El presidente Luis Lacalle Pou anunció el martes 15 la aprobación del proyecto que prevé la construcción en Arazatí, por parte de empresas privadas, de una planta potabilizadora de aguas del Río de la Plata, a fin de sumarlas al suministro de OSE para el área metropolitana. La iniciativa, llamada Neptuno, ha recibido en los últimos meses numerosas críticas bien fundamentadas, y sería muy peligroso que no se le preste toda la atención que merece.

Durante los debates acerca de la ley de urgente consideración (LUC), quedaron claros los perjuicios de considerar al mismo tiempo muchas iniciativas importantes. Unas cuantas de ellas pasaron relativamente inadvertidas o se abordaron con simplificaciones que no ayudaron a comprender su alcance y sus posibles consecuencias.

Algo semejante ocurrió, después de aquel referéndum, con la agenda política, que se ha ido saturando de controversias. Esto es malo para el país, pero no necesariamente para Lacalle Pou. Tal como sucedió con la LUC, puede resultar más fácil manejar docenas de polémicas simultáneas que sólo dos o tres, e incluso parece a veces que desde el oficialismo se intentara, con denuncias y anuncios insustanciales, echarle al fuego más leña, pero de la verde, que produce grandes cantidades de humo.

El proyecto Neptuno no surgió del Poder Ejecutivo, sino de un consorcio privado. Ya se había planteado a comienzos de este siglo y fue rechazado por problemas técnicos, pero se reactivó tras la asunción de Lacalle Pou y esta vez fue aceptado con un entusiasmo digno de mejor causa.

Uruguay no es el desértico Qatar; en nuestro país, como cantaba el Sabalero, “lo que sobra es agua”, y hay excelentes condiciones naturales para asegurar un suministro abundante y seguro. Sin embargo, desde hace años hay problemas de calidad del agua corriente, vinculados con la contaminación de cuencas en la producción agropecuaria y con la tolerancia estatal a las malas prácticas.

Es una pésima señal, cercana a la rendición, que el Ejecutivo se incline por tomar agua de otra fuente, sobre todo porque la elegida no es confiable. Las aguas que se quieren procesar en Arazatí tienen con frecuencia altos niveles de salinidad y están afectadas por la floración de cianobacterias.

Todo indica que estos inconvenientes pueden aumentar a mediano plazo, pero por la planta potabilizadora habrá que pagar unos 40 millones de dólares anuales durante 18 años, aun si se vuelve inútil.

Por otra parte, hay riesgos de pérdida de vegetación y fauna, afectación de áreas protegidas, remoción de dunas, contaminación de aguas subterráneas, alteraciones de ecosistemas y afectación de un área de fósiles con gran valor científico.

Por último, pero no de menor importancia, la Constitución establece que “el servicio público de abastecimiento de agua para el consumo humano” debe ser prestado “exclusiva y directamente por personas jurídicas estatales”.

Es obvio que este proyecto sería lucrativo para las empresas que lo propusieron, pero no está nada claro si le conviene a alguien más.