Esta semana la coalición de gobierno logró acuerdos sobre dos proyectos de ley cuyo tratamiento se había frenado debido a diferencias internas: el de reforma jubilatoria y el de corresponsabilidad en la crianza o tenencia compartida. La semana pasada aprobó el de personería jurídica de las organizaciones sindicales y empresariales e intenta encaminar otras iniciativas antes de que los debates sobre la Rendición de Cuentas acaparen la atención de los parlamentarios, y luego estos se dediquen en forma creciente a campañas electorales.
Las evaluaciones políticas de lo sucedido varían dentro del propio oficialismo. Algunos afirman que la coalición de partidos formada en 2019 salió fortalecida con miras a las próximas elecciones, e incluso que afianzó su potencial para convertirse en una fuerza política estable. Otros opinan que la pulseada por el contenido de la reforma jubilatoria enturbió las relaciones, debilitó confianzas y aumenta la posibilidad de nuevos conflictos entre los socios, tanto en lo que queda de este mandato como en las negociaciones para buscar juntos uno más.
Hay un poco de las dos cosas. Es cierto que la coalición de gobierno evitó que los perfilismos internos la quebraran, pero esto no significa que se haya acelerado el tránsito hacia algo más parecido al bipartidismo, o al menos hacia una configuración como la que predominó durante unas tres décadas en Chile, con dos bloques cuya propia potencia evitaba grandes fracturas o terceras opciones.
A la coalición “multicolor” o “republicana” le faltan hoy por lo menos tres ingredientes para avanzar en el camino de la unificación. El primero es un verdadero liderazgo colectivo, más arraigado que el predominio actual de Luis Lacalle Pou desde la presidencia. La evolución de esta variable dependerá, entre otros factores, de quién gane las elecciones del año que viene, de qué figuras se fortalezcan en los partidos Nacional y Colorado, y de cómo se desarrolle, desde 2025, la relación entre Lacalle Pou y el resto de los principales dirigentes nacionalistas.
La segunda carencia es la de organismos comunes. El contacto cotidiano entre integrantes de distintos partidos se da sobre todo en el Parlamento, y esto no es suficiente para que se procesen avances sostenidos hacia una identidad colectiva. La tercera es la de elaboración programática conjunta, para acercar posiciones, impulsar síntesis y ampliar la agenda común con miras al futuro.
El cemento del oficialismo combina ideología, alineamiento en los conflictos sociales de intereses y la percepción, reforzada por las encuestas, de que el adversario frenteamplista está bien parado para disputar el gobierno nacional el año que viene. De esto deriva que los socios acepten, con mayor o menor entusiasmo, que si no se muestran capaces de avanzar juntos aumentará el riesgo de que una parte decisiva del electorado pierda su confianza en ellos. De todos modos, saben que también necesitan cultivar perfiles propios y ofrecer algo más que en 2019 para atraer votantes. Administrar la tensión entre ambos objetivos será, en este año y el próximo, su mayor desafío.