En función de los hechos de público conocimiento y del debate acerca del otorgamiento de un pasaporte a una persona sindicada de participar en actividades relacionadas al narcotráfico, algunos actores del sistema han manifestado valoraciones en relación a los abogados que ejercen la materia penal y la percepción de sus honorarios profesionales. Estas valoraciones fueron realizadas por algunos periodistas en ejercicio de su profesión, pero adicionalmente –cuestión que amerita especial rechazo– han sido efectuadas recurrentemente por un senador de la República: Sebastián da Silva. "La gente dice que el pobre narcotraficante tiene derecho a la asistencia. Hay que preguntarle el origen de los fondos. ¿De dónde te pagó, Alejandro Balbi, Marset? [...] ¿El abogado penalista de dónde saca la plata? ¿Por qué está mal preguntarle de dónde saca la plata?”, manifestó Da Silva, entre otras declaraciones similares.

En la presente columna se vienen a formular precisiones tanto desde la perspectiva jurídica como de la ética que debe revestir un senador de la República en ejercicio de sus funciones, amén de manifestar mi más profundo rechazo.

En primer lugar, se debe destacar que las manifestaciones referidas atentan directamente contra la Constitución de la República. Ello en tanto afectan al derecho de defensa técnica que asiste a todo justiciable en nuestro ordenamiento jurídico penal.

En efecto, el derecho de defensa de particular confianza -esto es, un abogado elegido por el acusado-, que se erige como garantía fundamental en cualquier Estado de Derecho, está consagrado de forma indirecta en los artículos 7, 12 y 72 de nuestra Carta Magna, y de forma expresa en el artículo 8.2 literal e del Pacto de San José de Costa Rica, en el artículo 14.3 literal d del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de los que nuestro Estado forma parte. A su vez, el Nuevo Código del Proceso Penal, sancionado en 2014, pero vigente desde 2017, en su artículo 7° lo manifiesta expresamente en grado de “derecho inviolable”, en armonía con la normativa internacional de derechos humanos.

Debe decirse entonces que la defensa de particular confianza constituye un pilar principal de los derechos fundamentales y libertades públicas, que, sin fisura de clase alguna, debe respetarse en todo proceso que sea digno de un Estado que se jacte de tutelar los valores republicanos y democráticos como forma de gobierno.

La defensa de particular confianza constituye un pilar principal de los derechos fundamentales y libertades públicas que, sin fisura de clase alguna, deben respetarse en todo proceso.

La efectiva defensa mediante la intervención de un abogado elegido por el acusado no es sólo un derecho de este, sino también un presupuesto imprescindible de legitimidad democrática del proceso penal. Resulta entonces un derivado de la propia naturaleza de una construcción democrática de la convivencia social, por ello, está por encima de la voluntad del procesado o inculpado en general y se extiende al proceso en todas sus instancias.

El profesor italiano Luigi Ferrajoli, excelso exponente del garantismo, manifestaba que “la inexcusable presencia del abogado defensor en todas las instancias susceptibles de causar gravamen irreparable al acusado, constituye un atributo institucional y una garantía individual para todas, dentro del Estado Constitucional Democrático de Derecho, el que trasuntan –entre otros– los principios de paridad de fuerzas y efectivo contradictorio”. “Constreñir la actividad del defensor, limitarla sin justa causa de derecho, no significa otra cosa que desnaturalizar su naturaleza, como fundamental –aunque no exclusivo– resguardo y custodio de la seguridad jurídica”.

Ahora bien, llama poderosamente la atención a este columnista que quien ostenta la investidura de senador de la República realice afirmaciones de la índole de las aquí señaladas, sin encontrarse enterado de que el punto por él señalado ya ha sido debatido por el Poder Legislativo, del que él mismo era integrante en calidad de suplente.

Del proceso de debate parlamentario de la ley 19.574 (Ley Integral de Lavado de Activos) surgió la obligación a los abogados –en algunos supuestos concretos– de reportar operaciones sospechosas. Tal obligación sólo pesa sobre los letrados cuando estos actúen en determinados roles que no se circunscriban a la Defensa en Juicio (artículo 13, literal c de la referida ley).

La razón no es antojadiza –y es una ponderación que se ha dado en varios ordenamientos jurídicos– y se encuentra motivada por las razones que aquí se exponen.

El abogado en ejercicio de sus funciones de defensa en juicio guarda con el cliente una relación de confidente necesario, una relación de secreto profesional, siendo titular exclusivo del sigilo el propio cliente. Y es en ese marco que se encuadra el pago de los honorarios profesionales.

Al respecto han señalado con unánime recibo Cervini y Adriasola los siguientes términos que se comparten in totum: “Esta interpretación en relación al pago de honorarios por una defensa en juicio pretende cercar al delincuente, de modo que no pueda acceder a una defensa de su elección poniendo en riesgo al abogado sobre quien debería recaer la carga de indagar el origen lícito o ilícito de los fondos con los que se pagan sus honorarios profesionales. De este modo, se desvanece el derecho a la libre elección de un defensor, negándole al imputado un derecho esencial del Estado democrático de derecho cual es la libre elección del defensor, limitándose esta elección a la defensa de oficio”.

El abogado, como ya se señaló, guarda una relación de especial naturaleza con su cliente, en la que para que el vínculo profesional de defensa en juicio resulte ejecutado acorde a derecho el profesional debe resguardar en su esfera de intimidad toda la información y/o documentación que adquiera o a la que acceda como consecuencia del vínculo profesional en calidad de confidente necesario. A esta recelosa obligación de sigilo se la conoce como secreto profesional y se erige como una garantía inviolable de cualquier justiciable en su relación con su abogado.

Para que un sujeto pueda gozar de su efectiva defensa en juicio debe poder poner en conocimiento de su abogado toda la plataforma fáctica relacionada a la situación, a los efectos de que el profesional ejerza cabalmente su defensa técnica. Entre varias hipótesis que pueden darse según la casuística el cliente confiará a su abogado si resulta responsable o no de un delito, etcétera, para luego definir cuál será su estrategia jurídica frente al proceso.

Las groseras vociferaciones del senador Da Silva se estrechan de bruces con lo anterior. Pretender que el propio abogado deba reportar una operación sospechosa de su cliente (en los casos que este se encontrara señalado como posible autor de un delito vinculado al tráfico de estupefacientes) conlleva a que el abogado deba reportar a su propio cliente, el cual ha confiado determinada información –en su calidad de confidente necesario– por la información que le ha sido confiada, o peor aún, que cualquier persona que se encuentre siendo investigada por un delito vinculado al tráfico de estupefacientes (aun rigiendo la presunción de inocencia) no pueda contar con una defensa privada. Sin perjuicio de que puede contar con una excelente defensa pública, el simple hecho de pretender coartarle la elección es un ataque directo contra la Constitución.

Reitero, así -correctamente- lo entendió el Poder Legislativo al tiempo de debatirse la Ley Integral de Lavado de Activos en 2016, cuerpo que integraba el hoy senador Da Silva. Es al menos llamativo que siendo integrante del cuerpo no conozca los alcances de tan importante disposición normativa. A su vez, conviene recordar que en este sentido se expresó unánimemente en aquel entonces toda la academia, y particularmente el doctor Pérez Manrique, hoy presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y otrora presidente de la Suprema Corte de Justicia.

Lo anterior recordando que el abogado defensor en materia penal debe limitar su conducta, por la que percibe sus honorarios, a cambio de un servicio profesional enmarcado en prestar la más férrea asistencia técnica y representación en juicio, sin asociarse ni participar de modo alguno en los negocios del cliente.

En resumen, manifestarse a la ligera, con profundo desconocimiento de lo que se habla y con afirmaciones que contravienen frontalmente a la Constitución Nacional y a toda la normativa internacional ratificada por nuestro país está muy por debajo de los estándares que deberíamos exigir a aquellos que están investidos por cargos tan importantes en nuestro sistema de derecho como el de senador de la República.

Eduardo Sasson es doctor en Derecho y Ciencias Sociales, y magíster en Derecho Penal.