El actual gobierno, cuando era oposición, prometió derogar la ley de medios de 2014. Eso hubiera sido malo, en mi opinión y en la de todos los estándares internacionales en la materia. Pero el proyecto en trámite en el Parlamento es mucho peor. Entre otras cosas, recorta derechos ciudadanos, levanta a niveles inéditos las barreras a la concentración de medios y quita toda transparencia a la forma en que se asignan frecuencias de radio y televisión.

De estos tres aspectos quiero detenerme en el segundo y sobre todo en el tercero, que ha recibido menos atención, y a mi juicio es tanto o más preocupante que los otros dos.

Costó mucho llegar a la Ley 19.307, de servicios de comunicación audiovisual, de 2014, más conocida como ley de medios. Luego, lamentablemente, se aplicó poco. El gobierno anterior demoró cuatro años en reglamentarla, la designación del Consejo de Comunicación Audiovisual, principal organismo de aplicación, se bloqueó en el Parlamento y recién en 2019 se pusieron en marcha algunas de sus disposiciones.

Transparencia cero

Una de las pocas y buenas excepciones fue la conformación de la Comisión Honoraria Asesora de Servicios de Comunicación Audiovisual (Chasca), que tras mucha presión de la sociedad civil fue convocada por el gobierno a fines de 2017 y trabajó intensamente durante 2018 y 2019. Esta comisión está conformada por representantes de varios organismos de gobierno, de la sociedad civil y la academia, empresarios y trabajadores de los medios. Algunos de ellos recorrían centenares de kilómetros para asistir a sus reuniones, como los representantes de las radios del interior. Pero, me consta, lo hacían con gusto y convicción, porque sentían que valía la pena, que era un espacio valioso de participación ciudadana, que les permitía conocer de cerca y opinar con propiedad sobre asuntos importantes para los medios y para la democracia uruguaya. Y así lo sentimos muchos y muchas de quienes la integramos (en mi caso representando a la Universidad de la República).

En los primeros seis meses de intenso trabajo analizamos el proyecto de reglamentación de la ley e hicimos muchas propuestas y sugerencias para mejorarla. Luego retomamos trámites de asignación de frecuencias de radio pendientes sobre los que también debíamos asesorar, incluyendo audiencias públicas en las que cualquier ciudadano puede conocer y opinar sobre los proyectos de quienes aspiran a utilizar una onda. Un mecanismo que dota de transparencia a estos procesos, que en el pasado fueron completamente opacos. En efecto, hasta 2005 los gobiernos asignaban frecuencias de radio y televisión a quien le pareciera, sin consultar a nadie ni dar explicaciones y sin que los interesados debieran explicar qué pensaban hacer con esa porción del espectro radioeléctrico, por cierto un bien público valioso que los estados deben administrar con cuidado. Desde 2005 sucesivas leyes generaron mecanismos de transparencia y participación similares al de la Chasca y las audiencias públicas, finalmente consagrados en la ley de medios vigente.

Este es uno de los varios mecanismos de participación y transparencia que desaparecen en este proyecto. El motivo que han aducido los parlamentarios y jerarcas gubernamentales que lo defienden es que la Chasca nunca funcionó. Obviamente, quienes dedicamos tantas horas y días a esa tarea honoraria no podemos dar crédito a lo que oímos (y está escrito en actas parlamentarias). Tras explicarles que estaban mal informados, alguno de los parlamentarios ha dicho que la comisión trabajó “con lentitud”, lo que tampoco es cierto. Lento en todo caso fue el gobierno anterior, que demoró años trámites de asignación y renovación de frecuencias, y el actual, que tardó más de un año en convocar nuevamente a la Chasca, que volvió a sesionar recién en abril pasado (esta vez por Zoom, ahorrándoles muchos kilómetros a quienes venían del interior).

La desaparición de la Chasca sería entonces una enorme pérdida en participación y transparencia, sustentada en una práctica real con buenos resultados. Los parlamentarios están a tiempo de corregirlo.

También desaparece de este proyecto la Comisión Honoraria Asesora de los Medios Públicos, un organismo de amplia integración social, nunca convocado por el gobierno anterior. Sin embargo, el actual director de los medios públicos dijo que quería contar con una “comisión asesora y de seguimiento para aplicar una guía de principios, prácticas y estándares de calidad de los medios públicos” (El País, 2 de mayo de 2020). Pero, en vez de convocar al organismo ya previsto por la ley vigente, propuso nombrar a una comisión de notables designados por él mismo. En todo caso, esta idea tampoco aparece en el proyecto enviado al Parlamento. Parece que seguiremos sin avanzar hacia una forma de gobierno más parecida a los medios públicos de referencia en el mundo. ¿Otra oportunidad perdida? Ojalá que no. Los parlamentarios están a tiempo de corregirlo.

Se elimina además la Defensoría del Público, que ejerce la Institución Nacional de Derechos Humanos (NDDHH), una tarea con un gran potencial educativo y de promoción de derechos. Potencial que, a mi juicio, le ha costado desplegar, pero que es una enorme pena descartar sin más, cuando la experiencia internacional comparada muestra el papel que pueden jugar las defensorías de este tipo, ayudando a rever las prácticas profesionales de comunicadores y comunicadoras dañinas para la ciudadanía. La Defensoría del Público tiene también entre sus tareas articular un plan nacional de educación para la comunicación, algo que ya en 2010, cuando empezaba a estudiarse la ley vigente, fue uno los puntos de mayor coincidencia entre todos los involucrados, incluidos los empresarios de los medios, que esperaban que receptores más críticos demandaran mejores programas, algo que les gustaría poder hacer, dijeron. Tal vez haya que repensar si la INDDHH es quien mejor puede ejercer esta tarea, pero descartarla sin más parece un error que los parlamentarios están a tiempo de corregir.

Finalmente, desaparece también el Consejo de Comunicación Audiovisual, que hubiera significado un avance en cuanto a independencia del organismo regulador de las comunicaciones, en línea con los estándares internacionales en la materia, tal como lo recordó la representante de la Unesco en un foro organizado recientemente por la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República.1 Lo cierto es que su designación se bloqueó por falta de acuerdos en el Parlamento, como ha sucedido otras veces con organismos que requieren mayorías especiales, como la Corte Electoral, para la que al fin se encuentra siempre el camino para su integración plural. En este caso el camino parece definitivamente cerrado, por falta de voluntades políticas, y dudo mucho que lo corrijan los parlamentarios, pero no puedo dejar de señalar la oportunidad perdida, en el anterior período de gobierno y en este, de avanzar hacia una regulación de los medios más democrática.

En definitiva: si el proyecto se aprueba tal como está no estaremos como antes de que se aprobara la ley vigente, sino mucho peor: cero transparencia y participación ciudadana en la regulación de los medios de comunicación en Uruguay. Pero los parlamentarios están a tiempo de corregirlo, al menos en parte.

Concentración por tres

También estaremos mucho peor en cuanto a concentración de medios si el proyecto se aprobara como fue propuesto. Antes de 2014 una misma persona podía tener hasta tres licencias de radio y televisión. La Ley 19.307 mantuvo ese límite, pero ya no sólo para personas sino para grupos económicos, porque la realidad uruguaya mostraba –y sigue mostrando– que sin eso el límite no sirve de nada, porque distintas personas de un mismo grupo –familiares o testaferros– pueden acumular un gran número de licencias. Pero el proyecto en discusión no vuelve a la situación previa, sino que elimina prácticamente toda barrera a la concentración. Lleva de tres a ocho las licencias acumulables, no habla de grupos económicos, y si alguien tiene menos de 30% de las acciones de una emisora no tiene ningún límite para ser propietario de todas las radios y los canales del país. Hay cláusulas que abren a la extranjerización de los medios, otras que extienden casi eternamente las licencias actuales sin evaluación sobre su uso ni apertura a nuevos interesados. Varias de estas disposiciones están en discusión actualmente, y puede que los parlamentarios corrijan algunos de estos problemas, como se ha comentado en estos días en diversos medios y supimos más en el foro que realizamos esta semana y pueden ver los interesados. Pero temo que el resultado final sea sólo un poco menos malo que la propuesta original del gobierno y peor que la situación previa a la Ley 19.307. Aunque los legisladores están a tiempo de corregirlo.

El proyecto no incluye tampoco el fondo de promoción de la producción nacional de contenidos ni el aporte económico que los medios privados debían hacer para conformarlo. Un elemento más para que la producción y la difusión de contenidos nacionales sigan teniendo poco lugar en los canales de televisión privados.

Desaparecen también en este proyecto de ley muchos artículos que protegían derechos de la infancia, de las personas con discapacidad y de los periodistas. En algunos casos parece que volverán a incluirse, lo que es más que bienvenido y muestra que, efectivamente, todavía hay tiempo para corregir algo de un proyecto muy preocupante.

Renga, vieja y mal rumbeada

Cabe preguntarse por los motivos de una propuesta así. La respuesta puede buscarse en la exposición de motivos que lo precede... pero resulta sorprendente y decepcionante. En esa presentación del proyecto de ley se dice que hay que actualizar la legislación al mundo tecnológico en que vivimos, que hay que corregir las muchas inconstitucionalidades que la ley vigente tiene y que hay que modificarla porque se la “tildó de hiperreglamentarista, intervencionista, discrecional y limitativa de libertades”. No dice quiénes la tildaron así. Seguro que no fue la academia, ni la sociedad civil, ni mucho menos los organismos internacionales referentes en la materia, como Reporteros Sin Fronteras o los organismos de Naciones Unidas consultados, que fueron unánimes en elogiar la ley, que se ajusta a los mejores estándares de libertad de expresión. En cuanto a las inconstitucionalidades, vale recordar que decenas de artículos fueron objetados y sólo dos fueron declarados inconstitucionales, y otros seis parcialmente, de los 202 de esa ley.

Pero lo más extraño es la motivación en razones tecnológicas. Coincido plenamente en que hoy es imprescindible pensar una regulación que contemple no sólo a los medios tradicionales sino también a los digitales, en plena convergencia e hibridación. Pero luego el artículo 1 del proyecto de ley deja expresamente afuera a los medios digitales, igual que la ley vigente. Si aquella nació “vieja” o “renga” –como se la “tildó” también–, esta nace igual de renga, pero más vieja, porque han pasado varios años.

Sin embargo, el artículo 48 del proyecto dejó una ventana para lo digital, perjudicando a Antel, algo que los diputados oficialistas han dicho que quedará fuera finalmente, y que se discutirá en otra ley de telecomunicaciones... cuando volveremos a debatir sobre las mejores (y peores) maneras de defender la libertad de expresión, promover el pluralismo, la diversidad, la producción nacional, los derechos de las audiencias, la transparencia y la participación ciudadana. Pero ahora es tiempo, todavía, de corregir el mal rumbo al que apunta este proyecto. Los legisladores pueden. Los ciudadanos debemos exigírselo.

Gabriel Kaplún es docente e investigador de la Facultad de Información y de la Universidad de la República.