La ley de urgente consideración (LUC), con sus 502 artículos, tendrá aprobación al menos tácita 90 días después de que el presidente Luis Lacalle Pou decida su envío formal al Poder Legislativo. Tal como establece la Constitución (artículo 168, inciso 7), si el Parlamento no la rechaza o aprueba con modificaciones, en ese plazo el proyecto enviado por el Poder Ejecutivo quedará aprobado de hecho. Lacalle dijo el 9 de abril que lo enviará “en unos días”. No será un obstáculo que no pueda ser debidamente tratado en comisión y en las sesiones de cada cámara legislativa. La cuarentena impedirá su discusión formal, y el reglamento legislativo indica que es necesaria una mayoría especial para modificarlo de manera de habilitar su teletratamiento, algo que reclamaría una mayoría especial y, por tanto, los harto improbables votos del Frente Amplio.

El proyecto, firmado por todos los muchos integrantes de la coalición de gobierno (cuyos votos, entonces, están comprometidos), ha sido distribuido para “adelantar” su discusión, que se realizará fundamentalmente en la arena política, y no en el ámbito específicamente parlamentario, dada la ausencia de condiciones para ello, y el intercambio que asoma es el de asentar posiciones políticas sin lograr modificaciones al texto. “Adelantar” la discusión es provocar que el tema domine el escenario, y eso es premeditado.

La inminente ley, así, es un misil que no admite discusión real que rompe el clima de entendimiento, consenso y solidaridad que el pueblo uruguayo construyó y venía tejiendo bellamente desde la sociedad civil para enfrentar la pandemia, y que devuelve a la política el protagonismo que tuvo hasta el 13 de marzo, cuando se decretó la emergencia sanitaria, sólo que con rasgos más duros.

Con hechos, el gobierno está declarando que poco le importa ese clima de unidad nacional y mucho le importa una ley en la que está la urdimbre política y filosófica con que expresa su aspiración fundacional de una nueva era. En su última conferencia de prensa Lacalle tuvo a su derecha al director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, Isaac Alfie, cuya presencia justificó refiriéndose varias veces a él como Lito, una familiaridad con la que lo declaró integrante de su círculo áulico. La recesión es inevitable y el ajuste es inevitable, ha dicho Alfie, y él, un cruzado con alegada experiencia en estas lides, es el hombre para el timón de la gesta.

La LUC se propone corregir lo que este gobierno entiende fue el error de la gestión de Mauricio Macri al frente de Argentina: el gradualismo. Será la imposición de una política de shock, diga lo que diga la oposición; al dar a conocer la LUC, Lacalle quemó sus naves y ya no hay marcha atrás.

Por qué la LUC se presenta ahora y no después es una materia que habilita conjeturas. La obvia es que en tiempos de cuarentena, la reacción ciudadana a los cambios en 30 políticas públicas tendrá muchos menos decibeles que los que provocaría la mucha labor posible de la conjunción política y social que se empezaba a construir, arracimando las oposiciones, y que se expresaría en actos, manifestaciones y una unidad de propósitos que hasta podría facilitar un referéndum contra la ley. Otra razón es que el lunes vence el plazo para comunicar a UPM la suspensión de la obra por razones de fuerza mayor, como es una pandemia (cláusula 7 del contrato). Pero, puestos a discusión ambos temas, la LUC se impone con prioridad en el debate público.

Pero hay más. De lo poco que dijo Lito Alfie hay un concepto a examinar: “Tenemos ventajas respecto de Europa, lo que nos da tiempo para estudiar mejoras”. Esto expresa que el análisis epidemiológico en el que se basa le dice que lo peor ya pasó; así lo sugiere también, por ejemplo, la anunciada reanudación de clases en escuelas rurales, que le da actualidad a la idea de que hay un fin a la vista para el calvario. Esto va en contra de mucha y fundada opinión científica y de diversas experiencias (entre ellas la del vecino Brasil, con la mecha prendida de la negligencia con que su presidente trata el tema de la covid-19), que afirma que lo peor está en verdad por venir. Lo cierto es que, como en la época feudal, estamos encerrados en nuestro castillito, sitiados por la horda de virus, y no habrá solución real hasta que un medicamento contenga la enfermedad en cada persona o se llegue a la vacuna.

De este castillito sitiado, el gobierno quiere que Uruguay salte a la nueva modernidad que plantea, por ejemplo, Henry Kissinger en su texto de The Wall Street Journal del 3 de abril: esta pandemia alterará para siempre el orden mundial, pues es más compleja que la crisis económica de 2008, por provocar una contracción más veloz y más global. Como Kissinger, este gobierno quiere avanzar a un programa de colaboración global, pero lo hace sin abordar las necesidades del momento. La tranquilidad que se propuso transmitir Lacalle en conferencia de prensa sobre la sobrada capacidad sanitaria del país para enfrentar la pandemia expresó ese salto al vacío, en un país que tuvo que unir a la Administración de los Servicios de Salud del Estado, el Institut Pasteur y a Universidad de la República para poder procesar test de detección de covid-19, y en el que es un problema fabricar hisopos.