La revuelta del Capitolio permite repensar –en forma incompleta– la democracia, tema sobre el que la izquierda uruguaya se debe una reflexión más profunda.
No quería escribir una nota más sobre la coyuntura estadounidense, sino expresar la ansiedad que me provoca el deterioro de la civilidad en la principal potencia. Porque esas cosas siempre arrastran muchos muertos y en estas dimensiones, potenciales desestabilizaciones por todo el mundo.
No me preocupa tanto el dudoso intento de golpe o de presionar a los senadores republicanos que momentos antes del asalto no habían votado la impugnación de Arkansas, sino más bien el deterioro de la confianza en la convivencia democrática, que incluye las instituciones, pero sobre todo las normas no escritas.
¿Y, aplicado a Uruguay, qué podríamos aprender? He escrito que tras la dictadura la izquierda revaloró la democracia, pero se limitó a adoptar la Constitución vigente como único modelo; no existió una necesaria reflexión sobre la democracia, más allá de algunas alusiones abstractas a su dimensión social y a una promoción de la participación que no hemos sabido desarrollar.
En este artículo reflexiono sobre la democracia y el Estado, relacionando una serie de problemas distintos.
1. Una convención
¿Qué son la Constitución y la ley? Palabras escritas en algún papel. ¿Por qué son una fuerza social? Básicamente, por una convención. ¿Por qué la gente las acata? Quizá por tres razones: a) porque hay una presión del consenso social que las hace “naturales”, una ideología; b) porque hay fuerzas armadas que actúan ante el incumplimiento, la Policía, digamos, aunque se reserven como última instancia y actúen selectivamente, dejando amplias lagunas para la evasión; c) pero además –démosles crédito a los contractualistas– porque, dado el orden social existente, la gente siente –con razón o sin ella– que ese ordenamiento legal, además de obligarla, la protege.
2. Partidos y votantes
El modelo de democracia occidental surgido a partir del Parlamento británico, la Constitución estadounidense y la Revolución francesa comenzó renegando de las facciones y también temiendo los excesos de la voluntad popular. Pero pronto “la” democracia pasó a depender de los partidos precisamente para controlar mejor a los votantes. Giovanni Sartori, luego de estudiar los sistemas de partidos, terminó afirmando que estos son en general “una caja negra” difícil de penetrar por la democracia.
Luego de un siglo de invasiones a terceros países en nombre de la democracia, la Heritage Foundation, agencia ideológica de la derecha estadounidense, desarrolla ahora una millonaria campaña para explicar que Estados Unidos no es una democracia, sino una república, lo que querría decir que la mera voluntad popular es un factor que debe ser muy controlado.
3. El fair play de las élites
Sobre estas bases, se construyó la idea de poliarquía: que a la democracia no le alcanza con el voto, sino que requiere una serie de libertades, garantías y poderes distribuidos. El complemento, el aceite que permite que funcione todo ese cúmulo de consensos, es la civilizada relación entre las élites adversarias, entre cuyas funciones está la de impedir que prosperen personajes como Donald Trump.
Esta visión del papel de las élites, por supuesto, supone que los políticos profesionales integran partidos prácticamente similares, que su único interés es mantener porciones de poder y que flotan en su propia nube. Desestima, por tanto, la existencia de conflictos de intereses en la sociedad que afectan al sistema político.
4. Un pluralismo agonístico
La filósofa y politóloga belga Chantal Mouffe concibe el conflicto como inherente a lo político. En su libro En torno a lo político, afirma: “Concibo ‘lo político’ como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a ‘la política’ como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político”. Lo político es lo que hace la gente; la política, las instituciones.
A continuación introduce el término “agonismo” en lugar de “antagonismo”. El último supone que el conflicto se resuelve con la desaparición de uno de los contrincantes. El agonismo supone una voluntad de mantener en pie una arena política pluralista. Pero en esa arena deben distinguirse claramente las posiciones, la existencia de un conflicto. Si no es así –alertaba Mouffe a las socialdemocracias europeas que en los 90 habían adoptado el neoliberalismo–, surgirá un bando nuevo que concentre la resistencia a lo establecido, ya sea entre xenófobos o extremistas religiosos.
5. La estabilidad
Pese a las diferencias, es difícil no ver alguna relación entre esta visión de la arena política y la de los acuerdos interélites. Es que la existencia de partidos que respetan las normas y las buenas costumbres, si no tiene otra ventaja o no resuelve los problemas de los ciudadanos, al menos proporciona estabilidad. Pensemos en el Frente Nacional de 1958 en Colombia, acuerdo por el que liberales y conservadores se alternaron en el gobierno durante 16 años. El ejemplo negativo es el actual caos de Perú, donde no quedan casi partidos relevantes y una serie de poseedores de sellos electorales negocia con empresarios para que financien sus campañas a cambio de incluirlos en el Parlamento.
6. Democracia deliberativa
En las últimas décadas ha tomado cuerpo el concepto de “democracia deliberativa”, en la que todos tienen derecho a opinar sobre los temas que los afectan. Se han desarrollado mecanismos de consulta ciudadana a tales efectos, pero más que los mecanismos interesa la participación. Son ideas atractivas, pero por ahora es difícil que tengan un impacto decisivo en el peso de la toma de decisiones.
En general hacen hincapié en la pedagogía ciudadana. Parecería mejor pensar en que los ciudadanos adquieran experiencia política en la lucha y el ejercicio de las responsabilidades. En Uruguay se ha avanzado, aunque mencioné que nuestra izquierda no ha actualizado su concepción teórica sobre la participación. En el imaginario militante resuena una meta ideal de toda la población interesada en todos los temas de la República, ejerciendo casi un gobierno directo. Pero este será tema de otra columna.
La revuelta del Capitolio permite repensar –en forma incompleta– la democracia, tema sobre el que la izquierda uruguaya se debe una reflexión más profunda.
7. Crisis de representación
El deterioro de la fe en la política (institucional, partidaria) se manifiesta en el éxito de los populismos, que pretenden no representar, sino encarnar al pueblo en el cuerpo de un líder. Por toda Europa se han expandido en los últimos años. Y algunas crisis, como el brexit, fueron promovidas por gobiernos electos. Pero desde hace ya varias décadas el historiador francés Pierre Rosanvallón viene analizando la crisis de representación, entre otras, la desconfianza en los gobiernos y lo que llama “contrademocracia” de control y protesta.
8. La demanda insatisfecha
Vimos que, más allá del diseño institucional, la democracia y sus élites políticas pueden no dar respuesta a las necesidades de la población. En los países centrales hace muchas décadas que se acabaron los “30 años gloriosos” de posguerra, con crecimiento con mejora en la distribución. Hace un par de generaciones que saben que ganarán menos que sus padres, no más; y hace casi una década y media que dura la crisis que se acompaña por una obscena concentración de la riqueza. Y algunos buscan soluciones mágicas en un líder.
En su última columna, el economista Jeffrey Sachs sostiene que a lo largo de la historia del país bandas de blancos empobrecidos han practicado asonadas como la del Capitolio, alentados por presidentes, cada vez que se pretende adoptar una medida contra los pobres. “Lo inusual en este caso es que la turba blanca se volvió contra los políticos blancos, en vez de atacar a las personas de color que suelen ser sus víctimas”.
En un trabajo reproducido el sábado 9 en la diaria, la politóloga Yanina Welp debate contra Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, campeones de la solución del fair play entre élites que mantenga lejos no sólo a los desequilibrados, sino incluso a los votantes en la medida de lo posible. Para ellos la decadencia en Estados Unidos empezó cuando demócratas y republicanos adoptaron el sistema de elecciones primarias. Welp dice que esos autores sostienen que “fallaron las élites. Pero no fallaron por no haber sabido escuchar el reclamo de sectores de la sociedad hastiados de la desigualdad y la corrupción o por no haber sabido responder a las demandas de reforma institucional”. Más adelante expresa que las críticas al autoritarismo sirven para evitar “una crítica profunda del rol de las élites –incluyendo las intelectuales– en el impedimento de la apertura y funcionamiento efectivo de la democracia. Y por ‘efectivo’ no sólo me refiero a las limitaciones de la provisión de servicios públicos, sino también a la protección de los derechos humanos en la práctica y no sólo en la teoría”.
9. El sujeto ausente
Pero hay otros fenómenos que inciden. Alguien habló del colapso de lo real en la era posmoderna. Más bien, colapso de lo simbólico: el razonamiento. Se hablaba de publicidad y medios masivos. Ahora, eso no ha hecho más que agravarse. Las redes sociales no constituyen la plaza pública en la que se puede debatir democráticamente y reflexionar en conjunto, sino un campo de batalla ciego, lleno de agresividad, que ha sustituido a los medios masivos y en el que cada uno está confinado a su propia burbuja de afinidades.
El filósofo Sandino Núñez sostiene que no hay política sin sujeto y sin crítica. Sujeto (histórico) es quien sufre la tensión de criticar el propio lenguaje que usa para criticar. Y la crítica va más contra la naturalización que contra el dogmatismo; contra la idea de que el discurso no lo dijo nadie. Que las cosas simplemente son. Para ello, se precisa poder salir del plano para verlo desde afuera. Cuando leo estas cosas pienso en un pinball. Uno no entiende nada si está en el plano donde aparecen y desaparecen esferas y se sienten temblores y campanas. El jugador, desde arriba, ve toda la cancha. Núñez considera que hoy no están dadas las condiciones sociales para saltar de la comunicación al pensamiento crítico. Estamos sumidos en un humo luminoso de comunicaciones que no tienen ni permiten verdadero pensamiento. Ni, por lo tanto, sujeto ni política propiamente dicha.
10. Las revueltas impulsivas
Lo anterior no impide que la gente actúe. El 6 de octubre de 2019 estudiantes chilenos resolvieron colarse en el metro de Santiago porque había subido el boleto. Casi una travesura. La saña con que fueron reprimidos llevó a que unos días después, buena parte de los chilenos “se dieran cuenta” de que ya no soportaban seguir viviendo como hasta entonces y se produjo el llamado “estallido social”.
“Turbas” parecidas a las que menciona Sachs a propósito de este 6 de enero en Washington explotaron en 2019 también en Bolivia, Ecuador, Colombia, Haití, Venezuela, Nicaragua, Hong Kong, Irán, Argelia, Líbano, Francia, Sudán, Bagdad, Cataluña, y así hasta más de 40 países. Desde afuera, todas con mecánicas muy similares: un hecho, un rumor, una institucionalidad que no despierta confianza o directamente opresiva, mucho Twitter, concentraciones repetidas en plazas, mucha represión. Algunas revueltas tuvieron signo de izquierda; otras, claramente de derecha, como la que propició el golpe de Estado en Bolivia. Claramente no parecen fruto de la crítica desnaturalizadora de esos discursos que nadie dijo.
En general, esas destructivas y quizá refrescantes explosiones de ira no terminan produciendo cambios significativos. Líbano parecía una excepción porque cayó el primer ministro, pero un año después fue designado nuevamente.
En Estados Unidos deben mencionarse las revueltas de Black Lives Matter, que no produjeron ningún temor de destrucción de la democracia. Quizá porque no apuntaron contra la buena convivencia entre las élites. Convivencia que, paradójicamente, al final la asonada de Reyes parece haberse fortalecido impulsando a los legisladores republicanos a volver al orden.
11. El derecho a la rebelión
Las ventajas estabilizadoras de la convivencia cortés mencionadas anteriormente no llegan a quitar legitimidad a todas las protestas masivas a los ojos de sus protagonistas. Hay situaciones que son vividas como tan opresivas que justifican la revuelta incluso violenta.
El derecho a la rebelión es un tema recurrente en el pensamiento político de Occidente. No pensamos en el revolucionario Louis Auguste Blanqui o en los anarquistas aludiendo a quienes El Perich, humorista español, forjó la frase “A rey puesto, rey muerto”. Pensamos en Santo Tomás de Aquino, quien justificó incluso el asesinato del tirano.
Tampoco proponemos como táctica ni como objetivo estratégico la toma del Palacio de Invierno; ese momento sublime en que, como en Fausto, se puede decir “instante detente” para enseguida implantar una dictadura que impida definitivamente que el pueblo pueda cambiar de opinión.
12. La excepción es parte de la norma
Simplemente, de manera empírica recordamos que la realidad también contiene esos estallidos. Que provocan, pero también son expresión de mucho sufrimiento. Que a veces deterioran o incluso acaban con regímenes democráticos. Y a veces es una lástima, porque valía la pena conservarlos. Pero generalmente el deterioro es previo.