Desde hace unos 15 años a esta parte los uruguayos nos hemos ido acostumbrando a ocupar ciertos podios internacionales que nos enorgullecen y nos colocaron en sitiales impensados. En 2002 el país estuvo en la bancarrota, con niveles históricos de desempleo, pobreza y hambre. De ese país en el que las familias se quebraban en el Aeropuerto de Carrasco por ver a sus seres queridos irse con una mano atrás y otra adelante, pasamos a un país que recibe migrantes de todas partes del mundo.
El paraíso llamado Uruguay costó mucho tiempo construirlo. Costó años de seriedad en el manejo de la política económica, años de trabajo por parte del Banco Central y del Ministerio de Economía y Finanzas para reposicionar a nuestro país en los estándares más altos de combate a la corrupción, el lavado de dinero y el narcotráfico. Gracias a esos esfuerzos, vinieron los más importantes reconocimientos internacionales por parte de las calificadoras de riesgo crediticio. Sí, al igual que cuando un trabajador califica para un crédito y analizan su historial, a Uruguay le costó mucho esfuerzo cumplir con todos los requisitos para convertirnos en un país serio y modelo. Las agencias calificadoras Standard & Poors, Fitch y Bloomberg, por sólo mencionar algunas, subieron las notas del país, que se sumó a la lista tan anhelada de los países con “grado inversor”. Eso, junto a una adecuada gestión de la macroeconomía, fue lo que permitió solventar las políticas públicas por todos conocidas.
Junto a ese proceso, nuestro país comenzó a liderar en todos los rankings anticorrupción y fue eliminado de la lista de “países grises” en el manejo del sistema financiero. Uruguay avanzaba y lo hacía a paso firme. Eso se convirtió en un activo del país que tiene un efecto multiplicador en todos los sentidos: para acceder al crédito internacional, para financiar obras, para atraer inversiones.
¿Por qué mencionar todo esto? Porque es necesario ubicar de qué hablamos cuando nos preocupamos por el impacto de los hechos de público conocimiento vinculados tanto a la emisión de un pasaporte al líder de una banda del narcotráfico internacional como los que sucedieron en el seno de Presidencia, en el entorno de Luis Lacalle Pou, con quien convivía una red de falsificación de pasaportes. Y es necesario mencionar todo el contexto para entender la gravedad de lo que está en juego.
Con estas acciones el gobierno está hipotecando nuestra imagen país, activo fundamental para que en el futuro podamos seguir generando políticas que mejoren el bienestar de la ciudadanía.
Nadie dice que el presidente esté involucrado directamente en estos escándalos, situación que damos por descartada. Pero no se puede obviar la gravedad de los hechos. En el primer caso, respecto de la emisión de pasaporte a un narcotraficante perseguido por Interpol, la propia viceministra de Relaciones Exteriores, Carolina Ache, reconoció que tuvo contacto directo con el abogado del líder de la banda de narcotraficantes que solicitó la emisión del pasaporte, y todo sigue como si nada hubiese pasado. Ella es la carta de presentación de nuestro país ante el mundo.
En el segundo caso, en el seno de Presidencia, en el propio edificio de la Torre Ejecutiva, operaba el cabecilla de una red de falsificación de pasaportes. Entonces, ¿cómo obviar la gravedad de estos hechos cuando afectan nuestra imagen país? No podemos caer desde la oposición en tomar revanchismo político. Yo creo firmemente que tenemos que ir al fondo de la situación, al tema más grave y complicado de todos: la afectación que se ha hecho sobre la confianza de nuestro país en el escenario internacional.
La pregunta de fondo es: ¿qué explicación le da al país el gobierno luego de que pasamos de ser un referente a nivel mundial en temas de gestión de la transparencia y la política económica a ser portada de los medios internacionales porque el entorno del presidente falsificaba pasaportes o porque la cancillería y el Ministerio del Interior le facilitó un pasaporte al líder de una banda criminal buscada por Interpol? La respuesta a esa pregunta aún no la conocemos, y eso es muy grave.
La invitación es, una vez más, a bajar la pelota al piso. Hay que buscar responsabilidades, pero sobre todo hay que focalizar la gravedad del problema. Con estas acciones el gobierno está hipotecando nuestra imagen país, activo fundamental para que en el futuro podamos seguir generando políticas que mejoren el bienestar de la ciudadanía. He ahí el foco que no debemos perder. Es tiempo de sincerarse, de que el gobierno reconozca la gravedad de los hechos y tome cartas en el asunto para rectificar el rumbo de quienes le han fallado no al presidente, sino al país.
Andrés Lima es intendente de Salto.