Yo vi el monte Ararat. Lo pude ver de lejos, desde Ereván. Y puedo dar testimonio de que ese símbolo de la historia armenia está en territorio de los victimarios, no de las víctimas. ¿Por qué entonces conmemorar una tragedia? ¿Por qué el recuerdo de un genocidio resulta un imperativo insoslayable, que siempre tiene que ver más con el futuro que con el pasado? La fecha simbólica del 24 de abril remite a la historia del primer genocidio del siglo XX, en el que fueron asesinados cerca de 1.500.000 armenios, las dos terceras partes de los que habitaban en los territorios del Imperio Otomano. Por cierto que empezó antes de 1915 y continuó después. Sus principales perpetradores pertenecieron a los llamados Jóvenes Turcos, integrantes del Partido Unión y Progreso, que radicalizaron la visión del nacionalismo turco, con proyecciones de panturquismo e incluso turanismo. La Turquía moderna que emergía tras la caída definitiva del Imperio Otomano buscaba afirmar su poder por medio del delirio genocida de “resolver” por la vía del aniquilamiento la llamada “cuestión armenia”. Un pueblo milenario, que desde el siglo VII a. C. se encontraba instalado al sur del Cáucaso y del mar Negro, al este de Anatolia y al oeste del mar Caspio, se había convertido en el “enemigo interior” que había que extirpar para afirmar la nueva Turquía. Yves Ternon y Robert Melson lo han definido como “el prototipo de los genocidios del siglo XX, el ejemplo [...] de un genocidio total, la destrucción de un grupo por un Estado”.
Suele recordarse una famosa frase que se le ha adjudicado a Adolf Hitler, quien en un discurso de 1939 habría preguntado ante sus comandantes: “¿Quién habla hoy todavía de la masacre de los armenios?” Más allá de la autenticidad estricta de la frase, ante pruebas irrebatibles que confirman los monstruosos hechos ocurridos en perjuicio del pueblo armenio, los sucesivos gobiernos turcos y la mayor parte de sus historiadores se han aferrado al negacionismo más radical. Como casi siempre ocurre, se ha llegado a la afirmación aberrante de que el pueblo armenio “nunca existió como tal” o que ellos habrían sido los “verdugos”. También en este aspecto el genocidio armenio es prototípico: el “negacionismo” resulta inherente a la actitud de los genocidas, que actúan y ejecutan siempre desde la mentira, que tratan de convertir a las víctimas en victimarios. Contra una avalancha de documentación y contra las declaraciones fundadas de organizaciones internacionales, como la emanada del Tribunal Permanente de los Pueblos en 1984 o la adopción del Informe Whitaker en 1985, entre tantas otras, Turquía hasta el día de hoy se aferra al negacionismo y presiona desde su poder para que otros estados nacionales no reconozcan el genocidio armenio. Con excepciones, esa ha sido la actitud usual de los estados genocidas. Hasta se llegó, en el caso de Turquía, a imponer la penalización judicial para todo aquel ciudadano de ese país que “reconociera el genocidio armenio”, invocando “la defensa de intereses nacionales”.
El tema del negacionismo como respuesta de los victimarios es muy antiguo. Hannah Arendt lo decía muy bien, al explorar por qué “el éxito de las mentiras es proporcional a su magnitud”: “La inmensidad de los crímenes proporciona a los asesinos [...] la seguridad de tener más credibilidad que las víctimas que dicen la verdad. El Estado no soporta una acusación de genocidio”. Y en verdad, el poder económico y geopolítico de Turquía, sus presiones a nivel internacional, han logrado en muchos casos el silencio cómplice de muchos estados del mundo, pretextando la defensa de sus “intereses nacionales” o “razones de oportunidad política”. Como se ha dicho en más de una ocasión, hay situaciones en las que el silencio se parece mucho a la traición y a la mentira. Uruguay tiene una historia muy honrosa a este respecto.
Todos sabemos que la comunidad armenia forma parte indispensable de la historia uruguaya. ¿Cómo fue posible que armenios y uruguayos hayan podido converger de manera tan entrañable desde sus historias tan disímiles? Un pueblo varias veces milenario, con una historia épica de lucha incesante y persecución, que se cruza en el momento más dramático con un país pequeño, mucho más joven pero también formado desde sus raíces por la inmigración y la aventura de la diáspora diversa. Fue así que llegaron a nosotros aquellos primeros armenios uruguayos, con su tragedia a cuestas pero también con su cocina inimitable, sus artesanos, su capacidad de resurgir una y otra vez, su fe inconmovible. Y frente a ellos pudimos ofrecer la recepción de un país pequeño, receloso por origen frente a los grandes con vocación imperial, tanto los cercanos como los distantes. No cabe duda que armenios y uruguayos pudieron entrelazar sus historias por valores compartidos.
Ese vínculo originario de los primeros encuentros, tras la inmigración aluvional de fines del siglo XIX y comienzos del XX, requería sin embargo una reafirmación honda, de proyección universal, vinculada nada menos que con el reconocimiento de un genocidio. Esta finalmente ocurrió en abril de 1965, cuando se cumplían 50 años de la nefasta fecha. Aquella señal que se tradujo en la aprobación parlamentaria de una ley venía a concretar la lucha sostenida por décadas del pueblo armenio en Uruguay, con sus diversas organizaciones convergentes en la defensa de la causa armenia. Pero para que ello pudiera concretarse pesó también la solidaridad de muchos uruguayos, pertenecientes a distintos partidos y organizaciones sociales. Era el primer reconocimiento a nivel mundial de un Estado al genocidio armenio. El proyecto de ley finalmente aprobado fue presentado el 29 de enero y aprobado en la noche entre el 20 y el 21 de abril de 1965. Llevaba la firma de los máximos dirigentes de la lista 99, encabezados por su líder Zelmar Michelini y por Enrique Martínez Moreno, entre otros, este último convertido en figura principalísima en todo el proceso.
Se impone sin demora que toda la sociedad uruguaya y su sistema político sumen esfuerzos y reclamos para que se aleje de manera definitiva cualquier posibilidad de repetición de la tragedia de un nuevo genocidio armenio.
Este compromiso inclaudicable con el pueblo armenio vuelve a adquirir centralidad por estos días, a partir de la agresión militar desatada el año pasado por Azerbaiyán y por Turquía contra las repúblicas de Armenia y de Arsaj, violentando el derecho a la autodeterminación del pueblo armenio que desde hace siglos habita el territorio de Nagorno Karabaj. Luego de la implosión de la Unión Soviética, ese pueblo declaró su independencia el 2 de setiembre de 1991, decisión luego refrendada en forma abrumadora en referéndum. Desde entonces, Azerbaiyán ha reclamado esta zona como parte de su integridad territorial y no ha dejado de hostigar a Arsaj en términos militares. En 1994 el conflicto armado escaló hasta provocar una guerra que generó cerca de 30.000 muertos y centenares de miles de refugiados. Luego del fin de esa guerra, el llamado Grupo de Minsk bregó por el fin de las hostilidades y por la implementación de un plan de resolución del contencioso, recibiendo en 2012 la aprobación de Armenia y de Arsaj pero sin obtener el acuerdo de Azerbaiyán.
Luego del intento de invasión azerí de 2016 y de numerosos incidentes fronterizos, en julio de 2020 se reinició la agresión de Azerbaiyán, que atacó territorios dentro del territorio armenio. Era el preludio de la agresión conjunta de Azerbaiyán y Turquía contra Armenia y Arsaj que se lanzaría en toda su magnitud entre setiembre y noviembre. El involucramiento de Turquía en la guerra ha sido total e inocultable, al igual que la intervención de mercenarios yihadistas entrenados por militares turcos en las semanas previas a los ataques. En sus bombardeos aéreos, Azerbaiyán utilizó drones de fabricación turca y también israelí. Luego de cerca de 8.000 muertos (militares y civiles) y del desplazamiento de 70.000 armenios del territorio de Arsaj, esta guerra absolutamente desigual culminó con un “acuerdo” firmado el 9 de noviembre por los presidentes de Azerbaiyán y Rusia y del primer ministro de Armenia, con términos absolutamente desfavorables para los armenios de Artsaj.
Se han difundido en las redes sociales el ultraje, la humillación y hasta la ejecución vil de civiles armenios. La destrucción deliberada de iglesias, monumentos y escuelas en los territorios ocupados ha sido masiva, en continuidad con el genocidio cultural sufrido históricamente por los armenios. Tal vez no pueda encontrarse una expresión más alevosa de los objetivos de esta agresión que el “Desfile de la victoria” realizado en Bakú el 10 de diciembre, con la marcha conjunta de los ejércitos de Azerbaiyán y de Turquía y con la presencia de los presidentes Ilham Aliyev y Recep Tayyip Erdogan. En sus declaraciones, Aliyev adelantó que ya llegaría el momento de “recuperar Ereván”, mientras que Erdogan bendijo la memoria de Enver Pashá, uno de los principales responsables de la planificación y ejecución del genocidio armenio de 1915-1923.
Nadie puede llamarse a engaño. El peligro de un nuevo genocidio armenio vuelve a ser absolutamente verosímil. Esta conmemoración de un nuevo 24 de abril no puede resultar más inquietante. No son versiones alarmistas. Los contextos actuales en el mundo son muy peligrosos, en especial en zonas tan estratégicas en clave geopolítica como el Cáucaso. Desde nuestra historia, con la honra de haber sido los primeros en reconocer al primer genocidio del siglo XX, llevamos la responsabilidad de respaldar, una vez más y hoy más que nunca, al pueblo armenio, que tanto ha contribuido a nuestra sociedad. No puede haber en esto falsa oposición entre los principios y la defensa de los “intereses nacionales”. Se impone sin demora que toda la sociedad uruguaya y su sistema político sumen esfuerzos y reclamos para que se aleje de manera definitiva cualquier posibilidad de repetición de la tragedia de un nuevo genocidio armenio en el siglo XXI. Nuestra solidaridad con la causa armenia hoy tiene en primer lugar ese reto.
Gerardo Caetano es historiador.