Está en discusión la responsabilidad del ministro de Turismo, Germán Cardoso, en los delitos que se le imputan al comisario Fernando Pereira. El oficialismo cierra filas en defensa de Cardoso y se apoya en la opinión del fiscal actuante, Jorge Vaz, a partir de la evidencia procesada hasta el momento.

Según Vaz, si bien hay sólidos indicios de que Pereira delinquió a pedido del ministro, este no se valió de su cargo para pedirle al comisario que violara la ley, sino que actuó en el marco de “una relación de amistad”. La discutible tesis es una oportunidad para reflexionar acerca de la corrupción en nuestro país y el modo de combatirla.

Lo primero es que algunas apariencias no nos engañen. Se suele destacar que la percepción de corrupción en Uruguay es la más baja de América Latina y esto puede resultar muy reconfortante, pero conviene realizar por lo menos dos acotaciones.

La percepción del fenómeno, medida con encuestas de opinión pública o “consultas a expertos”, no indica la corrupción real, que, obviamente, no queda registrada. Por otra parte, cuando se han realizado encuestas sobre el tema en Uruguay, las respuestas han tenido una clara relación con la difusión de denuncias y de noticias sobre casos que llegan a la Justicia. Todo indica que no surgen tanto de la experiencia personal de los encuestados como de lo que vieron en medios de comunicación y redes sociales.

Además, la mayoría de las personas no perciben la existencia de delitos porque posean formación jurídica, sino por nociones en la materia. El “sentido común” acerca de las fronteras entre lo aceptable y lo inaceptable no sólo es muy importante para ver la corrupción, sino también para prevenirla y combatirla.

No basta con mejorar leyes o con dotar de recursos adecuados a organismos; también hay que impulsar cambios culturales, y esto incluye la necesidad de mensajes políticos adecuados.

Cuando los actuales gobernantes eran opositores, se presentaron como enemigos de la corrupción y amplificaron, con fundamentos o sin ellos, numerosas denuncias contra las autoridades frenteamplistas. Es razonable suponer que, entre quienes votaron por Luis Lacalle Pou en el balotaje de 2019, una parte nada despreciable fueron personas convencidas de que con él se terminaría la tolerancia a las prácticas corruptas.

Esas personas tienen derecho a sentirse decepcionadas. Desde que Lacalle Pou asumió la presidencia, se han aflojado controles para la prevención de prácticas como el lavado de activos, y organismos como la Junta de Transparencia y Ética Pública no fueron fortalecidos, sino debilitados y desoídos. Desde los sindicatos policiales se afirma que hay persecución y represalias contra quienes denuncian corrupción.

Los mensajes de políticos oficialistas ante conductas impresentables de sus correligionarios (entre ellos, antes que Cardoso, varios intendentes) han oscilado, demasiado a menudo, entre defenderlas, quitarles importancia y callar, cuando no se apela al recurso pueril del “ustedes también”. Así se abona la idea nefasta de que “son todos iguales”, y no aquella de la “dignidad arriba”.