Hay dos variables que pueden considerarse fundantes de la modernidad: la filosofía humanista y la revolución científica. Surgidas e imbricadas en un momento muy particular de la historia europea, dotaron al incipiente capitalismo de una base tanto ideológica como material. Hoy el humanismo parece tensionado por el crecimiento de la inteligencia artificial y sus consecuencias hacia el futuro.
Para superar un orden social estructurado en torno de lo religioso, se recurrió a una base filosófica que ponderaba al ser humano como centro del mundo, así como a un inusitado impulso a la ciencia, que entonces fue erigida en núcleo de una suerte de culto al progreso. Así, si mediante el humanismo podía liberarse el espíritu de los presupuestos socioeconómicos jerárquicos y estamentales, con el método científico se acababa de destronar las explicaciones celestiales y dogmáticas sobre la naturaleza.
Fue una época de fuertes rupturas para aquella sociedad europea. El mundo comenzó a ser concebido como resultado del cálculo matemático, los principios de la física mecánica impregnaron la médula de las ciencias naturales y el ser humano se volvió la medida de todas las cosas, en sus ansias de conocimiento. La íntima ligazón entre humanidad y ciencia tuvo su correlato en las necesidades de una burguesía en ascenso, que se servía del avance científico para aplicarlo como técnica en la producción manufacturera. Es decir que, llegado un punto, los beneficios de la ciencia dejaron de irradiar el bien común, el conocimiento general y “filantrópico” del mundo, para mostrar su verdadera cara y comenzar a operar en un estricto sentido económico, dentro de la fábrica.
La consolidación de la máquina como instrumento de trabajo, reafirmada históricamente por la explotación de nuevas fuentes de energía, pudo pronto integrar la automatización de sus procedimientos. Cuando este proceso estuvo realizado, el capitalismo europeo, anclado en la sobreproducción de mercancías, se lanzó en una feroz disputa por los mercados coloniales. El siglo XX, el de las guerras mundiales y los grandes genocidios, estableció a su paso una suerte de universalización del paradigma humano-tecnológico. Pero sus dos variables integrantes, lejos de asimilarse, profundizaron su camino de contradicciones: el vigoroso avance científico no sólo doblegaba a la naturaleza, sino que desde su autonomía comenzaba a trastocar el histórico legado humanista.
La revolución digital
La tecnología de los años 90 comenzó un incipiente proceso de independencia respecto del ser humano al construir una realidad paralela: un mundo digital capaz de registrar y reproducir al instante la información disponible sin depender de la observación o la presencia in situ. Es este el contexto en que la inteligencia artificial definitivamente “despega”: los sistemas expertos comenzaron a generalizar con éxito sus facultades “interpretativas” sobre la base de la deducción y se avanzó hacia la emulación enteramente automatizada de razonamientos cognitivos. El corolario emblemático de este proceso llegó en 1997, cuando el programa Deep Blue, ideado por IBM, le ganó una partida de ajedrez a Garri Kaspárov, el mejor jugador del mundo en ese entonces.
En general, lo medular del cambio consistía en que una computadora pudiera no sólo almacenar y procesar información, sino también deducir y proyectar escenarios. Algo muy similar al “pensar” humano. Una transición de la “computadora procesador” a la “computadora intuitiva”, de la incipiente informática a la cibernética o, lo que es lo mismo, de la revolución digital a la inteligencia artificial. Se trata de un fenómeno de larga data, con avances y retrocesos, pero que se afianza decididamente hacia finales del siglo pasado. Este proceso tuvo como resultado el imponente crecimiento de las empresas tecnológicas basadas en la comercialización de internet.
Con el nuevo siglo, y con la infraestructura de un mundo digitalizado ya disponible, la inversión en mecanismos de inteligencia artificial se profundiza y marca la tendencia generalizada en el sector tecnológico. Tras ella se cobija un nuevo modelo de negocios, que ya no se basa en la comercialización de internet, sino que apuesta a la universalización de internet como medio de acceso a la información de la sociedad civil. El nuevo patrón apunta en adelante a la extracción y procesamiento constante de datos (personales, empresariales, institucionales). Y ya no se sostiene –o no sólo– en una computadora de escritorio, sino en una presencia creciente de la tecnología como forma de registrar la mayor cantidad de datos posible.
Este fenómeno se consolida hacia la segunda década del siglo XXI, con plataformas perfeccionadas para estimular relaciones adictivas y con algoritmos que avanzan hacia la personalización de los contenidos online. Se genera lo que Eli Pariser denomina “filtro burbuja”: se esfuman las promesas democratizadoras que anunciaba internet y se profundizan los sesgos y la manipulación de la información. En nuestros dispositivos sólo recibimos información relacionada con nuestras inclinaciones, y así crecen los discursos de odio o recobran vitalidad algunas perimidas teorías conspirativas.
Como elemento clave del proceso, Éric Sadin identifica la “universalización del smartphone”, mientras que Nick Srnicek, al hablar de la “internet de las cosas”, describe una penetración más amplia de la informática, que consiste en la colocación de chips y sensores en infinidad de dispositivos y electrodomésticos. Cuestiones como la individualización y miniaturización de los objetos tecnológicos, su geolocalización y transportabilidad, y el predeterminado acceso a redes sociales y plataformas son manifestaciones de esta tendencia al registro constante de cada movimiento humano a lo largo y ancho del planeta, en un tránsito crecientemente virtual de nuestras existencias.
Los fines son y pueden ser múltiples. En el plano económico, puede sopesarse la monetización de los perfiles de usuarios a través de la interconexión de redes sociales, medios y tiendas online. Se trata de un ámbito en el que se destacan plataformas típicamente publicitarias como Facebook o el software de Google, y donde el funcionamiento de los algoritmos personalizados se verifica como el elemento central. Para ilustrar esta dinámica puede apelarse a la conocida frase “Si el servicio es gratis, el producto eres tú”. Tu información, que se almacena y se clasifica..., se “convierte” en dato y se comercializa como espacio para la publicidad.
La necesidad de arbitrajes estatales está a la vista y debe replicarse en otros países. El camino es la regulación de las grandes plataformas y la supeditación de la tecnología a los fines comunitarios.
Pero en lo relativo al ámbito de lo político, en cambio, puede hablarse de estrategias de espionaje o, con Shoshana Zuboff, de un “capitalismo de la vigilancia”. Sus lógicas operan a menudo en el plano interno estatal apuntalando ciertas políticas públicas; o en su defecto, demostrando los ribetes totalitarios de tal o cual gobierno. Pero operan sobre todo en el plano geopolítico, complejizando al extremo las disputas militares y comerciales en un mundo volcado definitivamente hacia el multilateralismo. Se incorpora así el ciberespacio como un componente decisivo en las relaciones internacionales, sobre el cual se registra cierto consenso al considerarlo el “quinto dominio de la guerra”, junto con las clásicas dimensiones de la tierra, el mar, el aire y el espacio. En todos los casos, la pérdida de la privacidad se convierte en requisito para el nuevo paradigma, lo que se expresa en una notable capacidad de intrusión de la tecnología en nuestras vidas cotidianas; vale decir, de un puñado de empresas tecnológicas. Manipulando enormes cantidades de datos y procesándolos a velocidades exponenciales mediante sofisticados algoritmos, se comienza a trabajar sobre la predicción y/o direccionamiento de nuestros pensamientos, conductas... ¡hasta de nuestras emociones!
La lógica algorítmica genera a su paso una marcada propensión a la concentración económica, cuando no al monopolio, ya que cuantos más datos alimentan un algoritmo, más efectivamente funciona este. Así, a una tendencia que presenta cierta regularidad en el capitalismo, como es la de la concentración, se le adosa el aspecto particular y puramente operativo de un mercado como el de los datos. En su modus operandi apela a todo tipo de herramienta: búsquedas en línea, cookies de seguimiento en páginas web, consumos con tarjetas, desplazamientos vía GPS, trámites virtuales, movimientos bancarios, registros de huellas digitales y hasta reconocimientos faciales.
Hay aquí un cambio de paradigma respecto de la revolución digital originaria, y refiere a la lisa y llana captación de nuestras subjetividades. Por ello es que tanto Sadin como Srnicek asocian el nuevo siglo a una nueva etapa de la revolución tecnológica: mientras que el primero conceptualiza una nueva “antrobología”, suerte de acoplamiento híbrido humano-maquínico, el segundo opta por hablar de un “capitalismo de plataformas”.
Reflexiones finales
Con estos cambios del nuevo siglo, no debe identificarse sólo una mutación del capitalismo, como tantas otras, sino la posibilidad de una nueva era, un nuevo modelo civilizatorio. Una situación que Daniel Crevier, ya a principios de los años 90, pudo divisar con asombrosa claridad: “¿Qué pasará con los humanos si triunfan los investigadores en inteligencia artificial, obligándonos a compartir el mundo con entidades más hábiles que nosotros mismos? ¿Tendremos que esperar un nuevo Renacimiento o la aparición de especies que nos reemplazarán? ¿Y debemos descansar sobre esas creaciones para que tomen decisiones por nosotros, no solamente económicas o científicas, sino también legales, sociales o morales?”.
El permanente avance en tecnologías de inteligencia artificial lleva en todos sus aspectos hacia la “sustitución humana”. Ya no se trata de que la tecnología reemplace en ciertos rubros a la fuerza de trabajo, incluso tampoco de su auxilio permanente en la vida cotidiana. En su dinámica liberalizada, sin mediar regulación alguna, el proceso pareciera tender hacia la ocupación de nuestros espacios de decisión, hacia el reemplazo liso y llano de la condición humana. En este sentido, el investigador Enzo Girardi afirma: “Estas megaempresas interpretan y ejecutan, en los hechos, una ideología universalizadora tecnoliberal que les sirve como argumento de legitimación. Postulan la razón tecnocientífica que presenta a la tecnología como la herramienta definitiva, aquella que resolverá los problemas pendientes del ser humano. La ontología tecnolibertaria consiste en descalificar la acción humana en beneficio de un ser computacional, que se juzga superior”.
Para tomar real dimensión de la situación, debe considerarse que la inteligencia artificial tiene la capacidad del aprendizaje automático, el tan mentado machine learning. Esto quiere decir que los algoritmos pueden perfeccionarse automáticamente en el análisis de la información, lo que les permite generar sus propios patrones de conocimiento y sofisticarlos hasta niveles inconcebibles. Y debe considerarse también que el motor de esta vorágine es el capitalismo basado en la desregulación de internet, que avanza no sólo sobre el espacio público sino, como se ha visto, también sobre nuestras propias existencias.
En esencia, el problema es siempre la liberación de las “fuerzas vivas” del capital, independientemente de su modo de acumulación. Pero en este caso, pareciera estar atravesándose cierto límite, transversal a la especie y ya no sólo a los sectores del trabajo. En este sentido, el filósofo alemán Markus Gabriel plantea una posible línea de acción: “Internet parece ser global, pero no lo es porque los servers están en lugares bien definidos. Internet no está en el cielo. Internet está bien en la Tierra, pero invisible. ¿Dónde están todos los servers? No se ven. La posibilidad de reglar internet debería ser a través de los servers. Para controlar la monarquía de internet hay que atacar a los servers; es exactamente como en Matrix. En el juego, no se puede atacar a Matrix porque no está en la ilusión. La Matrix es el fundamento material, en este caso los servers. Silicon Valley es la concentración del poder económico y el poder ideológico”.
Evidentemente, resulta imperiosa la regulación por parte de los Estados nacionales. Dilma Rousseff en Brasil lo intentó con la Ley de Marco Civil de Internet, en la que se establecían derechos y obligaciones para usuarios y proveedores. Pedro Ekman, uno de los impulsores de esa norma, decía: “No hay una ley ni siquiera parecida en ninguna parte del mundo. Hay leyes de neutralidad en Europa, en Chile y en otros países, pero no hay una ley de estas características. En este sentido Brasil está marcando el camino de un debate a seguir en la democratización de la comunicación de masas”. Pero el lobby desatado en su contra fue muy fuerte: la ley acabó por reglamentarse el 11 de mayo de 2016 y al otro día, el 12, Rousseff fue separada del cargo y se confirmó su juicio político.
La Unión Europea, por su parte, a pesar de las fuertes campañas de Google y YouTube para “salvar internet”, ya tiene listo el texto de sus dos proyectos de ley: la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales. Busca generar un marco normativo para sus países integrantes, que funcione a modo de estímulo a las plataformas pequeñas y medianas, estimadas en 90% y en total subordinación a los gigantes tecnológicos. En esta línea democrática, también intenta regular contenidos ilícitos de internet y respetar derechos profesionales en el periodismo.
En un mismo sentido, aunque tal vez no tan profundo, se enmarca la ley que acaba de aprobar Australia, que exige a Facebook y Google que paguen a los medios nacionales por la reproducción de sus noticias. Se trata de una clara señal de combate a la relación de dependencia que de facto ejercen estas plataformas, en este caso sobre los medios de comunicación.
La necesidad de arbitrajes estatales está a la vista y debe replicarse en otros países. El camino es la regulación de las grandes plataformas y la supeditación de la tecnología a los fines comunitarios.
Sebastián Sanjurjo es licenciado y profesor en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Una versión más extensa de este artículo se publicó originalmente en Nueva Sociedad.