La reforma del sistema de seguridad social es un acontecimiento político de primer orden. Implica consecuencias para varias generaciones y expresa, más allá de las relaciones de fuerzas coyunturales entre partidos, opciones éticas y de justicia.

En términos ideales, la sociedad debería asegurarle a cada persona la satisfacción de necesidades muy diversas –permanentes, transitorias o propias de algún tramo vital–, como punto de partida para su libre desarrollo y su capacidad de convivencia productiva. La noción del mínimo necesario tiende a aumentar, y con ella los recursos requeridos.

Lo antedicho sucede cuando hay realmente un sistema de seguridad social, que puede incluir componentes privados, pero cuyo centro es por definición estatal. Sin una presencia –eficaz– del Estado, no son viables la redistribución de recursos, la inclusión integral y equitativa, ni la satisfacción de las necesidades del mejor modo posible.

Hay quienes sostienen que el Estado sólo debe ocuparse de las personas más desvalidas y las urgencias más básicas, mientras que, para todo lo demás, cada individuo maneja sus propios recursos y elige entre ofertas privadas. Eso no es un sistema de seguridad social sino una regresión.

En la prehistoria de estos sistemas, por lo general, las primeras instituciones son corporativas en el sector privado o abarcan sólo a parte de los empleados públicos, cuya lealtad y sentido de pertenencia quieren fortalecer quienes manejan el Estado.

Se organiza en forma parcial la previsión de prestaciones más o menos suficientes para algunas personas, hay otras muy básicas para las personas indigentes, y el resto se las arregla como puede. En esas etapas, a menudo se potencian las desigualdades en vez de amortiguarlas.

Esto explica el origen en Uruguay de instituciones como las cajas militar, policial, bancaria, notarial y de profesionales universitarios, que se han mantenido mientras el sistema general se desarrollaba. En algunos casos, los sectores involucrados alegaron durante décadas que no le hacían daño a nadie, y sí bien a muchos, manejando recursos propios mejor que el Banco de Previsión Social.

Ese relato dejó velado que sí recibían, de distintas formas, transferencias del resto de la sociedad, y que además reservaban recursos para sí mismos en vez de aportarlos a un fondo común. De todos modos, es cada vez más claro que tales cajas no pueden mantenerse por sí mismas.

Mientras tanto, los sectores sociales más vulnerables reciben las prestaciones más insuficientes. Realizan tareas más duras y su expectativa de vida es menor. Aplicarles criterios generales (por ejemplo, en un aumento de la edad mínima de retiro) multiplicaría las inequidades. Algo similar ocurre con las desigualdades de género en el terreno de la seguridad social.

Para peor, varios estudios muestran que, al asignar jubilaciones, hay un efecto importante de subsidio social a quienes reciben montos mayores.

Tratar del mismo modo a quienes están peor es injusto; aún más injusto es beneficiar más a quienes están mejor. De este calibre son las cuestiones éticas que afrontamos.