¿Mintió o no el presidente de Uruguay sobre la destrucción de documentos públicos? ¿Le mintió al Parlamento? ¿Le mintió a la ciudadanía? No estamos hablando de Richard Nixon ni de Bill Clinton. Estamos hablando de Uruguay. Pero a esto parecía reducirse la pregunta que todos se formulaban cuando tuvo lugar la tan esperada conferencia de prensa hace una semana, en la que el mandatario eligió no contestar prácticamente nada, argumentó cansancio y reafirmó que “legalmente el pasaporte debía ser entregado a Marset”, contra todo sentido común.
Los diarios del mundo registraron estos eventos y los calificaron casi unánimemente de “crisis política” (Clarín, La Nación, Página 12, El País de Madrid, France24, entre otros). El presidente le bajó el tono: habló de un “problema político”, pero no de “crisis”. Y señaló que la institucionalidad del país estaba muy firme, y que la Justicia “resolverá” sobre las responsabilidades de los implicados en la entrega “exprés” del pasaporte a un narcotraficante uruguayo que permitió su fuga, luego de estar preso en Dubái. Los involucrados, en este caso, son nada más ni nada menos que el ministro de Relaciones Exteriores, el ministro del Interior y el principal asesor del presidente.
Para la coalición de cinco partidos que sostiene el gobierno las explicaciones del presidente fueron satisfactorias y todos se concertaron en blindar su figura, una vez más, de toda responsabilidad política o legal, como lo habían hecho en el pasado ante el caso Astesiano. La aceptación de la renuncia de los ministros de Interior y Relaciones Exteriores, incluyendo la del asesor Roberto Lafluf, pareció a la coalición un gesto más que suficiente. ¿O acaso eso no era lo que requería la oposición?, sugirió algún representante del gobierno. Cuando el Frente Amplio quiso sacar una declaración en el Senado sobre el caso Marset, se negaron diciendo que había que “dar vuelta la página” (la excusa perfecta para proteger la impunidad). Pero todo exhibe un aire de complicidad vergonzante, de debilidad manifiesta.
Este es al menos el quinto escándalo con repercusiones políticas o legales que envuelve a figuras de gobierno (incluyendo los protagonizados por la exministra de Vivienda, el exministro de Turismo, el senador Gustavo Penadés y el exjefe de la custodia presidencial) y que ocasionaron –a propósito del caso Astesiano– la remoción de la cúpula policial. Ahora, con la salida de Francisco Bustillo y Luis Alberto Heber, se configura el caso del gobierno con más recambios de gabinete por cuestionamientos legales, jurídicos o políticos desde la dictadura hasta ahora. Uruguay calificó este año en los primeros lugares en el ranking de transparencia en América Latina. Este ranking mide “percepción”: ¿nos aprestamos a abandonarlo? Peor aún, ¿alimentarán los escándalos protagonizados por la derecha el surgimiento de una ultraderecha que en nombre de “destruir la casta” amenace a la democracia toda?
Para la oposición liderada por el Frente Amplio, los analistas políticos, la Fiscalía y una parte del periodismo local, los sucesos reseñados constituyen un problema de la mayor gravedad. Y lo son, porque los antecedentes se acumulan.
¿Mintió o no el presidente de Uruguay sobre la destrucción de documentos públicos? ¿Le mintió al Parlamento? ¿Le mintió a la ciudadanía? No estamos hablando de Nixon ni de Clinton. Estamos hablando de Uruguay.
La crisis política que define el horizonte de este nuevo escándalo que protagoniza el gobierno uruguayo tiene al menos dos componentes. Uno es el de las relaciones entre el narcotráfico y la política, y muestra lo vulnerable que es Uruguay a toda esta trama. Hay innúmeros ejemplos, pero baste recordar que la “liberación” de la tutela financiera para las transacciones en dinero no hace más que facilitar nuestro carácter de país “de paso” de la droga. Y la renuencia a votar una buena ley de financiamiento de partidos y campañas que además habilite una fiscalización en forma y regla es parte del problema. Como lo fue en su momento nuestra condición de “plaza financiera”, o el secreto bancario. Y esto por mencionar sólo algunos ejemplos.
El otro componente de la crisis política es la acumulación de destituciones y procesos legales que parecen llevar el sello de la “impunidad”: tráfico de influencias, compras, adjudicaciones y contrataciones directas llenas de irregularidades, procesos legales por delitos penales (como el abuso de menores) contra altos representantes del gobierno, y, finalmente, complicidades y maniobras en el ocultamiento de documentos públicos. Y todo en lugares emblemáticos del poder público: Presidencia, el Ministerio del Interior y la cancillería.
Pero más importante aún: “todos los hombres del presidente” están hoy bajo sospecha. Y la clave de la desconfianza democrática es la organización de la sospecha contra el gobierno. Muchas de las denuncias surgen dentro del propio gobierno o entre sus acólitos (el caso Penadés, la renuncia del ministro Germán Cardoso, el caso Marset), o de “filtraciones” entre las comunicaciones entre miembros del gobierno, o de las propias instituciones públicas (como en el caso Astesiano).
Si la institucionalidad protege a Uruguay, como se ufanan en enunciar todos, no es porque sea un dato de la realidad fuera de cuestionamiento (la democracia no está grabada en piedra). Es porque existe una oposición política capaz de dar cauce institucional a sus denuncias, a través de interpelaciones o comisiones investigadoras que terminan enviando la documentación a la Justicia. Sin una oposición que reclame y demande públicamente, muchos de estos problemas simplemente no saldrían a la luz, o serían minimizados. Y también porque existe una Fiscalía que, fortalecida luego de la aprobación del nuevo Código del Proceso Penal, toma riendas en el asunto. Su protagonismo, hoy, es indiscutible. Y más allá del perfil público de los fiscales, haber dotado de recursos a la Fiscalía para que investigue es una fortaleza institucional que debe tomarse en cuenta en la ecuación. Estos son hoy dos pilares de la institucionalidad de la República. Pero el actuar del gobierno no es hoy testimonio de la integridad republicana.
Constanza Moreira es doctora en Ciencia Política y profesora de la Universidad de la República. Fue senadora por el Frente Amplio entre 2010 y 2020.