Esta semana hubo debates sobre dos iniciativas del Poder Ejecutivo que brindan nuevas oportunidades de lucro al sector privado pero implican perjuicios, o por lo menos graves riesgos, para los intereses colectivos.

Una de ellas es el decreto del mes pasado sobre presentación comercial de los cigarrillos, cuya aplicación quedó en suspenso por decisión de la jueza María Elena Emmenengger. La otra es el proyecto Neptuno, para instalar en Arazatí una planta potabilizadora de aguas que se tomarían del Río de la Plata y serían suministradas al área metropolitana.

El interés gubernamental en este proyecto, impulsado por un consorcio privado, se ha visto acompañado por la postergación de otro que prevé la construcción de una represa en Casupá para reforzar el suministro de OSE, y que ya cuenta con financiamiento.

El presidente Luis Lacalle Pou reconoció que el decreto le fue solicitado por la tabacalera Montepaz; Emmenengger consideró que afecta derechos de la infancia y la adolescencia, como le había planteado en un recurso de amparo la Sociedad Uruguaya de Tabacología.

El proyecto Neptuno fue discutido en la Cámara de Representantes, donde se señaló que, según los estudios disponibles, las aguas que se tomarían del Plata presentan problemas importantes de salinidad y floración de cianobacterias, que pueden agravarse en el futuro.

La voluntad de propiciar el lucro de grandes empresas privadas caracteriza a dirigentes de la mayoría del Partido Nacional, pero no a toda la coalición de gobierno. Sobre las dos cuestiones mencionadas hay discrepancias en el oficialismo, y antes, en relación con los límites a la forestación comercial en gran escala, se expresó una mayoría parlamentaria contraria a la posición de Lacalle Pou, quien apeló al veto para prevalecer.

Esta cuestión es un eje central de los debates sobre la reforma constitucional en Chile. Allí el texto vigente, aprobado durante la dictadura de Augusto Pinochet, se basa en una concepción ideológica que le asigna al Estado un papel “subsidiario” y privilegia la actividad privada, que ha mercantilizado incluso bienes y servicios básicos como la educación, la salud y el sistema previsional.

La Constitución uruguaya, en cambio, se ubica ideológicamente en el terreno de las que asumen que el Estado debe tener un papel protagónico para asegurarle a la población el goce de sus derechos. Un largo proceso histórico determinó el predominio de esta doctrina; solemos asociarlo con el primer batllismo, aunque tiene orígenes anteriores y se desarrolló luego por otros caminos.

Tanto en Chile como en Uruguay, por supuesto, hubo y hay actualmente gobiernos con orientaciones contrapuestas a la que inspira la Constitución. En el proceso chileno está presente, desde hace años, un fuerte impulso social y político que busca cambiar el texto constitucional; aquí no se intenta reformarlo (a sabiendas de que eso iría muy probablemente al fracaso) pero se gobierna con otros criterios, contrariando derechos y evidencia científica. Y el prometido “derrame” social de las ganancias privadas no se produce.