En este mes de junio se conmemoran los 50 años del golpe de Estado y de la Huelga General. Corresponde, en este contexto, realizar una vez más reflexiones acerca del pasado y el presente en relación con la violencia basada en género y generaciones.
Las memorias sociales han sido construidas desde el mundo adulto, fundamentalmente a partir de testimonios de varones que refuerzan la imagen de héroe y otras virtudes vinculadas a la masculinidad hegemónica. Colocar la mirada desde un enfoque de género y generaciones permite reivindicar y hacer visible la presencia y las voces de las mujeres, así como de niñas, niños y adolescentes que fueron víctimas directas durante el terrorismo de Estado en Uruguay. Más allá de que la represión permeó a la sociedad en su conjunto, nos referimos a que fueron detenidos/as, desaparecidos/as y torturados/as, cuestión que en el caso de niños, niñas y adolescentes ha sido colocada recientemente en el debate público uruguayo y sobre la que hay escasa investigación académica.
En el caso de las mujeres, la socióloga Elizabeth Jelin señala que previo y durante la dictadura cívico-militar reinaba la ideología patriarcal, que en ese período se recrudeció. Las mujeres debían ocupar su rol de esposas-madres guardianas del hogar y no inmiscuirse en el espacio público y de militancia política y sindical que era reservado para los hombres. En este sentido, las mujeres militantes no cumplían con ese mandato y eso las exponía a un mayor reproche social. En el caso de los niños, niñas y adolescentes era más impensable aún ser vistos como sujetos políticos con ideas propias y militancia social y política. Y cuando así lo hacían, el cuestionamiento estaba colocado sobre la familia –nótese el singular, ya que era la patriarcal tradicional– por no haber podido “prevenir” que sus hijos e hijas se convirtieran en “subversivos” (Jelin, 2017).
La tortura en este caso, como expresión del poder del patriarcado en tanto el torturador tiene internalizado el poder que mantiene sobre las mujeres y también sobre las niñeces y adolescencias, se convierte así en una técnica de destrucción psicológica y también ejemplarizante para la sociedad en su conjunto. Una de las torturas específicas fue la violencia sexual ejercida hacia las mujeres y adolescentes. Esta no fue una experiencia aislada ni un acto irracional, sino que fue parte de una práctica sistemática del terrorismo de Estado. Álvarez (2015) sostiene que la violencia sexual tiene una segunda inscripción en tanto “se inscribe en una violencia de largo alcance que se ejerce sobre los cuerpos de las mujeres” en tanto acto domesticador, pero también moral y de “derrota de ‘los otros’” (Segato, 2003).
Con la incorporación de la perspectiva de género que permitió visibilizar el impacto diferenciado de la violencia represiva hacia mujeres y hombres, silenciada durante siglos, es a partir de la década de 1990 que desde el ámbito jurídico el tema de la violencia sexual en tanto violación específica de derechos humanos se coloca como crimen de lesa humanidad. Sostiene Álvarez (2015) que la crítica al concepto tradicional de los derechos humanos –abstracto y universal–, la sanción de nuevas leyes, así como las conceptualizaciones impulsadas por los movimientos feministas, “han posibilitado la transformación de las posiciones y subjetividades de género”. Esta autora retoma a Segato (2003) al afirmar que la ley nomina, constituye un sistema de nombres en tanto “da nombres a las prácticas y a las experiencias deseables y no deseables para una sociedad”.
¿Por qué traer este tema del pasado reciente y vincularlo a las diversas violencias basadas en género y generaciones que ocurren hoy? Porque, salvo excepciones, los responsables de estos delitos siguen impunes. Su reconocimiento implicaría –además de hacer justicia– generar un impacto reparatorio sobre las vivencias y secuelas que aún hoy persisten en las víctimas en tanto estrés postraumático. Además de alentar a otras que aún no han podido dar su testimonio a hacerlo, pero sobre todo tendrían en la actual sociedad el efecto de ir “erosionando la tendencia a seguir considerando a las víctimas de delitos contra la integridad sexual como sospechosas de complicidad con sus agresores, y la consiguiente opción de las víctimas por silenciar esos delitos favoreciendo su impunidad” (Vassallo, 2011). La violencia sexual perpetuada durante la dictadura cívico-militar es un continuum de la violencia de género ejercida sobre las mujeres –y lo podemos hacer extensivo hacia niños, niñas y adolescentes– a lo largo de la historia. Su reconocimiento podría también aportar a generar cambios culturales en el presente en relación con este tema. Por otro lado, la violencia sexual cometida durante el terrorismo de Estado se considera –como señalábamos más arriba– como un crimen de lesa humanidad y como tal no prescribe. Hoy hay un proyecto de ley en el Senado, propuesto por la oposición, que parece que no será prioridad para ser debatido y sancionado en el ámbito parlamentario al menos en esta legislatura, que pretende declarar imprescriptibles los delitos sexuales cuando la víctima haya sido una niña, niño o adolescente. Para estas no está siempre garantizado el acceso a la Justicia, a la vez que la violencia y el daño causados son perpetuados por referentes significativos en su vida, lo que hace aún más difícil ponerles un fin y denunciarlos, ya sea por miedo, por culpa o vergüenza, por estar amenazados/as o por depender económicamente de la persona adulta, entre tantas otras cosas.
Las memorias sociales han sido construidas desde el mundo adulto, fundamentalmente a partir de testimonios de varones que refuerzan la imagen de héroe y otras virtudes vinculadas a la masculinidad hegemónica.
Hoy en Uruguay está declarada la emergencia nacional por violencia basada en género. Las recientes investigaciones e informes institucionales –como lo son, a título de ejemplo, la Segunda Encuesta Nacional de Prevalencia sobre Violencia Basada en Género y Generaciones así como el Informe de Gestión del Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav, 2022)– reafirman esta emergencia en tanto señalan un aumento de las situaciones de violencia hacia mujeres, niños, niñas y adolescentes, agravadas por la situación de emergencia sanitaria y social por la covid-19. Recordemos que durante 2022 fueron 45 las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, y ocho niños y niñas lo fueron por parte de sus padres. El porcentaje de mujeres y adolescentes que realiza alguna denuncia sigue siendo aún bajo, ya sea por miedo o vergüenza o también por la violencia institucional sufrida al hacerlo, teniendo en cuenta que no siempre se registra, además de poner en cuestión la información que la denunciante proporciona.
Por otra parte, cabe señalar que la violencia sexual es una de las tantas violencias que han aumentado, tanto en el espacio doméstico como social, a la vez que no se puede dejar de mencionar el incremento de las situaciones de trata de personas, especialmente de mujeres y adolescentes mujeres, así como la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes, en este caso, por parte de hombres de las altas esferas del poder, como en el caso de Operación Océano, así como la presunta vinculación de un senador de la República con una red de trata de menores de edad.
Cabe entonces preguntarse si la impunidad de ayer no sigue estando presente hoy.
Ana Laura Cafaro es magíster en Trabajo Social, docente e investigadora en el Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
Bibliografía
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Segato, Rita (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Contrato y status en la etiología de la violencia. Brasilia: Serie Antropológica 334.