Algunas iniciativas pueden parecer menores, pero muestran un enfoque ideológico relevante, que resultaría muy provechoso discutir a fondo. Es el caso de la exigencia de contraprestaciones en el terreno de las políticas sociales.
El presidente Luis Lacalle Pou comentó a periodistas el lunes su conformidad con la idea de que quienes reciben “recursos de toda la ciudadanía” para “llevar un plato de comida a su casa” aporten, a cambio, “algún tipo de trabajo, de refacción o de changa”.
Al día siguiente, en la Torre Ejecutiva, un proyecto de ley de “trabajo solidario” les fue presentado a dirigentes de los partidos oficialistas, y Julio María Sanguinetti hizo hincapié tras la reunión en que no se trataba de pedirles una contraprestación a quienes reciban subsidios sociales, como se podía entender a partir de lo dicho por Lacalle Pou, sino de una oferta de trabajo transitorio.
No sabemos si en este caso hubo un malentendido o un ajuste, pero la demanda de contraprestaciones es parte de la ideología derechista. En Uruguay se manifiesta desde hace muchos años, a diario en redes sociales y con menor frecuencia en el discurso de dirigentes políticos y jerarcas.
La ideología derechista asume que al rico no hay necesidad de pedirle contraprestaciones cuando recibe grandes beneficios tributarios u otras facilidades, porque ya ha demostrado su capacidad de salir adelante, mientras que el pobre tiene pendiente demostrarla.
Debajo hay una fuerte tendencia a ver en la sociedad solamente individuos, menospreciando los procesos colectivos e históricos. No desarrollo social, sino logros individuales. Según esa visión, si las personas se esfuerzan pueden llegar a las posiciones que merecen: no se niega que para algunas resulte mucho más fácil, pero se insiste en que incluso las menos favorecidas podrían superarse.
Así, se asume que al rico no hay necesidad de pedirle contraprestaciones cuando recibe grandes beneficios tributarios u otras facilidades, porque ya ha demostrado su capacidad de salir adelante, mientras que el pobre tiene pendiente demostrarla.
Hay quienes apuestan a que los pobres aprendan con alguna especie de coaching a cargo de mentores, hasta convertirse en “emprendedores” respetables; otros opinan que la mayoría de los casos son irrecuperables, por desidia y desapego. En todo caso, desde ambas creencias se enfatiza que el Estado no debe desangrar al “país productivo” para mantener, injustamente, a personas que no quieren trabajar.
Por supuesto, quienes asumen ese punto de vista suponen –o por lo menos sostienen– que la existencia de gente rica no tiene la menor relación con la existencia de gente pobre, y que sólo muestra diferencias de conducta. A la manera de algunas corrientes religiosas, el éxito es visto como una prueba de virtud y quien fracasa es culpable.
La misma ideología se asoma en otras áreas. La política de seguridad se desarrolla (no sólo en el actual gobierno) sin darles mucha importancia a las causas históricas y sociales de que se cometan delitos, y sobreestimando la posibilidad de que cada persona elija libremente ser parte de la “gente de bien”.
En el terreno de la política sanitaria, sostener que la reducción de los contagios de covid-19 depende de la “libertad responsable” de cada persona es más de lo mismo. Y significa, de hecho, una renuncia a la política sanitaria.