La covid-19 irrumpió en un mundo desordenado en el que predominan organizaciones multilaterales débiles y desfinanciadas, minadas a su vez por las tensiones geopolíticas en ascenso entre China y Estados Unidos. Esto ha repercutido en cómo se tomaron las medidas para afrontar la pandemia, en lo que han predominado soluciones nacionalistas para cerrar fronteras, comprar insumos médicos y vacunas. Impactó también en la eficacia de las medidas, en la que se vislumbra un apartheid de países ricos e inoculados y otros donde se corre el riesgo de que la pandemia se vuelva endémica. También debilitó las soluciones multilaterales, con una Organización Mundial de la Salud que tiene como principal aportante a una fundación privada (Gates Foundation). De este organismo surgió el Covax, el sistema colaborativo de vacunación a nivel global que empezó a distribuir vacunas tres meses después de que los países ricos comenzaran a vacunar y que, en el mejor de los casos, logrará cubrir a la quinta parte de la población.

Esta situación debería preocuparnos a los latinoamericanos. Aquí la pandemia golpeó como en ninguna otra parte del mundo. Pese a que somos un poco menos de 9% de la población mundial, llegamos a representar la quinta parte de los contagios y 30% de las muertes en todo el mundo a fines de 2020. También es la región más golpeada económicamente, con una caída de 8% en la actividad, el cierre de 2,7 millones de empresas y la caída de dos de cada diez de las remesas recibidas. Esto ha generado 28 millones de nuevos pobres –cifra similar a toda la población venezolana– y 15 millones en situación de pobreza extrema.

Desafíos altamente complejos como la covid-19 se distinguen por cuatro factores concurrentes. El primero es la necesidad de una solución urgente. El segundo, la coincidencia entre quienes causan el problema y quienes quieren solucionarlo. El tercero, la debilidad o inexistencia de una autoridad por sobre las partes para manejar la cuestión. Y, por último, pero no por ello menos importante, la potencialidad de que las actuales acciones sumen ulteriores problemas para el futuro. Este tipo de problemas requieren mayor cooperación y coordinación entre los países.

Ante el desmembramiento de la Unión de Naciones Suramericanas y la consecuente desaparición del Instituto Suramericano de Gobierno en Salud, no se erigió una instancia regional alternativa.

Sin embargo, no se produjo una acción concertada de los países de la región en respuesta a la pandemia, más allá de acciones puntuales y bilaterales. La pasada Cumbre del Mercosur, en la que el presidente de Uruguay catalogó de “lastre” al bloque, es sintomática de la crisis de los proyectos regionales. Se ha dado un “vaciamiento latinoamericano” de políticas comunes. Es una situación paradójica si se considera que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) es la agencia internacional de salud pública más antigua del mundo.

Ante el desmembramiento de la Unión de Naciones Suramericanas y la consecuente desaparición del Instituto Suramericano de Gobierno en Salud, no se erigió una instancia regional alternativa. Mientras tanto, las reuniones virtuales promovidas por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y por el Prosur no se tradujeron en hechos. El Mercosur también brilló por su ausencia, cuando en el pasado se habían logrado resultados concretos en el ámbito de la regulación sectorial y –desde su Comisión Intergubernamental de Política de Medicamentos– se habían negociado patentes con laboratorios.

Otros organismos, como la Comunidad Andina de Naciones, el Sistema de la Integración Centroamericana y la Comunidad del Caribe, han mostrado algunas iniciativas de articulación de sus estados miembros, pero no fueron suficientes como para tener un impacto sustantivo a nivel latinoamericano.

Es por ello que se torna ineludible recuperar espacios de coordinación política, evitando los errores del pasado y tomando nota de los aprendizajes que ha dejado la experiencia. En este sentido, el ex secretario general de la Unasur Ernesto Samper sostiene la necesidad de una convergencia de las instancias ya existentes, pero bajo una coordinación política de la Celac.

Asimismo, se requiere un enfoque diferente, uno que apunte a una gobernanza multilateral colaborativa que sea a la vez multilateral, multinivel y multiactoral. Es decir, la mesa de decisión política debe estar lógicamente compuesta por organismos internacionales, organizaciones de la sociedad civil (internacionales o regionales), así como por las grandes fundaciones filantrópicas cuyos financiamientos son fundamentales para el mantenimiento de los presupuestos de programas globales.

Aquí los actores locales cumplen un rol fundamental por su conocimiento y legitimidad en el territorio, de la cual carecen –en mayor o menor medida– los demás actores. Toda política global, consensuada en el ámbito regional, hemisférico o internacional, necesariamente debe pasar por un proceso de adaptación al contexto local, sin que por esto se disipe el foco ni la meta. También es fundamental incorporar al sector privado, especialmente a las grandes empresas multinacionales, que en ciertos casos poseen presupuestos superiores a los de muchos países y tienen intereses concretos, tanto para cooperar como para no hacerlo.

El contexto amerita ser proactivos y responder con mayor coordinación, colaboración y compromiso, mediante un plan a largo plazo que apueste estratégicamente a operar bajo el paraguas de la Celac. Este plan no es solamente urgente para afrontar la pandemia, sino que es una oportunidad histórica para América Latina de posicionarse en un mundo que cada vez está más lleno de problemas. Ya tenemos frente a nosotros los costos de no hacerlo.

Matías Bianchi es cientista político y director del centro de pensamiento-acción Asuntos del Sur. Dirigió el Instituto Federal de Gobierno en Argentina. Ignacio Lara es politólogo y doctor en Políticas e Instituciones, docente de posgrado e investigador. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.