En la institución militar arraiga un acendrado sentido del honor; contradictoriamente, no tiene héroes ni relatos épicos a invocar en democracia. Quedaron lejos en el tiempo los ejemplos del pionero Tydeo Larre Borges o la hazaña del “alférez Cámpora”. Los héroes ya no son de carne y hueso sino de bronce, mitos del origen de la Patria, caudillos y batallas históricas, que se unifican en el culto al prócer, José Gervasio Artigas, como fundador de la nacionalidad.

El honor militar está ligado originalmente al honor de la caballería y el caballero, la guerra y el guerrero, y a un prototipo de héroe homérico. Las situaciones de paz y los “buenos modales” democráticos neutralizan el ideal épico, y transfieren el honor del campo de batalla al orgullo de vestir el uniforme, al juramento de fidelidad a los símbolos patrios, a la lealtad y el espíritu de cuerpo, al vitorear del compromiso social (atender ollas populares, refugios en cuarteles) o al cumplir funciones policiales en el país y el exterior (contra el abigeato en fronteras, guardia perimetral en cárceles, el orden público en misiones de paz). Todas acciones necesarias que resaltan un prototipo de sacrificio cotidiano radicado en la tropa pero alejado del Campo de Marte.

La década de los años 60 del siglo pasado (y principios de los 70) fue muy distinta. El honor se constituyó en un valor estructurador de identidades y culturas ligadas al carácter épico del período histórico. Matar o morir devino objeto de la política, y ello no solamente difuminó el límite entre la vida y la muerte, sino que posibilitó que el Estado social uruguayo, devenido autoritario, reivindicara como parte de la soberanía interna aquella potestad de los monarcas absolutos: el derecho a la vida de sus conciudadanos.

La exacerbación de la honra y el culto de la acción directa fueron acompañados por una alta moralización de las conductas personales e institucionales que permitieran diferenciar entre amigos y enemigos, héroes y cobardes, comprometidos y pancistas. El brillo del honor y los actos de valentía encandilaron la oscuridad de las conductas deshonrosas, sin distinguir estamentos: los empresarios implicados en ilícitos económicos deshonraron la probidad del comerciante; la corrupción política deshonró la función de servicio y la palabra pública. La “infidencia” como conducta desleal fue la metáfora que atravesó la época.

Muchos sujetos del honor en la izquierda también forjaron su identidad en la épica de la guerra; se tomó prestado de la organización y la simbología militar una parte de sus referencias y metáforas más usadas: militar-militancia, los “fierros”, los “cuadros” como los oficiales del movimiento popular, el “estado mayor” del partido, el “destacamento avanzado”.

Los políticos primero se injuriaban, y ofendidos se batían luego a duelo, una especie de combate formalizado entre caballeros, una “guerra en miniatura” en la que los padrinos y directores del lance eran militares. Quién recuerda hoy que el futuro adalid del “cambio en paz” se batió a duelo con su correligionario, Manuel Flores Mora, y no se reconcilió. El propio Óscar Gestido pidió licencia a la Presidencia de la República para batirse a duelo.

Los militares en esa época condujeron una “guerra interna” declarada por el Estado uruguayo contra ciudadanos estigmatizados como “enemigos internos”. “A los vencedores no se les pone condiciones”, decía un gallardo general; pero esa victoria no nombra guerreros ni describe hazañas, apenas se puede invocar en democracia. Quizás, en su fuero íntimo, José Gavazzo y Gilberto Vázquez por medio de su saña descriptiva quisieron reafirmar las cualidades del guerrero-soldado para matar, recordándoselo a generales que nunca estuvieron en el “campo de batalla” ni en la lucha “cuerpo a cuerpo”.

Aquella guerra antisubversiva fue también una “guerra sucia”. La lógica bélica en su despliegue no sólo sobrepasó el límite de lo legal-ilegal, sino que traspasó los límites civilizatorios, la distinción ética entre el bien y el mal, lo humano y lo inhumano. Todo se justificó en el accionar de los institutos armados. El concepto militar de “obediencia debida” terminó por separar el contenido de la orden del imperativo ético de quien la cumple, llevando al extremo la lógica burocrática y despersonalizada de “atenerse al expediente”, que tanto horrorizó a Max Weber. El enemigo era un “irregular”, no reconocido como combatiente sino como “delincuente común”, “traidor a la patria”, “mal nacido”, degradando su estatus de persona.

Por si fuera poco, la estrategia militar consideró que el éxito en el combate a la subversión pasaba por “clandestinizar” a la institución: centros clandestinos de detención y enterramientos, tumbas NN, vuelos de la muerte, traslado ilegal de prisioneros, secuestros por detenciones, juicios sumarios, adopciones de bebés fraudulentas, comandos paraestatales, mentira institucional sistemática. Y aquellos decretos que en los años 60 reglamentaban puntillosamente el uso del uniforme militar que se debía lucir con “garbo y brillo”, con porte de “armas a la vista”, los “carnets de identificación” de los oficiales y “distintivos” de las Armas, se transformaron en el traje de paisano, la falsificación de documentos, el nombre de guerra y los seudónimos (“Óscar” para operar, “India” para interrogar).

El exacerbado sentido del honor de la corporación militar fue directamente proporcional al poder del Estado uruguayo para ejercer la violencia moral, deshonrar a las personas y sus cuerpos, la sede del honor: cuerpos fusilados, torturados, encerrados, torturados, violados, expulsados, mutilados, descabezados, apropiados. El cambio de la identidad por el buen nombre familiar, el apellido por números de presos, el epitafio sin nombres. Monopolio institucional para ultrajar, ofender, avergonzar, estigmatizar, discriminar; un sistema de violencia moral serial que integró el sistema de castigos físicos y psíquicos. El detenido-desaparecido, sin cuerpo encontrado ni sepultura a la vista, es la parábola en democracia de aquellos crímenes y deshonras de la dictadura que la ley de impunidad legó a esta sociedad, que todavía se asombra.

Álvaro Rico es docente en la Universidad de la República.