El 9 de diciembre, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, le reclamó al intendente de Canelones y precandidato a la presidencia del Frente Amplio, Yamandú Orsi, que bajara el tono de sus declaraciones y que cuidara sus modales si quería mantener una buena relación. Lo hizo ante los medios de comunicación allí presentes, en un acto público.
La acción rápidamente se volvió viral: apareció en todos los portales de noticias y en las redes sociales, donde los comentarios y “me gusta” se contaron de a miles. Fue el hecho noticioso del día.
Este tipo de situaciones, así como otros enfoques comunicacionales que se están dando, son un fiel ejemplo de la espectacularización de la política y de que la relación de la actividad política con las redes sociales es un hecho complejo que requiere mucho cuidado, atención y responsabilidad de parte de los actores involucrados en el proceso.
La ultraderecha es la que ha entendido y ejecutado más eficazmente la polémica y el escándalo como mecanismo de comunicación. Los candidatos ultraderechistas dicen cosas que enmascaran bajo un manto de verdad que sólo ellos pueden decir, increpan, descalifican y construyen un imaginario antisistémico a partir de la generación de ciertos enemigos.
La académica Ruth Wodak, en una reciente entrevista con la diaria, lo explicó muy bien. La ultraderecha construye su mensaje enfocado en tres aspectos de los que debe protegerse: “contra aquellos que ‘están arriba’, las élites; [...] contra aquellos que ‘están afuera’ (migrantes, musulmanes, refugiados, lo que sea); y [...] contra ‘los de abajo’, contra aquellos que abusan del sistema de bienestar”.
La ultraderecha conoce la lógica de funcionamiento de las redes sociales y de los medios de comunicación, entiende las características de esta era de la información y despliega en ella toda una tecnología de poder. Se alimenta de los conflictos y las reacciones porque el espectáculo atrae lectores, atrae interacciones, atrae atención.
Donald Trump, Javier Milei o Jair Bolsonaro son ejemplos de esta dinámica comunicacional, donde el insulto, los gritos, el desprecio y la negación del “otro” a partir de ciertos enemigos puntuales son el plato de cada día.
Esto afecta fuertemente la calidad del debate democrático, porque la forma de comunicar espectacularmente los hechos de la política pasa por encima y va en detrimento de aquel al no promover el intercambio profundo de ideas. Al contrario, como dice Byung-Chul Han en Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, en nuestros tiempos “la información tiene un intervalo de actualidad muy reducido. Carece de estabilidad temporal porque vive del atractivo de la sorpresa”, siendo así “imposible de detenerse” en ella. De hecho, Han sostiene que “el discurso tiene una temporalidad intrínseca que no es compatible con una comunicación acelerada y fragmentada”, porque es “una práctica que requiere mucho tiempo”, al igual que la racionalidad. En la era de la información, por el contrario, nos dejamos afectar. Prima la comunicación afectiva y la reacción.
Si bien este fenómeno de la espectacularización de la política que tan bien ejemplifica la comunicación de la ultraderecha es preocupante de por sí, también lo es la expansión de este modelo a otros actores del ámbito y del espectro político. Ya sea porque empiezan a aplicar esta estrategia en casos concretos o, peor aún, porque lo hacen de forma sostenida. El cruce entre Lacalle Pou y Orsi, por ejemplo, es un fiel reflejo de esta espectacularización, de cómo la política se expresa cada vez más en clave de redes sociales.
Además, hay actores políticos como la senadora Graciela Bianchi que comparten fake news; legisladores, tanto del oficialismo como de la oposición, que intercambian insultos por intermedio de la prensa casi como si en eso consistiera la diferenciación con el oponente; o candidatos que intentan colocar a sus contrincantes en un espacio de delincuencia al asociarlos a narcotraficantes o delincuentes. En ese plano, que no es el único, está rondando parte del debate.
Es cierto que en democracia, en la actividad política en sí, se tiene oponentes y hay un “otro”. La cuestión es cuando la diferenciación con el adversario proviene desde un espacio de no propuesta, desde un lugar en el que la comunicación es no sólo en rechazo de ese “otro”, sino en detrimento de este como actor político relevante. Si bien es cierto que al referirse al adversario político de alguna forma ya se lo valida y legitima, el cómo es extremadamente importante.
El ministro de Defensa, Javier García, dijo hace poco que “uno ve a los dirigentes políticos que por la prensa agravian, insultan, pero cuando están frente a frente no dicen nada”. El debate, el intercambio de ideas ante el ciudadano, perdió pie frente al avance de la espectacularización, del consumo masivo de información y de la consolidación de las redes sociales como uno de los principales medios de consumo y de intermediación entre la ciudadanía y la política.
El ciudadano se ve abrumado por la dinámica informacional, en la que muchas veces una noticia de ayer ya es vieja hoy. Así, la información “se utiliza como un arma”, en palabras de Han, y el discurso se mueve a otro plano, quedando sumergido en la lucha de la comunicación afectiva.
Prima la construcción de candidatos enfocados en las redes, y la discusión pública se diluye en una suerte de liquidez digital que se esparce con base en un algoritmo construido por nuestros propios sesgos
Obviamente, en esta compleja ecuación los medios de comunicación también hacen su parte. Hay que destacar ante el bombardeo de información y para destacar hay que encontrar la forma de atraer al lector. Lo que es polémico y escandaloso llama más la atención.
En este sentido, las redes sociales están mutando la construcción de la noticia y así también lo hace nuestra forma de consumo. Si antes la regla era no poner adjetivos, ahora los hay en abundancia (todo es “tenso”, “increíble” o “fuerte”); si antes el título debía ser una clave del hecho, ahora sólo es un llamador construido desde el enigma (“mirá lo que dijo x”, “mirá la reacción de x” o “mirá la tierna foto de x con x”).
En este marco, ¿qué se puede esperar de la próxima campaña electoral en Uruguay? ¿Puede estar presente esta estrategia comunicacional enfocada en las redes generando contenido más viral y polémico? Puede. Puede que se dé una orientación hacia ese lugar porque hay indicios en lo diario de este tipo de dinámicas. Si sucede, lo hará muy a pesar de la salud de un debate democrático muy necesario para el Uruguay de hoy. Y es que los tiempos actuales de la circulación de la información no acompañan los del discurso; al contrario, como ya se vio, lo dañan.
Si bien es real que Uruguay es un país con una institucionalidad fuerte, la era de la información no ayuda con la consolidación de programas pensados y debates políticos profundos. Por el contrario, prima la construcción de candidatos enfocados en las redes, donde la discusión pública se diluye en una suerte de liquidez digital que se esparce con base en un algoritmo construido por nuestros propios sesgos, deseos y visiones, y que adopta diversas formas. Todas ellas preocupantes para la democracia.
Martín Aguirregaray es politólogo.