente, a la vez que, al menos en Uruguay, no parece haber respuesta a la altura de parte de las autoridades. Esta situación, si no es debidamente atendida, va a explotar (literalmente, en la forma de estallidos sociales) en las manos del gobierno. En todo caso, puede ser una oportunidad de calibrar social y políticamente el enorme costo social de una red de contención, aun agujereada e incompleta. Así, la necesidad de avanzar en una malla de protección más amplia y densa puede hacerse un lugar primordial en la agenda en los próximos años, constituyéndose en una oportunidad para la izquierda de sintonizar con mayorías renovadas en uno de sus capítulos programáticos principales.
Relaciones de género
En materia de relaciones de género, la situación (aún no sabemos qué tan) prolongada de millones de personas en sus hogares; la convivencia necesaria de parejas a la vez que se suspende, momentáneamente, el rol de proveedor históricamente realizado por los varones, podría dar lugar a una fuerte revalorización de las tareas domésticas y de cuidados. La convivencia de hombres y mujeres, durante semanas o meses, 24 horas bajo el mismo techo, muchas veces con niños o personas mayores que requieren cuidados, puede ayudar a comprender mejor la enorme importancia de esas tareas y el gigantesco esfuerzo y desgaste que generan en quienes más tiempo les dedican, y consolidar un proceso de cambios que viene de larga data, transformando fuertemente las relaciones de género. Esto, incluso, podría ser una oportunidad para visibilizar la enorme contribución económica de las tareas en el hogar y que las estadísticas económicas invisibilizan, valorizándolas e incorporándolas en agregados como el Producto Interno Bruto. Pero esta situación excepcional también puede dar lugar a explosiones de violencia de género (y generaciones), al obligar a convivir y anular el espacio de escape y contención que las mujeres solían tener en sus trabajos, en sus amigas o en la ausencia del varón, con consecuencias difícilmente previsibles.
Consumo, ambiente y felicidad
El parate obligado que la pandemia causó en diferentes lugares del mundo ha tenido la inesperada consecuencia de una mejora notoria en la calidad ambiental. En diferentes zonas, quizás por primera vez en mucho tiempo, es posible ver nítidamente el cielo azul. El cierre obligado de fábricas y la limitación del transporte han permitido ver los estragos cotidianos a los que millones de personas son sometidas. Estos factores, replicados globalmente en las redes sociales, en un contexto de angustia general y de reclusión de millones de personas, podrían tener un impacto cultural de relevancia. Una revalorización de lo esencial, de la naturaleza, la vida y la felicidad, por sobre el consumo desenfrenado y vacío. A veces, un solo instante de lucidez puede dejar en evidencia la estupidez de la vida cotidiana y ser un disparador de cambios, en una temática que también acumula fuerza desde hace décadas.
Trabajo y automatización
El obligado distanciamiento social se está convirtiendo en un nuevo incentivo para el desarrollo de soluciones tecnológicas para automatizar y hacer a distancia el trabajo. Esto, que sigue una tendencia largamente estudiada y discutida en los últimos años, podría convertirse en un punto de inflexión al dar el envión final, y, en este caso, libre de los costos de transacción asociados a los conflictos laborales y sociales por el desplazamiento de miles de trabajadores. La aceptación social y las posibles nuevas mejoras tecnológicas incentivadas por la coyuntura extraordinaria podrían desembocar en una aceleración súbita de una tendencia que tiene décadas, pero que con alta probabilidad no tenga vuelta atrás el día después. Especialmente porque los sectores en los que existe mayor presión por adoptar soluciones automatizadas o a distancia no son los tradicionales manufactureros, ya altamente automatizados, sino los mucho más importantes en términos de empleo de los servicios y el comercio, donde se dan las aglomeraciones más preocupantes por sus consecuencias en la propagación del virus. La necesidad de expandir de urgencia modalidades de enseñanza a distancia y de atención remota y automatizada de todo tipo de trámites y actividades acelerará dramáticamente las transformaciones en marcha en la demanda de trabajo y podrían ser una nueva oportunidad para discutir cómo organizar una sociedad global, donde no serán necesarias tantas horas de trabajo humano, sin que eso resulte en empobrecimiento y concentración económica crecientes.
Momentos como este, de disrupción generalizada, que se aprovecha de la fuerte interconexión global, llaman a la imperiosa necesidad de globalizar la política y la democracia, de construir instancias democráticas transnacionales.
Es imposible anticipar cómo será el mundo a la salida de la pandemia, pero seguramente ya no será el mismo del verano pasado. En todo caso, y aun a riesgo de parecer ingenuo, creo que estamos ante una posible oportunidad para la transformación progresista a escala planetaria. Momentos como este, de disrupción generalizada, que se aprovecha de la fuerte interconexión global, llaman a la imperiosa necesidad de globalizar la política y la democracia, de construir instancias democráticas transnacionales, capaces de coordinar y conducir aspectos de la humanidad que ya serán, sin vuelta atrás posible, de carácter global, más allá de cualquier frontera. Desde las políticas sanitarias hasta los movimientos especulativos de capital, desde el despliegue de las cadenas de producción hasta las emisiones de gases contaminantes. Esto sólo podrá hacerse de la mano de una revalorización de los estados, en escalas locales, nacionales y globales, y dándoles nuevas herramientas en la conducción del desarrollo. Pero nada está escrito, y la posibilidad de avanzar en ese sentido, o hacia una consolidación de un mundo cerrado, autoritario y xenófobo, dependerá de nuestra comprensión del momento y de nuestra capacidad de acción.
El autor agradece los valiosos comentarios aportados en la discusión de este artículo por Germán Deagosto y el grupo Jueves.