En el medio siglo que nos separa del golpe de Estado de 1973, la mayoría de los protagonistas del proceso ya murieron. El mundo y el país han cambiado mucho, debido a grandes acontecimientos que eran, en gran parte, impensables hace 50 años. Es cada vez más forzado ubicar los años 70 del siglo pasado en nuestro “pasado reciente” y más viable que comencemos a tratarlos simplemente como historia, prestándole más atención a la evidencia que a las argumentaciones tendenciosas. Sin embargo, a veces parece que retrocedemos en vez de avanzar.
A veces parece que, tantos años después y con tanta acumulación de investigaciones y testimonios, ya estuviera todo dicho y fuera difícil escribir algo necesario sobre el golpe de Estado. Pero todavía, lamentablemente, hay que salir al cruce de quienes se empeñan en plantear el proceso que condujo al quiebre institucional como algo esencialmente vinculado con las acciones de grupos guerrilleros izquierdistas. Digamos de nuevo, si realmente hace falta, que aquellos grupos no se formaron para luchar contra la dictadura, pero digamos también que la dictadura no se instaló para luchar contra ellos.
Todavía es preciso señalar que el desarrollo del proceso autoritario no fue como la trama de una película liviana de acción y aventuras, en la que los personajes decisivos actúan por impulsos individuales. Atribuirles a variables personales el surgimiento, la permanencia y la retirada de la última dictadura uruguaya es tan pueril como las narrativas –demasiado habituales– que describen la invasión rusa de Ucrania como la consecuencia de un presunto perfil psicológico de Vladimir Putin.
Otra trampa del relato individualista es achacarle los crímenes de la dictadura a la “monstruosidad” de algunos represores, que por definición los haría incomprensibles e inexplicables, impidiendo cualquier intento de prevenir conductas semejantes.
Aquel árbol frondoso y horrible, que no ha sido erradicado por completo, se conoció por sus frutos. ¿A quiénes golpeó muy especialmente el golpe? La respuesta surge de la evolución de los salarios, el crecimiento de la desigualdad y la filiación de las personas asesinadas, torturadas, encarceladas, forzadas al exilio y hostigadas a diario en una sociedad carcelaria.
Es claro que hubo un proyecto político y cuál fue su orientación: frenar por la fuerza el avance de ideas y prácticas progresistas, ganarles terreno hasta restaurar un “orden” previo al primer batllismo, en beneficio de poderes nacionales y extranjeros. Implantar, mediante el terrorismo de Estado, un temor a la confrontación radical que aún persiste. Unos golpearon directamente; otros movieron los hilos y mantienen aún más impunidad que los primeros.
En el mundo entero se hacía política a los tiros, y la guerra sólo era “fría” en el territorio de las potencias enfrentadas, pero la influencia de procesos externos a nuestro país ganó terreno porque grandes sectores de la población uruguaya se convencieron de que la democracia les había fallado y no les ofrecía soluciones.
Hay que entender el centro de lo que pasó para que la historia no se repita.