Esta semana el Poder Ejecutivo definió sus planes acerca de las remuneraciones públicas y privadas hasta el fin de este período de gobierno, mediante el proyecto de Rendición de Cuentas y las pautas para la ronda de Consejos de Salarios. La perspectiva no es alentadora, y todo indica que el balance de la presidencia de Luis Lacalle Pou será, en este terreno como en varios otros, muy malo.
La coalición multicolor afirmó, en su “Compromiso por el país” de 2019, que protegería al “mundo del trabajo” con políticas que atendieran “los legítimos intereses de todas las partes”. En los hechos, les ha dado satisfacción a varios reclamos empresariales, y la gran mayoría de quienes venden su fuerza de trabajo experimentaron una caída de sus ingresos desde el primer año de este gobierno.
Ya entonces hubo promesas de regreso del salario real a los niveles de 2019, pero recién se cumplirían (aunque no para todos los sectores de actividad), al final de este período. Y con el poder de compra del salario ha caído el de las jubilaciones y pensiones.
Conocemos de sobra las justificaciones de esta situación ensayadas por las autoridades. Entre ellas, han abundado las referencias a la pandemia de covid-19, la invasión rusa a Ucrania, las tendencias inflacionarias en el mundo, la crisis argentina y la sequía. También, en los últimos tiempos, se alega que hay perjuicios importantes para la economía uruguaya debido a la caída de precios internacionales, y sobre esto es preciso detenerse.
Los mismos precios internacionales tuvieron, en los primeros años de este gobierno, un auge extraordinario, acompañado por una demanda sin precedentes, pero el oficialismo consideró que “los legítimos intereses” de los grandes exportadores incluían el derecho a enriquecerse y depositar su lucro en bancos dentro o fuera del país, sin que se les impusiera ninguna contribución transitoria con miras a paliar los perjuicios causados por la pandemia, la guerra y todo lo demás.
Aquel período de bonanza determinó un marcado ascenso del producto interno bruto sin el tantas veces anunciado “derrame” social, y hace un tiempo ya que los empresarios, antes callados, expresan quejas y reclamos por el empeoramiento de sus negocios. Si no estaban dispuestos a mejorar los salarios cuando les iba muy bien, menos lo están ahora, y el Ejecutivo se muestra muy comprensivo ante sus dificultades.
Desde junio de 2004, un decreto sobre “regulación de infracciones laborales” establece que es una infracción grave por parte de las empresas “no poseer agua potable en las instalaciones de trabajo para uso y consumo de los trabajadores”, y que cuando se verifique corresponden multas cuyo valor puede ubicarse entre 50 y 100 jornales de cada trabajador afectado.
Sin embargo, el ministro de Trabajo, Pablo Mieres, dijo esta semana que, en su opinión, las empresas no están obligadas a darles ni un vaso de agua embotellada a las personas que emplean, porque la que sale de la canilla todavía es “bebible”. No ha sido lo peor de la política laboral de este gobierno, pero compite por ser lo más indignante.