¿Qué vamos a hacer ahora que conmemoramos 40 años de una guerra? Sus combatientes están entre nosotros. Todavía viven, también, madres, padres, tíos, los lazos afectivos de aquellos chicos de la guerra que tuvieron el apoyo popular en los días del otoño de 1982, el más triste que mi memoria recuerda, sólo superado, probablemente, por el de 1976. Aunque este último, y su desolación, es algo que construí después, cuando supe muchas cosas más que en aquella época eran secretos o rumores. Pero entre abril y junio de 1982, en cambio, pasamos del entusiasmo al más grande de los asombros, a la mayor de las frustraciones, y eso sí que lo recuerdo. Cada uno como pudo, cada uno desde su edad, su conocimiento, su responsabilidad, vivió la guerra y apoyó a los chicos de la guerra, los soldados de Malvinas. Escribo “chicos de la guerra” con total intención. Porque cuando la guerra terminó, ese calificativo sirvió para explicar la derrota poniéndolos a merced no sólo de los británicos, sino de sus superiores. No importaba que fueran chicos cuando marcharon a combatir, pero su juventud sirvió para explicar y justificar el fracaso cuando la guerra terminó.
El 14 de junio de 1982 apagamos la televisión, cambiamos la radio, dejamos de comprar las revistas que habíamos incorporado a nuestras costumbres y que muchos aún atesoran, y seguimos con nuestras vidas. Pero, ¿cómo hace alguien que vivió una guerra para apagar la tele y seguir? En qué caja guarda sus recuerdos, cómo entra y sale de ellos, cuán preparado está un excombatiente, una madre que perdió un hijo, cuando la memoria los asalta de manera impiadosa, sin tener en cuenta el paso de los años.
Por eso no hay respeto ni recuerdo suficientes para esas personas, y si bien siempre deberíamos pensar todo lo que decimos antes de hacerlo, creo que ese esfuerzo, en este caso, se redobla. Sobre todo en estos tiempos de palabras e imágenes fáciles. 40 años de una guerra merecerían el esfuerzo de demostrar que algunas cosas hemos aprendido.
Una de las formas de recordar aquellos años es a través de objetos que los encarnan. Hay museos, colecciones, memoriales que atesoran objetos de la vida cotidiana, y también evidencias de la guerra: armas, uniformes. En numerosos pueblos y ciudades de nuestro país un avión de Malvinas hoy convertido en monumento recibe a los visitantes, por no hablar de otras construcciones conmemorativas por todas partes de la Argentina. Pero la verdad es que al menos a quien esto escribe nada lo conmueve más que las cosas que remiten a la vida cotidiana de las personas. Y si bien los restos de un avión estrellado en las islas, descansando como un pájaro muerto, conmueven, para mí no significan tanto como el tubo desteñido de una birome abandonada entre las antiguas posiciones que también encontré. Porque mi mente voló hacia las palabras que su dueño había escrito, e imaginó cartas que fueron y vinieron, quizás, ojalá, hasta el feliz reencuentro tras el regreso.
Los objetos nos atan al pasado: son la evidencia material de que lo que vivimos no es sólo un mal recuerdo. Esa esquirla que alguien logró traer como prisionero es la que pegó en la trinchera. Esas cartas, ya ilegibles, son las que me mantuvieron vivo. “¿Ven este cuarto?”, podría preguntarnos una mamá. “Está tal cual él lo dejó”. “En ese banco de plaza”, nos cuenta un vecino, “nos juntábamos los pibes a boludear los fines de semana. Antes de la guerra éramos seis. Después de la guerra, cinco. Ahora, ya nos vamos más. Cada tanto paso y me acuerdo de él”.
Los objetos son mágicos, cómo es mágico el don de recordar, y deberíamos ser capaces de hacer buenas cosas con él. Desechar recuerdos debería ser siempre una decisión, no algo que se produce debido a un accidente o a la simple indiferencia. Y si algo mantiene viva esa capacidad de electrizarnos que tiene un objeto del pasado, es nuestra curiosidad. Aún tengo presente apretar con fuerza un par de medias militares verdes que encontré guardadas entre dos piedras, en las islas, y la forma en la que al aferrarlas imaginé a quien las usó en 1982. La duda de si se había salvado o no, y el alivio que tuve cuando meses más tarde se las regalé (“devolví”, pensé) a otro veterano.
¿Qué vamos a hacer ahora que conmemoramos 40 años de una guerra? Sus combatientes están entre nosotros. Todavía viven, también, madres, padres, tíos, los lazos afectivos de aquellos chicos de la guerra.
Guardo en una botella tierra de las islas. No cualquier tierra, no. Es tierra que junté del fondo de un embudo de artillería, una boca abierta y silente cuyo secreto intenté escuchar en 2007, la primera vez que fui a las islas. Antes tenía más cosas, pero fueron encontrando su destino: donadas a un museo, o entregadas a personas que creyeron que con un objeto traído de las islas estarían más cerca de ellas. La primera vez que viajé a las islas, en 2007, cuando aún no había un clima tan distante como en los últimos años, la encargada de la aduana en el aeropuerto, en Mount Pleasant, vio las bolsas de tierra que nos llevábamos y hasta se permitió un chiste: nos preguntó si pensábamos recuperar las islas así, de a poco.
En realidad, sin nuestra curiosidad, sin las preguntas que les hacemos a los objetos, al pasado, las cosas no son nada. Sin nuestras preguntas, las personas están solas con sus recuerdos.
El escritor Tim O’Brien, veterano de la guerra de Vietnam, escribió un cuento genial que se llama “Las cosas que llevaban”. Describe las vidas de los infantes yanquis en el sudeste asiático mediante el recurso de pasar revista a sus mochilas y sus bolsillos; suma el peso de cartas, cubiertos, armas accesorias, ropa de recambio, remedios y sustancias prohibidas hasta saber cuánto le pesaba la guerra en la espalda, cada mañana, a los soldados que vimos ya como Rambo, ya como Forrest Gump en tantas películas. Escribe O’Brien: “Llevaban todo el equipaje emocional de hombres que podían morir. Pena, terror, amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero las intangibles tenían su propia masa y gravedad específica, tenían peso tangible”.
A lo mejor él fue capaz de pensar esas preguntas porque también combatió. Pero yo no sé, la verdad, cuántas veces, desde 1982, les preguntamos a nuestras mujeres y hombres atravesados por Malvinas cuánto les pesa la guerra que llevan a cuestas. Cuánto les pesan las cosas que ellos llevan. Y que llevaron en nombre de todos nosotros.
Florencia Mártire escribió un texto llamado “El baúl de Malvinas”, en el que narra de qué manera los objetos que guardaron con su familia eran el hilo vital con Jorge, su padre, que combatió en Malvinas y se quitó la vida el 1° de marzo de 1993. En el ritual en el que ella y su madre revisan las cosas que guardaron y eligen quedarse o no con ellas, la figura del soldado que volvió de las islas pero no sobrevivió a la posguerra se humaniza y duele más aún. Aunque no se lo he preguntado, estoy seguro de que Florencia hubiera preferido no escribir ese relato ni recibir los elogios que ha recibido por él.
Creo que por eso mismo es que este aniversario, quizás más que otros, porque fue hace tanto y tan poco a la vez, deberíamos esforzarnos por preguntarnos, por preguntarles, a tantas y tantos atravesados por aquella guerra, por las cosas que llevaron durante todo este tiempo. Creo que no es urgente que lo hagamos solamente porque la “fecha redonda” nos convoca, sino porque estamos emergiendo de una pandemia que mató a alrededor de 120.000 compatriotas, y aquí estamos, repitiendo aquello de pasar la página lo más rápido posible, nosotros, los que nos entusiasmamos tan rápido en aquellos días de 1982 y seguimos nuestro camino igual de rápido después.
Reconocer ese proceso de olvido, reparar ese desencuentro, esa falta de escucha, sería una auténtica conmemoración. Creo que ese gesto de humanidad, quizás a una escala tan pequeña que pasaría tan desapercibido entre tanto acto y recordatorio, sería en cambio una posibilidad de reencuentro no sólo con esas personas, sino con nosotros mismos.
Entonces, el 2 de abril, paradoja de paradojas, es una conmemoración pública en las que estoy seguro de que muchos compatriotas volverán a estar, otra vez, más solos que nunca. Revisarán, quizás, sus cosas. Repasarán momentos del pasado. Se abrazarán, los que pueden, a otros sobrevivientes, para estar seguros de que están vivos.
El recuerdo de una guerra tan lejana y cercana a la vez aún aguarda mejores preguntas de nuestra parte sobre lo que pasó. Buenas preguntas, auténticamente curiosas. Porque preguntas alimentadas de certezas, sobre Malvinas, hay miles. Son profecías autocumplidas, señales de un truco en el que siempre perdemos de mano. Pero las preguntas para saber son más difíciles de hacer. Porque son esas, como los objetos, las que tienen la posibilidad de traer el pasado al presente, para darle sentido. Quizás lo único a lo que podríamos aspirar en un aniversario.
Federico Lorenz es historiador. Este artículo fue publicado originalmente en eldiario.ar.