Pasó otro 20 de mayo y se realizó otra Marcha del Silencio. Van 27. Una vez más se manifestó en las calles la voluntad, multitudinaria, de que se abran caminos hacia la verdad y la justicia en relación con el terrorismo de Estado.
Hoy comienzan otros 364 días hasta la próxima marcha. ¿Llegaremos al 20 de mayo de 2023 con las mismas mentiras y la misma impunidad? Hay quienes trabajan, como siempre, para que ambas vergüenzas aumenten.
Se trabaja contra la verdad. Vuelve a levantar su fea cabeza la narrativa sobre “dos demonios” equivalentes que busca disimular culpas comparando lo incomparable. Quienes han ocultado información durante décadas para encubrir a grandes criminales alegan que los procesamientos y condenas se realizaron con información insuficiente.
Los victimarios son presentados como víctimas. A quienes están hoy en una cárcel especial, tras contar con todas las garantías judiciales y una enorme tolerancia ante las chicanas, se les llama presos políticos. Hay un intento infame de apoderarse de la denominación “familiares de presos políticos”.
Se trabaja contra la justicia. A la enorme impunidad que persiste desde hace medio siglo se le quieren agregar beneficios de prisión domiciliaria al barrer, para todas las personas privadas de libertad por sus violaciones de los derechos humanos, y para todas las que sean procesadas en el futuro.
El proyecto presentado con ese indigno propósito viola compromisos internacionales asumidos por Uruguay y expone al país a más bochornos y condenas, como lo reconoció en un informe al Parlamento el director de Asuntos de Derecho Internacional de la cancillería, Marcos Dotta. Hay que agregar, para quienes invocan trasnochados nacionalismos contra esos compromisos, que también viola las mejores tradiciones uruguayas.
Sólo las doctrinas antidemocráticas intentan justificar o relativizar los crímenes que motivan la Marcha del Silencio. Aun los liberales más extremos aceptan que el Estado no puede renunciar a sus responsabilidades como “juez y gendarme”, que implican respetar los derechos y las libertades individuales, garantizar la igualdad ante la ley y asegurar que haya justicia.
La forma en que se utilizaron las fuerzas de seguridad y los sórdidos excesos de la Justicia Militar contra civiles son inexcusables. A las instituciones estatales se les otorgan poderes extraordinarios sobre la base de un pacto ciudadano que prohíbe abusar de ellos. Haber roto ese pacto es gravísimo, y no sólo implica responsabilidades individuales.
La continuidad del Estado, con independencia de quienes ejerzan el gobierno, es un principio básico de las relaciones internacionales y también de la tan mentada “seguridad jurídica” interna. Si quienes tienen en sus manos el poder público pudieran desentenderse de lo que hicieron sus antecesores, se desvanecerían derechos y garantías esenciales.
Más allá de las culpas personales, el Estado uruguayo es responsable de violaciones graves y reiteradas de los derechos humanos, de denegación de la justicia y ocultamiento de la verdad. De todo esto debe hacerse cargo.