El mundo ha cambiado con la pandemia y Latinoamérica no escapa de eso. La evidencia queda de manifiesto si se analizan las políticas desarrolladas por los diferentes países y sus respectivos esfuerzos fiscales extraordinarios. Así fue reconocido por la propia Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en su informe del 15 de julio de 2020. Ese organismo fue claro a la hora de establecer que Uruguay destinaba apenas 0,7% de su PIB a afrontar esa coyuntura, cuando el promedio de Latinoamérica era de 3,9%.
Uruguay aparece en el informe en la última posición del ranking, como el país que menos recursos ha destinado para combatir los embates sanitarios y económicos provocados por la pandemia. Los números ponen en evidencia que el gobierno uruguayo ha destinado muy pocos recursos para afrontar la coyuntura derivada de la pandemia. Pero el propio informe reconoce en su reedición que Uruguay tenía una serie de fortalezas económicas y sociales que lo colocaban en una posición favorable ante los desafíos emergentes de la pandemia. El informe destaca que las Asignaciones Familiares (Plan de Equidad) cubren alrededor de 11% de la población con un gasto de 0,33% del PIB y la Tarjeta Uruguay Social cubre alrededor de 12% de la población con un gasto de 0,15% del PIB.
Todo esto es cierto y vuelve evidentes los esfuerzos que el país ha hecho desde hace décadas para mejorar la calidad de vida de las personas más vulnerables. Ahí están nuestras fortalezas y debemos sentirnos orgullosos, pero esto no implica que debamos conformarnos. Por eso no se entienden las reacciones de enojo por parte del presidente Luis Lacalle Pou, cuando lo único que hizo la CEPAL fue trasparentar una realidad, la cual tampoco era demasiado novedosa, ya que la habíamos denunciado hace meses. Los números son números y no mienten, apenas dan testimonio de lo que sucede.
El presidente debería asumir que tal vez no se están destinando suficientes recursos para combatir los efectos adversos de la pandemia. Sobre todo, aquellos que tienen impacto directo en la economía, que es el aspecto en que nuestro país más la ha sufrido. Allí está gran parte del problema que debemos enfrentar. Debemos pensar en la reactivación económica, pero también realizar los esfuerzos fiscales necesarios para ayudar a quienes peor la están pasando. Eso sin duda ha quedado en el debe, o por lo menos ha sido insuficiente.
Analicemos los números de la CEPAL. Por ejemplo, mientras Uruguay destina 0,7% de su PIB para mitigar los efectos sociales y económicos de la pandemia, Chile destina 5,7%. Es cierto que desde el punto de vista sanitario la pandemia ha afectado más a Chile que a Uruguay; los chilenos tuvieron que tomar medidas mucho más profundas en materia de prevención, e incluso adoptaron la cuarentena obligatoria para impedir los contagios. Sin embargo, en materia de desempleo, el aumento ha ocurrido en ambos países, situándose en 12,2% en Chile y en 10,1% en nuestro país.
Por tanto, es innegable que Chile debe destinar más recursos que Uruguay, pero lo que no parece demasiado lógico es la proporción de uno respecto del otro. La realidad indica que Uruguay destina una octava parte de lo que destina Chile, una cantidad que se encuentra muy por debajo de lo mínimo aceptable. Probablemente, en un futuro no muy lejano afrontaremos las consecuencias de esta política errática.
Sin perjuicio de esto, no parece razonable que el presidente cuestione el trabajo de la CEPAL, más aún cuando este organismo se basó en números oficiales para elaborar su informe. Negar una foto de la realidad o “pegarles a los números” a lo único que lleva es a cerrar los ojos ante el problema, sin asumir la realidad o el costo de las decisiones. Se transita así por la senda contraria de un mundo que apuesta a la recuperación a través de los esfuerzos fiscales y de una mayor presencia estatal.
El mundo ha cambiado, y esos cambios van más allá de la coyuntura. Tal vez la pandemia sólo haya agudizado un fenómeno que ya existía: el de un mundo mucho más cerrado y proteccionista. Este fenómeno se ha incrementado en los últimos años y marca un agudizamiento de la crisis del multilateralismo. Como sabemos, los sistemas multilaterales de cooperación tuvieron su auge y su expansión luego de la Segunda Guerra Mundial. Los países lograron acuerdos y tomaron decisiones ante los riesgos del orden internacional que dejaba la guerra y se crearon organizaciones para promover la gobernanza, la paz y la seguridad global.
Ese proceso llevó a la cooperación entre países, a la integración económica, se avanzó hacia un nuevo reordenamiento geopolítico y se lograron acuerdos que condujeron a la creación de las Naciones Unidas y a la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre otros hitos. A su vez, los acuerdos de Bretton Woods de 1944 fueron la base para la creación del multilateralismo en materia comercial (primero con el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio y después con la Organización Mundial del Comercio).
Pero en los últimos años este modelo fue entrando en crisis. Muy especialmente durante la presidencia de Donald Trump, el multilateralismo siguió perdiendo terreno en un mundo que se fue cerrando cada vez más. Paradójicamente, este enfoque proteccionista es el opuesto al que adoptó Estados Unidos para construir los acuerdos comerciales y los organismos multilaterales en la mitad de siglo pasado. La potencia que lideró estos cambios ya no cree en los organismos internacionales. Por otra parte, estamos ante la presencia de un continente asiático pujante, con China a la cabeza, que promueve la apertura comercial, pero con un Estado interventor y regulador.
La crisis sanitaria y económica ha derrumbado mercados y está reubicando a los estados en un lugar preponderante. Son los estados los que hoy tienen la palabra para salir de la crisis. La secretaria ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcenas, plantea que “la pandemia provocada por el coronavirus ha evidenciado los problemas estructurales del modelo de desarrollo en la región, entre ellos, la mercantilización y la fragmentación de los sistemas de salud, la gran desigualdad que afecta a las mujeres y los pueblos indígenas, el alto grado de urbanización que ha potenciado los contagios en los barrios más vulnerables, una alta informalidad laboral, que alcanza a 54% de los trabajadores, además de frágiles sistemas de protección social y un débil multilateralismo con crecientes tensiones sociales”.
Por tanto, el desafío que tenemos es inmenso y para afrontarlo resulta fundamental entender el mundo en el que estamos inmersos. Los cambios ocurridos en los últimos tiempos, sumados a las vicisitudes de la pandemia, lo hacen todavía más complejo. Una economía como la nuestra no sólo deberá tejer alianzas regionales, sino fortalecer los vínculos con ciertos organismos internacionales que serán clave en los tiempos venideros, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Estaremos ante una región que demandará el acceso al crédito, que será fundamental para la reconstrucción de las economías durante la pospandemia.
Por eso no se entiende tampoco la política que se está desarrollando a nivel internacional, promoviendo al candidato de Estados Unidos al BID, quebrando la estrategia latinoamericana que se han planteado otros países de la región, apostando al menos a postergar su elección. Esta postura, sumada a las poco felices declaraciones respecto de la CEPAL, parecieran estar marcando el rumbo de una política diplomática errática. El mundo que se viene necesita de políticas de Estado, pensadas y seguras, que puedan garantizarnos, más temprano que tarde, una pronta recuperación, retomando la senda del crecimiento. Ojalá así sea, pero para eso se necesita cambiar la pisada.