En el último mes Colombia ha vivido momentos de gran esperanza, así como una gran tristeza e incertidumbre. De un lado se está frente a la movilización más grande de la historia reciente del país, de otro, ante una represión estatal sin precedentes recientes.

Las primeras movilizaciones se organizaron para exigir el desmonte de reformas de perfil neoliberal que había planteado el gobierno, como la tributaria y la de salud —ambas cayeron—, y la solicitud de una renta básica universal. Estas movilizaciones generaron una respuesta violenta de la Policía, lo cual ha llevado a que ahora también se exija la reforma de la propia institución. Todo esto ha derivado en una crisis de gobernabilidad, con la renuncia en pocos días de tres ministros (Hacienda, Cancillería y el comisionado de Paz) y a que la Confederación Sudamericana de Fútbol retirara a Colombia la organización de la Copa América prevista para junio.

Durante el último mes, en 763 municipios —cerca de 70% del territorio— ha habido acciones colectivas masivas, según el Ministerio de Defensa. Desde las marchas multitudinarias a nivel nacional, plantones a nivel local e intervenciones artísticas hasta la creación de los llamados puntos de resistencia, en los cuales la comunidad ha tomado las calles de su barrio.

La clase obrera se ha reagrupado en torno al Comité Nacional del Paro, pero también han participado movimientos feministas, estudiantes, movimientos indígenas, afrodescendientes, campesinos, taxistas, organizaciones campesinas y pequeños propietarios de camiones de carga, que han bloqueado las principales carreteras. Pero son los jóvenes urbano-populares quienes se han convertido en los protagonistas de las movilizaciones.

Durante las noches, sin embargo, se impone la violencia policial y paramilitar. Grandes operativos militares han tomado las carreteras y barrios de Bogotá y especialmente de Cali.

Hasta el momento se han producido 51 asesinatos, de los cuales 43 han sido presuntamente por la violencia policial, según la ONG Temblores.

¿Por qué un estallido social? ¿Qué hay detrás de la represión del Estado colombiano? Para intentar explicar la situación planteamos tres hipótesis.

La crisis del uribismo

El uribismo es un proyecto político que surgió en el departamento de Antioquia en 1995 con la gobernación de Álvaro Uribe, y se consolidó en 2002 con su elección como presidente del país. Desde entonces ha participado en nueve elecciones nacionales y sólo ha perdido una, ante Juan Manuel Santos. Sin embargo, en los últimos años este proyecto ha entrado en una crisis social y política.

Las políticas sociales implementadas en el gobierno de Iván Duque dispararon la pobreza de 35,2% en 2017 a 42,5% en 2020, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, lo que ha implicado un retroceso de diez años en la reducción de la pobreza.

Esta situación se agravó por las magras políticas para paliar los efectos de los confinamientos a causa de la pandemia, que se centraron en algunos subsidios para las clases populares y en la creación de fondos de préstamos, pero que no tuvieron en cuenta la protección del empleo o la creación de una renta básica para los sectores más afectados. A esto se sumó un ineficaz plan de vacunación, que terminó sembrando desesperanza y desesperación en la gente.

Por otro lado, se ha producido un derrumbe político del uribismo. El discurso que articulaba a la sociedad en torno a un escenario de amigos y enemigos de la patria en un contexto de guerra como el que vivía Colombia en sus primeros gobiernos perdió cohesión a partir de la firma del acuerdo de paz en 2016 y el desarme de más de 13.000 exguerrilleros de las extintas FARC.

Esta crisis quedó plasmada en las encuestas electorales de cara a las elecciones presidenciales de 2022, donde incluso antes del estallido el candidato de izquierda llegaba a 38,3% de intención de voto, en tanto la candidata de la coalición uribista que mejor punteaba llegaba apenas a 11,8%. La imagen desfavorable de su referente político, el expresidente Álvaro Uribe, era de 66%.

Las imágenes de guerra, el lenguaje bélico y la agudización de la confrontación le sirven al uribismo para fortalecer la idea de que el Estado no está enfrentando una protesta social, sino una amenaza “terrorista”.

Un ciclo exitoso de movilización

Las protestas hacen parte del ciclo de movilizaciones iniciado en 2011 con las manifestaciones universitarias. A estas siguió el Paro Agrario en 2013, las Mingas indígenas a lo largo de toda la década y nuevas movilizaciones universitarias en 2018. El 21 de noviembre de 2019, cuando millones de personas, en esencia jóvenes universitarios y las clases medias, colmaron las calles, fue la antesala del actual estallido social.

El inicio de este ciclo coincide con la apertura de las negociaciones de paz en 2012, que implicó una apertura democrática. El aumento de las movilizaciones fue fortaleciendo a los diferentes movimientos sociales, que fueron construyendo agendas más definidas. Pero ante la falta de respuestas, los actores sociales vieron en el paro la oportunidad para presionar al gobierno a cumplir ciertos reclamos que han sido postergados por casi una década.

Los conflictos sociales no son guerras

Hasta 2016, la violencia policial contra manifestantes era opacada por las dinámicas de la confrontación bélica con la guerrilla. Pero a partir de la firma del acuerdo de paz esta se ha hecho visible. Las Fuerzas Armadas, y en particular la Policía, que depende del Ministerio de Defensa, mantiene, a pesar del acuerdo de paz, la doctrina de seguridad nacional basada en la doctrina del enemigo interno.

En la actual coyuntura la represión policial es inocultable, como lo denuncian organizaciones como Human Rights Watch, Amnistía Internacional o Naciones Unidas. Pero la represión no es un accidente, sino que es la doctrina del uribismo. Se reprime con dureza a un sector de la población —la más pobre— para provocar la confrontación violenta y justificar medidas más excepcionales.

En este marco, la represión tiene dos mecanismos: uno en el terreno de la violencia directa, que implica arrasar con los puntos de resistencia barrial y con los bloqueos en las carreteras, y el segundo en el terreno de la información. La circulación masiva de contenidos que muestran los despliegues de esta violencia es una estrategia para generar pánico colectivo y desmovilizar las clases medias y los sectores de centro que al comienzo se plegaron al paro. Esto explica que se reprima en los barrios populares y no en las zonas de clase media.

En Cali, tras la represión se retiró a la fuerza pública de varias zonas, lo que provocó el auge de saqueos de locales comerciales. En consecuencia, los vecinos llamaron a organizarse para defenderse de los “vándalos”. La incitación al uso de la violencia entre civiles fue algo premeditado y quedó evidenciado a través de redes sociales, cadenas de Whatsapp, medios de comunicación y manifestaciones de líderes de opinión del uribismo.

En conclusión, la represión no busca sólo contener la protesta, sino que es un intento del uribismo de relanzar su relato. Las imágenes de guerra, el lenguaje bélico y la agudización de la confrontación le sirven para fortalecer la idea de que el Estado no está enfrentando una protesta social, sino una amenaza “terrorista”. El manejo de la propaganda es la manera de mantener al país en estado de guerra, a pesar de que esta ya ha acabado.

Alexander Gamba es sociólogo colombiano, docente de la Facultad de Sociología de la Universidad Santo Tomás de Colombia. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.