Están pasando cosas. La Justicia investiga la suma de casos de explotación sexual de menores más grande que conoce la historia uruguaya. Un conjunto importante de varones privilegiados están siendo sometidos a la Justicia por explotar adolescentes. Ya cayeron 32 y probablemente caigan más. Todos comparten perfil: son varones mayores privilegiados que buscaron decididamente adolescentes y usaron su lugar de poder –su dinero– para explotarlas.

Comparten también estrategia defensiva y destacados penalistas. El argumento central en estos casos, tan infaltable como inválido: “No sabía que era menor”. Los abogados circulan en medios contando cómo sus clientes fueron seducidos y engañados.

Uno de los imputados se animó a ir por más, y el domingo 23 dio una entrevista al diario El País, el periódico de mayor circulación a nivel nacional. Fue la nota más leída el domingo y el lunes. Nicolás Chirico dejó clara la línea de la estrategia de su defensa: no fue su culpa, lo buscaron, era un buen tipo al que las pendejas le caían, y como caían en su casa tan entrada la mañana les compraba bizcochos. Y él, con una actitud paternal, porque de hecho paterna a una adolescente de prácticamente la misma edad, a la que expone en la misma nota, las esperaba con el desayuno. Después se las cogía.

Comparte similitudes con el “Fallo Cindor”, la estrategia discursiva de la defensa de los femicidas de Lucía Pérez, una mujer argentina muy joven que fue violada y asesinada. En un momento del proceso, sólo recayó sobre los responsables el delito de tenencia y venta de estupefacientes, pero se dejó de lado la violencia de género ejercida contra Lucía, “dadas las circunstancias del contexto”. Esto fue así, justamente, porque la defensa planteó que como para el encuentro habían comprado facturas y Cindor –bizcochos y chocolatada– no había intención de violación y femicidio. Pero los hechos son claros: comieron los bizcochos, tomaron la chocolatada, la violaron y la mataron. La ingesta de alimentos conjunta no atenúa el delito.

Como si preparar un desayuno, tener hijos o compartir vida no fuera parte estructurante de la mayoría de los casos de violencia de género. La línea común es la preexistencia de un vínculo. Y más aún en los delitos de género más complejos, como son los abusos intrafamiliares y los femicidios. Es probable que gran parte de los femicidas hayan pasado horas compartiendo ilusiones y eligiendo en conjunto el nombre de las hijas e hijos a los que tiempo después dejarían sin madre. Eso no los exime del delito. El vínculo no es atenuante; por el contrario, es agravante.

La estrategia de las defensas en la Operación Océano es clara: humanizar al victimario y volver el juicio contra la víctima: “Las menores tenían claro lo que hacían”. Como hicieron con Lucía Pérez, que tan decididamente estaba ahí, igual que las adolescentes que tan decididamente visitaban a Chirico en su apartamento.

Pero hay algo que los defensores tienen claro: aunque la cuenten como quieran, el delito se configura igual. Y el delito es claro: es explotación sexual de menores. La explotación sexual se configura cuando una persona o un grupo de personas involucra a niñas, niños o adolescentes en actos sexuales para satisfacción propia o de otras personas a cambio de cualquier tipo de beneficio, dinero, especias, protección, regalos.

Cuando la persona tiene menos de 18 años siempre es explotación sexual. Y es un delito. No importa “lo buena que estaba la pendeja”, “lo madura que parecía” ni las ganas que, según quienes las explotan, tenían las menores de que se las cogieran a cambio de plata. Tampoco es argumento el desconocimiento de la edad ni la cédula falsa. De nuevo: “No sabía que era menor” no es excusa.

Se puede hablar de trabajo sexual o de prostitución a partir de los 18 años. La mayoría de edad como límite para definir este delito no es un capricho: ese criterio está basado en décadas de trabajo sobre el tema, acuerdos internacionales, el Código de la Niñez y la Adolescencia y otros mecanismos de protección de niñas, niños y adolescentes.

El debate entre la regulación y el abolicionismo se puede abrir a partir de esa edad. Pero antes de los 18 años no hay debate posible, por más que intenten instalarlo en agenda como estrategia defensiva. Hay debates que hay que elegir cuándo darlos, para no terminar siendo funcional a quienes quieren desviar el foco: estamos ante la mayor causa de explotación sexual de menores de la historia.

En el medio de este momento histórico irrumpen campañas espontáneas en las redes sociales que evidencian las distintas formas de violencia de género que atraviesan las mujeres. #MeLoDijeronEnLaFmed y #VaronesCarnaval fueron las pioneras y dejaron de manifiesto las violencias en ámbitos de poder masculinizados como son la salud y el Carnaval. Con el devenir de los días se transformaron y seguirán haciéndolo en #MeLoDijeronEn(todos los lugares posibles) y #Varones(de todos los espacios posibles). Porque es así: las relaciones de género están basadas en la dominación de unos sobre otras, y eso forja todos los vínculos y se extiende en todos los ámbitos.

Muchos de los planteos que aparecen en estas expresiones son delitos. Otros relatos no configuran delitos, sino que refieren a formas basadas en la dominación y la violencia para establecer vínculos sexoafectivos –momentáneos y duraderos–.

Cuando hablamos de la “cultura de la violación” no hacemos referencia exclusivamente a los delitos que se configuran cuando efectivamente se comete un delito sexual, sino al conjunto de conductas que hacen a las relaciones de poder y configuración de la vinculación entre géneros.

Este movimiento es un despertar colectivo. Hoy muchas mujeres encuentran en este sistema una forma de decir “hasta acá llegamos”, “estas cosas que nos pasaron estuvieron mal”. Son una forma de decir que muchas de las situaciones que muchas atravesamos en nuestra trayectoria sexoafectiva jodió y lesionó; a veces muy fuerte. Son experiencias individuales que se transforman en vivencias colectivas, porque gran parte de lo que se cuenta en esas historias supimos vivirlo. Y parte de este tiempo de cambio es visibilizarlo para problematizarlo, para que se sepa que no vale todo y para que encontremos mejores formas de vincularnos.

También hay que entenderlo como lo que es, con sus limitaciones de forma, sin pedirle más a la herramienta que lo que la herramienta puede dar. Este es un formato sumamente operable, y, como ya se comprobó, empezaron a aparecer perfiles para recibir denuncias con otras intenciones.

Tampoco hay que creer que la irrupción viral sin militancia genera un cambio. Todo pasa. Y pasa muy rápido. Una vez que explota la bomba, hay que ver cómo sostener su efecto expansivo.

Algunas de las denuncias van a tener tratamiento judicial. En otro movimiento histórico, la Fiscalía puso su institucionalidad a disposición: hubo un posicionamiento público, está actuando de oficio y abrió una línea telefónica especializada las 24 horas para recibir denuncias.

Otras expresiones no llegarán a la Justicia, porque de hecho no tienen que hacerlo, porque no configuran delitos. Hay conductas reprochables, mas no punibles. No todos los conflictos son judicializables ni deben serlo. La judicialización de la vida no es la panacea.

Tenemos una oportunidad pedagógica por delante, no la obviemos. La lógica no puede ser de escrache y castigo sin garantías. Porque cuando no hay garantías hay riesgos y daños para las víctimas y para los ofensores. No hay que caer en la lógica punitiva que tanto criticamos.

Hubo quienes no perdieron la oportunidad de intentar trasladar esto a la contienda político-partidaria partiendo de una falsa hipótesis: “El relato progresista se cae porque aparecen ofensores de género de izquierda”. No hay ninguna novedad: lo zurdo no quita lo macho.

Ofensores de género hay de izquierda y de derecha. Si hay algo que los feminismos no han tenido es la necedad de poner lo político-partidario por delante. Las feministas no se tienen por qué hacer cargo de la caída de las caretas militantes contra las que muchas batallan en sus propias internas día a día.

A veces el silencio se rompe como se puede. Tenemos los abusos tan naturalizados que muchas veces cuesta identificarlos. Y duele ver que fuiste parte, que te sometieron, que te violentaron. Y hay que saber que hablar implica bancar los costos.

Los cambios no se forjan pidiendo permiso. A veces las irrupciones son necesarias. Les va a joder; más a los que se mandaron cagadas; más a los que quieren que estas cosas no cambien. Va a haber severos intentos de moldear a quienes hoy hablan, a quienes callaron tanto porque las condiciones no estaban dadas. También hay un riesgo latente de que operen sobre estos movimientos para deslegitimarlos. De hecho, ya lo están haciendo.

Trascender el escrache y no querer instalar una justicia alternativa es parte del desafío que tenemos por delante. No se trata de cambiar una violencia por otra ni de instalar lógicas que no se propongan ser superadoras de lo que queremos cambiar.

Esto va mucho más allá de juzgar y castigar. Se trata de sanar. De leerse en esas historias, de un lado y de otro. De identificarse e interpelarse. De revisarse. De encarar otras formas de relacionamiento. De construir vínculos sanos que nos permitan vivir con menos violencia. No hacen falta disculpas nebulosas a destinatarias inciertas, hace falta revisión y cambio de prácticas.

Reaccionarios van a sobrar. Pero hay cosas que no tienen vuelta atrás. Hay algo que es cada vez más real: no contarán con la complicidad de nuestro silencio nunca más. Y sí, va a doler.