“Hasta que no se descubre que los altos ingresos individuales no bastan para inmunizar al conjunto de la humanidad del cólera [...] la sociedad no comienza [...] a tomar medidas colectivas para proveer aquellas necesidades que ningún individuo común, aunque trabajase extraordinariamente durante toda su vida, podría satisfacer por sí solo”. RH Tawney, Equality, 1952.
El historiador británico Richard Henry Tawney lanzó esta idea al mundo en pleno auge de la discusión política en torno a la constitución de las bases del Estado de bienestar en las economías capitalistas. Ahora, la crisis sanitaria a escala global, y sus consecuencias económicas, han vuelto a poner sobre la mesa algunas de las cuestiones que parecían dormidas tras la aparente recuperación económica iniciada en 2014.
Los parámetros esenciales que soportan el modelo económico neoliberal sobrevivieron a la Gran Recesión de 2008, pese a que la mayor parte de sus recetas económicas habían quedado desacreditadas por las evidencias empíricas y por la propia experiencia histórica, en la que ha quedado reflejado cómo las políticas económicas neoliberales, unidas a la globalización, han acelerado la desigualdad económica y el malestar social.
En su último libro (Contra los zombis, Crítica, 2020), el premio nobel de economía 2008, Paul Krugman, argumenta en contra de las políticas económicas neoliberales. Sostiene que, superada la crisis, las principales economías mundiales han ido retornando al dogma de la sacralización del “infalible dios mercado”, rechazando la intervención pública y la pertinente acción del gobierno en los desequilibrios estructurales a los que tiende el mercado de forma natural. Y aunque la evidencia histórica demuestra que la intervención estatal fue una palanca de estabilidad y crecimiento económico tras la Segunda Guerra Mundial, todavía hoy sufre el ataque de los economistas ortodoxos que aborrecen el keynesianismo y sus “cuentos de hadas”.
Los parámetros esenciales que soportan el modelo económico neoliberal sobrevivieron a la Gran Recesión de 2008, pese a que la mayor parte de sus recetas económicas habían quedado desacreditadas.
Krugman llama en su libro “ideas zombis” a una serie de pensamientos y teorías económicas que están muertas, que ya lo estaban en la década de 1930, cuando la Gran Depresión estuvo a punto de destruir la economía y la sociedad capitalista occidental, y las principales naciones industriales se enfrascaron en una guerra devastadora en todos los sentidos. Las ideas liberales sobre la bondad y la eficiencia infalible de los mercados que impulsaron el cataclismo de los años 30 siguen arrastrándose, como zombis, gracias a la generosa contribución de poderosos donantes a laboratorios de ideas, publicaciones de prestigio y medios de comunicación de masas que modulan la opinión pública.
Nace el Estado de bienestar
Recordemos ahora las palabras del presidente Franklin D Roosevelt durante su segundo discurso de investidura, en 1937: “El interés propio, egoísta, suponía una mala moral; ahora sabemos que también era una mala economía”.
El keynesianismo orientó el desarrollo institucional de la mayor parte de los países capitalistas tras la Segunda Guerra Mundial. Como compensación por el esfuerzo durante la guerra, así como a modo de prevención y vacuna política frente al comunismo presente en el corazón de Europa y Extremo Oriente, se multiplicaron las estrategias fiscales redistributivas, engordando las filas de una creciente clase media patrimonial y, además, reforzando todo tipo de políticas públicas que consolidaron el que quizá sea uno de los mayores éxitos sociales del siglo XX: la creación y el desarrollo del Estado de bienestar.
El Estado de bienestar se elevó sobre las bases de una fuerte fiscalidad progresiva, con topes marginales para las rentas más altas, es decir 10% de la población, cercanos a 90% en países como Reino Unido o Estados Unidos durante cuatro décadas. A ellos se agregaron impuestos elevados sobre las mayores herencias, donaciones y otras transmisiones patrimoniales.
La fiscalidad progresiva, el control sobre los mercados de capital, las mayores transferencias de rentas sociales y un mayor equilibrio en las relaciones laborales no ocasionan ningún tipo de impacto negativo en la generación de ritmos de crecimiento económico sostenidos. Con el Estado de bienestar también crecía la productividad del trabajo, mientras que las desigualdades sociales se reducían (los casos de Suecia y Alemania son especialmente interesantes). Este modelo de sociedad se fundamentó en las políticas keynesianas, en lo que se conoce como el “contrato social de posguerra”.
A modo de recordatorio, John Maynard Keynes no era ningún socialista. Todo lo contrario. Sin embargo, era consciente de los desmanes que había provocado la ausencia de regulación y, de forma más específica, la inconsistencia de las políticas públicas para contrarrestar las crisis económicas y las recesiones.
Tampoco eran bolcheviques las élites económicas de la época, que preferían una alta tributación a la expropiación absoluta que podía llegar de la mano de una revolución comunista, como había sucedido en la década de 1920. Además, la receta ortodoxa no ponía freno a coyunturas críticas extraordinarias, como quedó demostrado durante la Gran Depresión.
La teoría económica planteada por Keynes a raíz de la Gran Depresión de los años 30 hacía necesaria la intervención del Estado en la economía. La clave estaba en las políticas de estímulo desde el lado de la demanda, inyectando toda la liquidez que fuese necesaria para revertir los ciclos depresivos. Esto podía hacerse o bien mediante el empleo de la política fiscal, o a través del recurso de la emisión estratégica de deuda pública. El objetivo eran la reactivación económica y el descenso del galopante desempleo.
Keynes falleció en 1946 y no pudo ver la puesta en práctica de su teoría, pero gracias a ella durante casi cuatro décadas apenas se produjeron recesiones de relevancia en la economía occidental. Sería la inflación lo que enterrase al keynesianismo (o eso creían muchos hasta hace unas semanas).
El crecimiento descontrolado de la inflación, tras los shocks petroleros de la década de 1970, fue aprovechado por algunos intelectuales y economistas para teorizar sobre la incapacidad del modelo keynesiano para revertir la situación.
Al estancamiento económico y la inflación (estanflación) se añadió el crecimiento exponencial del desempleo, conformando un cóctel explosivo que, además, puso contra las cuerdas a los estados desde el punto de vista del déficit público.
Algunos observadores pensaban que si el Estado seguía inyectando dinero en la economía, la inflación provocaría una catástrofe similar a la de Alemania en la década de 1920. Se aludía además al hecho de que la inflación descontrolada destruía el valor de la riqueza monetaria, ¡especialmente la de aquellos que tenían mucha riqueza acumulada!
El déficit público era otra bestia negra a batir, dada su presumible influencia en la elevación del coste del endeudamiento privado, generando en consecuencia mayores dificultades para la financiación empresarial.
“Hay que liberar al toro”
La solución que encontraron algunos monetaristas como Milton Friedman se centraba en el abandono progresivo de la teoría keynesiana. Para contener la inflación, nada mejor que una buena dosis de disciplina fiscal por parte de los estados y, por supuesto, una subida radical de los tipos de interés, reduciendo la oferta monetaria disponible y el despilfarro irresponsable por parte de bancos y gobiernos. A ello se añadía una rebaja generalizada de los impuestos a las rentas más altas, para que esos recursos se “invirtiesen” en la economía real, con la eficiencia que el Estado era incapaz de ejercer. En palabras del presidente Ronald Reagan, era necesario “liberar al toro”.
Efectivamente, en Estados Unidos se detuvo el proceso inflacionista a comienzos de la década de 1980, generando así una recesión intensa que luego se transformó en crecimiento económico. Pero el milagro antiinflacionista se había llevado por delante a buena parte de la industria estadounidense, a sus trabajadores y, cómo no, a los sindicatos. La competitividad se convirtió en el nuevo dogma de la ortodoxia, impulsando la deslocalización industrial y la destrucción del sector secundario, amparado en la progresiva liberalización de los mercados de capitales.
Así dio comienzo un proceso que llevaría a un cambio en las estructuras económicas a nivel internacional. Al keynesianismo se lo enterró por “incapaz”, y volvieron a retomarse las políticas de reducción de la intervención estatal en el ciclo económico. El Consenso de Washington insistió en la necesidad de liberalizar la economía y avanzar en la desregulación en todos los campos en los que fuese posible, para optimizar los recursos disponibles. En ese momento la economía socialista estaba desmoronándose, y acabó por colapsar a comienzos de la década de 1990. Algunos intelectuales anunciaron el fin de la historia, en irónica referencia a la filosofía marxista.
2008, el regreso de la “mala economía”
Con la Gran Recesión de 2008, y tras varios avisos previos a comienzos de la década de 2000, el modelo económico liberal volvió a colapsar. Aquella “mala economía” a la que aludía el presidente Roosevelt en 1937 había vuelto a hacer de las suyas. Los mercados financieros globalizados provocaron una crisis de dimensiones extraordinarias, con efectos de arrastre dramáticos en términos de destrucción de puestos de trabajo y extensión de la desigualdad y la pobreza.
Durante esa coyuntura, pareció por un momento que el capitalismo liberal iba a experimentar un proceso de transformación, a merced a las inyecciones milmillonarias de los estados para salvaguardar a las instituciones financieras y evitar el derrumbe total.
Pero, pese a todo lo vivido hace apenas una década, la disciplina de la ortodoxia económica dominante ha seguido orientando las políticas públicas, especialmente en lo relativo a la fiscalidad y la redistribución de las rentas.
Cuando Barack Obama y Nicolas Sarkozy se reunieron para refundar el capitalismo, a muchos todo aquello nos pareció una buena idea. Al menos se reconocían los errores cometidos en las últimas décadas, y se pretendía volver a la senda de la consistencia racional. Nada que ver con la realidad. Tras la recuperación, cuando volvió a subir la marea del crecimiento económico, los botes no subieron a la misma vez, como defendían los liberales más recalcitrantes. Las teorías de la filtración económica se han demostrado equivocadas en cuanto a la distribución progresiva del crecimiento económico sin intervención estatal.
Las evidencias científicas y los análisis de instituciones internacionales señalan que la desigualdad económica tras la Gran Recesión se ha elevado sustancialmente a nivel internacional, mientras que se sigue poniendo trabas a los incrementos en la presión fiscal sobre las rentas más altas.
Autores especializados en el estudio de la desigualdad, como Thomas Piketty y Emmanuel Saez, han demostrado de forma empírica cómo la distribución del crecimiento acumulado desde 1980 ha beneficiado especialmente a las élites económicas, es decir, a 1% (e incluso a 0,1%) de las mayores rentas a nivel mundial. Élites que financian campañas políticas y potencian la generación de estados de opinión –incluso académicos– favorables a este tipo de políticas económicas, generadoras de desigualdad.
Las evidencias científicas y los análisis de instituciones internacionales (por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) señalan que la desigualdad económica tras la Gran Recesión se ha elevado sustancialmente a nivel internacional, mientras que se sigue poniendo trabas a los incrementos en la presión fiscal sobre las rentas más altas (incluyendo los siempre controvertidos impuestos sobre donaciones y transmisiones patrimoniales que, en general, afectan especialmente a los mayores patrimonios).
Resulta evidente además que la ausencia de coordinación internacional y la competencia fiscal entre estados –e incluso entre comunidades autónomas o regiones– dificultan cualquier iniciativa particular a escala estatal.
2020, ¿vuelve el keynesianismo?
Y entonces, a principios de este año, comenzaron a llegar de China, el país más poblado del mundo, noticias preocupantes sobre la propagación de un virus hasta entonces desconocido.
Desde ese momento, la infección se ha ido extendiendo de forma rápida y sostenida, en la medida en que la globalización no sólo ha integrado los mercados financieros, sino que nos coloca en cuestión de horas en la otra punta del mundo.
El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud estableció que el brote de Covid-19 había adquirido la condición de pandemia. Las cifras de fallecidos en países como Italia o España alcanzan cotas trágicamente altas, y los contagios se multiplican por todos los países del mundo, amenazando con el colapso de los servicios sanitarios públicos. El impacto social de la crisis en países con peores redes sanitarias públicas puede ser catastrófico. El shock económico y social en los próximos meses se antoja dantesco.
Frente a esta situación extraordinaria, la intervención de los gobiernos y la inyección masiva de liquidez en la economía emergen como la única receta posible.
En este caso, el consenso es generalizado entre todos los economistas y representantes institucionales, por muy liberales ortodoxos que sean. Se reconoce de forma indisimulada que las políticas de tipo keynesiano serán necesarias para revertir la situación económica, pero no se atreven a dar un paso más, a asumir que las teorías económicas zombis que se han aplicado desde los años 80 han generado inestabilidad, desigualdad y una tendencia cada vez más frecuente a la aparición de ciclos económicos contractivos, incluso si la crisis actual no se corresponde con elementos tradicionales vinculados al ciclo económico.
Esta coyuntura es crítica y merece la aplicación de medidas extraordinarias, e incluso adquiere la categoría de “economía de guerra”. Se plantean medidas como la reestatalización de industrias estratégicas o la intervención de centros sanitarios privados, a los que, por otra parte, en los últimos años se han derivado transferencias en detrimento del sistema sanitario público. Muchos criterios que sustentaban ideológicamente el funcionamiento infalible de los mercados y la sociedad propietarista vuelven a ponerse en duda a la hora de atajar una crisis estructural de envergadura.
De nuevo, el neoliberalismo puede haberse quedado sin argumentos teóricos para revertir la situación crítica que se aproxima. Así como la inflación descontrolada y el déficit público de la década de 1970 golpearon al keynesianismo, el Covid-19 puede golpear las teorías económicas zombis, especialmente en lo que refiere a reconocer que, para asegurar el bienestar de las mayorías, es esencial la intervención del sector público.
Si al keynesianismo lo suprimió intelectualmente la inflación, el movimiento neoliberal podría sufrir la misma suerte a causa de este virus. O no.
Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation. Daniel Castillo Hidalgo es profesor de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.