No, no idealizo al Brasil que éramos antes de la noche oscura que el bolsonarismo tendió sobre nosotros. Tampoco creo que haya sido sólo un desafortunado accidente en el curso de nuestra democracia. No creo que derrotarlo el domingo nos devuelva a los buenos tiempos en una tierra idílica donde las “fuentes manaban leche y miel”. De hecho, nunca entendí esta imagen bíblica. Después de todo, la historia muestra que ya en el momento del éxodo y la llegada a Canaán, los hebreos conocían la cerveza y el vino. Quien haya escrito el libro sagrado debe de haber sido un abstemio.

Brasil tiene una historia que no se enseña en las aulas. La tierra de Santa Cruz fue “descubierta” por los valientes navegantes portugueses (cuya imagen no encajaba con la de los personajes de los chistes portugueses tan constantes en mi época de niño). Sería una tierra casi deshabitada donde habitarían tribus salvajes que comían carne humana y pasaban el tiempo en la ociosidad, cuando no se mataban unos a otros. En las bancas escolares no sabíamos de los más de cinco millones de nativos que vivían aquí de manera sustentable con la naturaleza. No se nos dijo que la tierra “descubierta” y apropiada por la corona portuguesa fue, de hecho, conquistada violentamente por los recién llegados en varios siglos de exterminio. Aprendemos que los conquistadores comenzaron a depredar la rica fauna y flora que encontraron, extrayendo madera roja para las industrias europeas de tintes y tomando guacamayos, loros y otras hermosas aves para el deleite de las damas y caballeros de las cortes.

El país estaba siendo ocupado por expediciones, presentadas como heroicas empresas de los pioneros, cuyo objetivo era “preparar” a los indios para hacerlos trabajar en los asentamientos costeros. Y supimos que estas “entradas” por el interior del país (que supusieron la ocupación de un área mucho mayor que la designada por el papa en el Tratado de Tordesillas) terminaron en un callejón sin salida porque los indígenas eran “indolentes y no se dejaban dominar fácilmente”. Esta breve frase que quedó en mi memoria de las clases de historia de Brasil es un resumen del gigantesco genocidio que marcó la colonización. Con los indígenas desapareciendo en el interior agreste a medida que los ocupantes se apropiaban de sus tierras, la falta de mano de obra generó la segunda herida de nuestra historia, el comercio de esclavos negros traídos de África para trabajar a muerte en la segunda empresa económica de los colonizadores: el cultivo de la caña de azúcar.

Las vastas tierras puestas a disposición por la expulsión de los pueblos originarios fueron tratadas de la misma manera que los bosques y los trabajadores: prevaleció una forma depredadora de tratar el suelo. Preocupados por sacar las máximas ganancias en lo que muchos consideran el primer modelo capitalista de producción del mundo, a los colonos no les importaba la depredación de los suelos. Cuando la producción cayó, buscaron nuevas tierras y siguieron adelante. Nuestra agroindustria moderna conserva algo de esta raíz hasta el día de hoy. El avance en la explotación de tierras para los sucesivos cultivos de exportación que se establecieron dejó una estela de destrucción ambiental cuya huella más evidente es la desaparición de casi 90% del bioma de la mata atlántica, el primero en sufrir la furia destructiva de los conquistadores. Como el país es grande y las tierras son vistas como infinitas, la agricultura depredadora se ha ido extendiendo por el interior, siglo tras siglo.

¿Cuántos negros esclavizados llegaron aquí? Cálculos muy aproximados hablan de seis millones, sin contar los muchos –quizás un tercio de los que aquí llegaron– que murieron atrozmente en los barcos negreros. En las escuelas nos vendían que los negros ya eran esclavos en África y que nuestra esclavitud era (relativamente) benévola. El mestizaje de los portugueses con los indígenas y los negros nos fue señalado como “prueba” de que aquí no había racismo. Olvidaron que esto demostraba otra cosa: el abuso de las mujeres nativas o africanas por parte de los blancos que explotaban a estas razas.

La liberación de los esclavos nos fue enseñada como un acto de bondad de una princesa, aunque la esclavitud en Brasil duró más que en cualquier otra parte del mundo. Tampoco nos dijeron qué pasó con los libertos. Sólo supimos que estaban siendo reemplazados por inmigrantes europeos desde los últimos años del siglo XIX. Arrojados a la miseria por el acto de liberación, los negros tenían dos alternativas. Algunos buscaron tierras para sembrar y sobrevivir, pero la estricta legislación que protegía a los terratenientes los llevó a los bordes más remotos de las áreas ocupadas, talando los bosques que aún son muy importantes en el paisaje brasileño. Sus descendientes son las comunidades quilombolas que fueron “descubiertas” en los años de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT). La mayoría se fue a las ciudades a buscar una forma de vida precaria en un mundo para el que no estaban nada preparados. Poco a poco, y con mucho sufrimiento, fueron absorbidos por servicios y empresas donde la calificación era poco exigida. El Brasil de hoy, a pesar de un relativo progreso social en el siglo XX y principios del siglo XXI, sigue siendo un reflejo de esta historia de discriminación y opresión. Y el racismo sigue siendo una fuerza ideológica que impregna las relaciones entre personas de diferentes tonos de piel.

En mi cultura, mezcla de herencia esclavista con tintes de marxismo que fui aprendiendo poco a poco, no había racismo en Brasil. O, al menos, no fue un hecho dominante de nuestra formación cultural y social. Me choqué con la realidad con motivo de una conferencia en la Universidad de California en Los Ángeles, en 1973, si no me equivoco. Estaba haciendo un largo viaje por 20 estados de Estados Unidos, denunciando la dictadura militar. En el momento de los debates me preguntaron sobre el racismo en Brasil y respondí, como en un manual de izquierda de la época, que en nuestro país lo que dominaba era la lucha de clases y que, como la gran mayoría de negros y pardos eran trabajadores, la contradicción era entre empresarios y empleados o entre ricos y pobres.

Un brasileño del público me preguntó si, en este caso, no habría racismo entre trabajadores blancos y no blancos y dije que sí. Luego me preguntó si conocía un clásico de la cultura popular nororiental, el desafío del ciego Aderaldo y Zé Pretinho, dos célebres cantantes de la región. Tuve que admitir mi ignorancia, y mi interlocutor sólo me dijo que el texto del desafío, vendido por millones de ejemplares en la literatura de cordel, demostraba el error de mi tesis. El debate se detuvo allí, pero me quedé con la pulga detrás de la oreja y fui a buscar el hilo. Los dos cantores eran dos figuras típicas del pueblo sertanejo, no pertenecían a dos clases antagónicas. Pero los ataques racistas del ciego contra Zé fueron brutales.

Hoy hablamos de racismo estructural y el concepto es muy revelador del tamaño de nuestra herencia esclava. Lo nuevo, en los tiempos del bolsonarismo, es que todo eso salió a la luz de forma agresiva. Lo que alguna vez fueron pequeños chistes malos se convirtió en una declaración explícita de discriminación racial, peor aún, de odio racial.

En otras palabras, no soy como Casimiro de Abreu recitando el “ah, cómo extraño el amanecer de mi vida, mi querida infancia que los años ya no traen”... El Brasil en el que me crié está lejos de ser un mar de felicidad, aunque, aun considerando la clase social en la que nací, mi cuota de felicidad era mucho mayor que la de la gran mayoría de mis compatriotas.

Crecí aprendiendo que los brasileños son personas cordiales, alegres y fraternas. La violencia que formaba parte de la vida cotidiana de los “de abajo”, en particular la dirigida contra los negros, no estaba en mi radar como un niño de clase media del sur de Río de Janeiro. Incluso la violencia política no se me presentó durante mucho tiempo. Nací en 1946, justo después del fin de la dictadura de Getúlio Vargas, y ese interregno democrático de la Constitución de 1946 duró toda mi niñez y adolescencia. Tuvimos crisis políticas y militares, pero esos 18 años fueron los más largos de libertades democráticas en la República hasta que empezó la segunda mitad de los 80.

Ingresé a la universidad un mes antes del golpe del 1º de abril de 1964 y comencé a aprender el significado de libertad y represión. Durante cuatro años trabajé en el movimiento estudiantil y fui elegido presidente de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) en 1969, ya bajo un régimen mucho más duro. La clandestinidad, el encarcelamiento, la tortura y el asesinato de camaradas y compañeros, amigos, fueron mi bautismo de fuego. De mi directiva de la UNE, cuatro fueron asesinados y sus cuerpos nunca fueron entregados a sus familias. Otros cuatro fueron arrestados y brutalmente torturados, pero sobrevivieron y fueron liberados después de años en prisión. Me soltaron a cambio del embajador de Suiza (qué ironía, soy medio suizo, por parte de padre) secuestrado por la Vanguardia Popular Revolucionaria. Desterrado por los militares, me fui a vivir al exilio durante casi nueve años.

Quiero un país donde podamos estar en desacuerdo sin odiarnos, donde el pueblo pueda organizarse para defender sus derechos tan pisoteados, donde la libertad sea para todos los que la respeten.

Sí, Brasil ha tenido una historia política, desde la proclamación de la República, donde las libertades siempre fueron relativas, más para unos que para otros, y los momentos de plena vigencia de la democracia fueron más pausados que continuos.

Entonces, ¿qué país quiero recuperar?

No creo que lo que se está llamando “bolsonarismo arraigado” sea el rasgo dominante de nuestra nacionalidad. Todos los adjetivos que caracterizan a las figuras más llamativas de este grupo, a imagen del “mito” –es decir: racismo, misoginia, odio a LGBTQUIA+, desprecio por los pobres o por los nordestinos, fanatismo hipócrita, deshonestidad intrínseca disfrazada de ética contra la corrupción, en fin, una serie de otros males morales–, no son la marca de la mayoría de los que hoy apoyan a Bolsonaro.

Para empezar, las encuestas sobre la votación en la primera vuelta apuntaban a un dato importante: la mitad de los votantes de Bolsonaro no votaron por unirse al energúmeno, sino en oposición al PT y a Lula. Esto reduce el grueso de los bolsominions a 22% del electorado. Y aun entre estos es necesario distinguir entre los arrastrados por el terrorismo religioso y los defensores de todos los horrores asumidos por el lunático. No creo, por cierto, que estemos tratando con más de 15% de personas realmente horribles. Es mucha gente, por supuesto, pero es una minoría que, en condiciones normales, estaría al margen del juego político.

Lo preocupante de este fenómeno bolsonarista es que 22% del electorado prefirió votar por un personaje tan abiertamente siniestro, en contraposición al PT y a Lula. Sí, está el otro fenómeno, la enorme influencia de las redes sociales en la formación de la opinión pública y el dominio del bolsonarismo en este tipo de medios. Eso explica, en parte, el problema, ya que el bombardeo de mentiras terminó creando una burbuja de “creyentes”, dispuestos a pactar todo tipo de descalificaciones contra el PT y Lula.

No basta con decir que los grandes medios de comunicación y la operación Lava Jato generaron el monstruo. Sería importante, por el bien del futuro del país, que analizáramos con frialdad el proceso que nos trajo de 2013 a este punto. No podemos quedarnos en una narrativa estrictamente persecutoria de victimizar a los gobiernos del PT sometidos a una ofensiva neoliberal que habría fabricado todas las acusaciones que aún pesan sobre la imagen del partido y del expresidente. Sí, hubo explotación política de una serie de hechos, admitidos por el mismo Lula en una entrevista con Rede Globo. Los hechos existieron y su negación durante todo este tiempo por parte de Lula y el PT fue generando, con el aporte de los medios, un sentimiento que hoy es parte de nuestra crítica situación: el antipetismo.

Ganar las elecciones es un acto de rechazo al bolsonarismo y todo lo que significa, incluida la agonía final de la democracia brasileña, la agonía final de nuestros bosques y un fuerte impulso al calentamiento global, incluyendo la división del país en mitades que se odiarán durante mucho tiempo.

La encuesta citada anteriormente indicó que 46% de los votantes de Lula en la primera vuelta votaron principalmente contra Bolsonaro. En otras palabras, 22% del electorado votó por Lula no porque apoye sus propuestas, sino porque prefiere que no gane Bolsonaro. El apoyo directo a Lula y al PT representa 26% del electorado.

Para garantizar esta elección, Lula persigue los otros votos anti-Bolsonaro, los que no obtuvo en la primera vuelta. Y los necesitará para liderar y gobernar. Es importante que Lula y el PT no olviden, llevados por la espectacular demostración de vigor y hasta de adoración mostrada en las innumerables megamanifestaciones por todo el país, que no sólo su propio voto no tendrá mayoría, sino que el Congreso electo estará dominado por varios niveles de derechismo, desde el meramente oportunista (centrão) hasta el fascistoide (el bolsominion de base elegido por indicación del mito).

Lo que tendremos de vuelta con la salida de Bolsonaro es algo muy simple y fundamental. Por más dificultades que tendrán Lula y los partidos que reúne para gobernar para enfrentar la serie de bombas dejadas por Bolsonaro, tendremos la posibilidad (¡no la garantía!) de desactivar o empezar a desactivar las profundas fracturas que deja este gobierno. Reconstruir las instituciones de la República, fortalecer la democracia y garantizar las libertades fundamentales será una tarea gigantesca, sobre todo porque habrá que enfrentarla junto con las inmensas demandas sociales acumuladas.

Lo que realmente quiero recuperar es la esperanza de que seremos capaces de superar todo lo siniestro que ha pasado con Bolsonaro en el poder. No espero magia del gobierno de Lula, pero espero que él dé lo mejor de sí como gran articulador y como ser humano, atrayendo más que repeliendo, sumando más que dividiendo.

Quiero un país donde podamos estar en desacuerdo sin odiarnos, donde el pueblo pueda organizarse para defender sus derechos tan pisoteados, donde la libertad sea para todos los que la respeten. Quiero tiempo para que podamos luchar por las cosas esenciales para nuestro futuro: ¿qué modelo de economía es mejor para la gente?; ¿cómo podemos garantizar un futuro viable para los seres humanos en este planeta amenazado de muerte por la codicia y la ignorancia?; ¿cómo vamos a distribuir la riqueza para que todos tengan lo indispensable para vivir dignamente y con derecho a la felicidad?; ¿cómo crear una sociedad basada en la fraternidad y la cooperación?

Jean Marc von der Weid es economista y ambientalista brasileño. Fue presidente de la Unión Nacional de Estudiantes entre 1969 y 1971 y fundador de la organización no gubernamental Agricultura Familiar y Agroecología.