Esta semana causó revuelo la presentación del ranking mundial de libertad de prensa que elabora todos los años la organización no gubernamental Reporteros sin Fronteras (RSF). En relación con el del año pasado, la ubicación de Uruguay cayó del lugar 18 al 44, y de inmediato comenzaron discusiones políticas al respecto.

RSF explicó que el cambio de un año a otro, no sólo en la calificación de Uruguay sino también en la de otros países, tuvo que ver con la modificación de los criterios empleados para asignar puntajes. Ahora se tienen en cuenta, entre otros nuevos indicadores, las “dificultades para crear un medio de comunicación”, el “favoritismo en las subvenciones públicas”, la influencia de los anunciantes y “las presiones económicas vinculadas a los propietarios de los medios, cuando estos defienden sus intereses de negocio”.

La inclusión de estos criterios empeoró la calificación de Uruguay, y tuvo el mismo efecto, “en menor medida”, según RSF, el registro de “factores como la dificultad de acceso a la información, procesos judiciales e intimidaciones a periodistas de investigación, sobre todo por parte de actores políticos”.

Es muy pertinente que RSF haya incorporado datos sobre la independencia económica, que es un requisito para que la independencia periodística resulte viable. Este es uno de los motivos de que la diaria sea una cooperativa y se esfuerce, desde el comienzo, por formar una comunidad junto con quienes nos leen. No se trata sólo de querer ser libres, sino también de que existan las condiciones necesarias para serlo. Y si no existen, hay que construirlas.

Sin embargo, no resulta fácil juzgar la evaluación global de RSF. Es esencialmente subjetiva y discutible la asignación de peso relativo, en el puntaje, a cada uno de los muchos aspectos considerados, y además la organización tiene en cuenta opiniones locales, pero no revela de quiénes son. Esto tiene su lógica (cuanto menor es la libertad de prensa en un país, más peligroso es atestiguar al respecto), pero exige confiar a ciegas en la elección de las personas consultadas.

En todo caso, las clasificaciones internacionales no son la única herramienta que hace falta para una evaluación, ni necesariamente la mejor. No hay consenso universal sobre lo que es más deseable, y cualquier criterio general puede adecuarse poco a situaciones particulares. Algo de esto ocurre, por ejemplo, con las pruebas PISA sobre resultados de la educación.

En lo referido a la libertad de prensa, al igual que en el área educativa, lo que más importa es que la sociedad uruguaya sea capaz de analizar su situación, establecer metas, identificar dificultades y desarrollar políticas de Estado para avanzar. Cuando estas se limitan a la tontería superficial de que “la mejor ley de prensa es la que no existe”, el resultado sólo puede ser, como en cualquier otro terreno, contribuir por omisión a que se perpetúen las desigualdades y las dominaciones.

Si aceptamos que el buen periodismo es necesario para aumentar la calidad de la democracia, la responsabilidad de hacerlo posible es ante todo nuestra.