La gran revolución de los próximos años ya tiene nombre: metaverso. América Latina tiene la necesidad de subirse al tren a tiempo y en una posición conveniente para no quedar relegada a la periferia del nuevo mapa, tal como le ocurrió repetidamente en el pasado.
Si en el ámbito de la producción material se distingue la primera revolución industrial de la segunda, en el de la producción digital también. Conviene distinguir las diferentes etapas: la primera digitalización en los años 50 y 60 del siglo XX, la concepción de internet en los 70 y 80, la masificación desde los 90 hasta mediados de los 2000, y el florecimiento de los smartphones, las redes sociales y el comercio electrónico durante los últimos 15 años. En este marco, el metaverso posiblemente supondrá la entrada en una etapa mucho más transformadora de nuestro modo de vida.
El metaverso es la fusión del mundo real con el virtual mucho más allá de lo hoy conocido. Si hasta ahora habíamos incorporado algunas aplicaciones virtuales a nuestro universo material, el metaverso consistirá en el proceso inverso: seremos nosotros quienes nos integraremos en espacios virtuales multidimensionales de realidad aumentada.
Los desafíos son incontables, y recorrer algunos de los que enfrenta América Latina nos dará una idea de la dimensión del asunto y, por lo tanto, de la dimensión del esfuerzo que deben hacer los países de la región si no quieren quedar relegados a la periferia del universo virtual.
El desarrollo del metaverso está por el momento en manos privadas y todo parece indicar que así seguirá siendo. Se trata de empresas que serán aún más poderosas tanto por su poder económico como por la cantidad y calidad de información que manejarán sobre los ciudadanos, sobre otras empresas y sobre los propios estados, y con una gran capacidad de influencia sobre sus gobiernos, agencias, organizaciones civiles y demás actores e instancias de decisión pública.
Es de sobra conocido lo que ocurrió en América Latina en los 80 del siglo XX cuando se fomentó que grandes conglomerados privados transnacionales operaran bajo regulaciones mínimas de los estados. Es sabido, por lo tanto, que la regulación es esencial. Y no sólo para América Latina: Europa misma se está enfrentando ya al reto de legislar sobre el metaverso. De hecho, la iniciativa no la están tomando los países individualmente, sino la Unión Europea. Cuanto antes tomen nota de esto los mecanismos de integración regional latinoamericanos, mejor.
El poder de las empresas que operen el metaverso es sólo un ámbito de los muchos que requerirán legislación. Porque no sólo ellas podrán aprovechar y eventualmente abusar de sus ventajas. Y es que no se puede prever las oportunidades que el metaverso abrirá, por ejemplo, en el ámbito de la política. ¿Se crearán partidos políticos virtuales? ¿Se apelará a un pueblo virtual? ¿Habrá procesos deliberativos en espacios multidimensionales? ¿O quizá candidatos hologramas, dirigidos por algoritmos?
Desde el punto de vista ciudadano, ¿cómo se protegerá su identidad si su carácter (semi)virtual hace posible el hackeo de sus propios cuerpos y la alteración remota de sus voluntades? ¿A qué formas de ciudadanía virtual tendrán derecho? ¿Quiénes quedarán fuera de tal ciudadanía y en virtud de qué criterios? ¿Cómo se articularán en un espacio virtual las cuestiones que ni siquiera se han podido ordenar correctamente en el mundo material?
Cabe prever que América Latina no irá (al menos inicialmente) a la vanguardia de la innovación, por una sencilla cuestión de dependencia tecnológica. En consecuencia, deberá importar de los países vanguardistas tanto la tecnología como las reglas que la gobiernen, y deberá adaptar esas normas a sus circunstancias. ¿Valdrán los principios europeos, estadounidenses, chinos o rusos como fundamento ético, moral y legal para la sociedad virtual latinoamericana?
La cuestión no es menor: la denuncia del colonialismo espiritual, ideológico e intelectual de Occidente (como centro) sobre América Latina (como periferia) ha marcado el discurso de la región durante décadas. Malo sería que en el futuro, pese a la advertencia, América Latina vuelva a importar y a imitar unos códigos éticos y legales extranjeros de los que acabe renegando con tono victimista pasado el tiempo.
La gran revolución de los próximos años ya tiene nombre: metaverso. América Latina tiene la necesidad de subirse al tren a tiempo y en una posición conveniente para no quedar relegada a la periferia del nuevo mapa.
En el plano de la política nacional y regional, se espera que el metaverso genere una gran cantidad de puestos de trabajo. Pero lo hará en los países donde las empresas desarrolladoras decidan instalarse: lo que en la jerga se llama metacountries, “países meta”. ¿Cuál será el primer metacountry latinoamericano? ¿Generará esta nueva oportunidad alguna cooperación o competencia entre los países de la región? Por otro lado, al tiempo que se crean esos empleos, mayoritariamente para ingenieros de software, es probable que la tecnologización elimine empleos tradicionales. ¿Cómo se prepararán los estados latinoamericanos para hacer frente a ello?
En lo que respecta a la política internacional, el metaverso nos sumirá en la virtualidad, pero los datos que le dan sustancia circulan a través de cables físicos. Se trata de inmensas arterias tendidas sobre el lecho de los mares, espejo en las profundidades oceánicas de las dinámicas geopolíticas de tierra firme. La lógica es conocida desde la Antigüedad: controlar el paso de una vía estratégica es una fuente de poder geoestratégico invalorable. Los ejemplos abundan: los estrechos de Bósforo y Dardanelos para cruzar del Mediterráneo al mar Negro; los canales modernos, como el de Suez o, en América Latina, el de Panamá.
Lo mismo se aplica a los datoductos que llevan la información digital de una punta a la otra del mundo. La competición está en marcha y es, como el propio metaverso, multidimensional: qué empresa privada los construye, qué Estado está detrás, por qué motivos abren o cierran el grifo de bytes, qué capacidad tiene cada país para seguir funcionando si un Estado rival obstruye los tubos en su poder. Y hay más, porque la piratería, más antigua que el Bósforo, tiene su adaptación al contexto digital: los cables submarinos son infraestructuras sensibles geoestratégicamente, sujetas a riesgo de espionaje y sabotaje.
América Latina debe tomar decisiones, pero carece de potencia científico-tecnológica y económica para tender su propio cableado. ¿A empresas de qué origen confiará el despliegue de las fibras que la mantengan conectada? ¿Qué garantías tendrá para asegurar la privacidad de los ciudadanos y el Estado?
El metaverso se acerca a toda velocidad. No hay tiempo que perder. Lo que Ortega y Gasset ordenó a los argentinos, ordénese ahora a los gobernantes de toda la región: latinoamericanos, a las cosas.
Ariel Sribman es politólogo y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Estocolmo. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.