Lunes caluroso de abril. Los barrios se iluminan con las luces de las canchitas que esperan una nueva jornada de fútbol infantil. En el imaginario la cita promete el encuentro de familias y fundamentalmente niños que van con la ilusión de disfrutar del juego con sus amigos. En la previa circulan autos, bicicletas y motos mientras lentamente se abren las cantinas, circulan los números de rifas para recaudar fondos, y otros tantos actores que se aparecen a la espera del encuentro.
En Flor de Maroñas comienza un partido más. Los niños juegan, las familias aplauden. El buen ambiente previo del colectivo desaparece en minutos. La violencia desde afuera comienza a trasladarse hacia dentro del campo de juego. Un niño regatea a un rival, luego a otro que, al grito de “dejame que es mío, dejame que lo parto”, propicia una patada intencionada. Un parpadeo. Una madre entra desesperada a la cancha, el niño golpeado grita de dolor, el juez se queda inmóvil y el silencio solamente se ve interrumpido por el llanto incontrolable de un gurí que ya se sabía fracturado. El resto de las familias miran atónitas lo que acaba de ocurrir.
Mientras tanto, otros equipos preguntan si pueden mover al niño fracturado. No hay espacio ni tiempo para observar el dolor ajeno. “¡No! De acá no se mueve nadie hasta que llegue la ambulancia”. El niño sigue gritando, sus compañeros están asustados y el niño que lo golpeó no encuentra contención. Lo observo. Está solo, nadie se le acerca y, a medida que pasa el tiempo, comienza a tomarse la cabeza. Nadie siquiera le habla. Está sufriendo.
La ambulancia demoró 30 minutos en los que estuvimos tirados en el pasto intentando que el chico no se moviera. Me pregunté en ese momento: ¿quién es el responsable de esto?; ¿quién debe marcar lo que está bien y lo que está mal en ese encuentro?; ¿acaso la potestad de ejercer “justicia” no lo convierte en un agente educativo? Y allí lo veo al árbitro, mirando su celular, esperando, sin siquiera acercarse a preguntar cómo se encuentra el niño. Nuevamente, parece que no hay espacio, tiempo ni interés por acompañar el dolor ajeno.
Me encantaría decir que esto fue un hecho aislado a la realidad que estamos viviendo en el fútbol infantil, pero no. Jornada tras jornada, estos hechos se repiten, al punto de que se aceptan con normalidad. Qué peligroso normalizar la violencia, ¿no?
Una semana más tarde nos encuentra un nuevo partido y otro niño termina en la emergencia luego de recibir un golpe en la cabeza tras otra infracción intencionada. El partido se suspende. El partido lo suspendí. Mientras tanto, las familias del equipo rival festejan su “victoria” al grito de “No les dio, no les dio”. Me pregunto en ese momento: “¿En serio están cantando eso?”. Y así sucesivamente, semana tras semana, los hechos de violencia se reproducen continuamente: familias enteras insultando; niños pegándose malintencionadamente, insultándose, escupiéndose; orientadores técnicos que gritan al aire la vergüenza que sienten porque su equipo no logró un “buen resultado”; o directamente amenazas de personas ajenas al evento que te aseguran que de su cancha no vas a salir con vida. Podría haberlo denunciado, pero no lo hice. ¿Por qué? ¡Qué peligroso normalizar la violencia! Realmente podría seguir describiendo este tipo de episodios. Debería hacerlo. No quiero hacerlo.
Hace muy poco leí una noticia que hablaba del milagroso fútbol uruguayo y mencionaba la cantidad de jugadores “exportados” por habitante. Cuidado con los términos utilizados: dicen mucho más de lo que pensamos. Hace días salimos campeones del mundo en categorías juveniles y mi alegría es tan grande como la de aquellas personas que salieron a las calles a festejar. De igual forma, ¿a qué costo? Mis felicitaciones a esos 18 gurises por la hazaña, por el “éxito”, pero ¿qué hacemos con todos aquellos que quedaron por el camino? ¿Acaso los vemos? Quizá sabemos que existen, quizá no los queremos ver.
Los números hablan por sí solos: aproximadamente uno de cada 10.000 logra poder hacer del fútbol su profesión. Y aquí el problema: a veces nos olvidamos de que los números son personas, son jóvenes y son niños. La gran mayoría sufre de depresión después del “fracaso”, pero no lo sabe. Sus responsables generalmente no cuentan con las herramientas necesarias para llevar adelante un acompañamiento adecuado. Peor aún es cuando la frustración es familiar. La presión es tan grande desde tan pequeños que ya no importa el trayecto, sino el resultado. Esa mentalidad es la que alimenta y reproduce una violencia que se está volviendo incontrolable. No es ninguna novedad que el fútbol infantil siempre fue un espacio donde la violencia aparece en todas sus dimensiones, pero lo que estamos viviendo traspasa límites que ni siquiera deberían concebirse como “normales”.
No hay duda de que los espacios de fútbol infantil necesitan de la intervención de profesionales o estudiantes especializados que estén verdaderamente capacitados para realizar el acompañamiento que nuestros niños necesitan.
La historia nos ha mostrado las consecuencias de una pandemia en las formas de ver, sentir y pensar el mundo de una sociedad. En todas ellas el exceso es el concepto que atraviesa absolutamente todas las actividades de la humanidad. Si normalizar la violencia ya era un problema, no poder evidenciar el exceso de esta es un riesgo demasiado grande que no debemos dejar pasar. Es por eso que se hace necesario teorizar sobre estas prácticas y, desde aquí, hacer.
Hoy la educación de nuestros niños se maneja principalmente dentro de tres instituciones: la familia, la educación formal y el club del barrio. Sobre la primera, tomar medidas estructurales es inviable, mientras que la segunda justamente vive una transformación que se aleja de las verdaderas demandas de nuestra sociedad. Ni siquiera voy a profundizar en el grado de influencia que tenemos los docentes hoy, al punto de que puedo evidenciar que se producen más instancias de aprendizaje en una canchita que en el aula. No es un agravio a los docentes, es una reflexión basada en la observación del niño de diez años que le presta más atención a su director técnico, a quien ve como el agente más cercano a su sueño, y por ende allí yace su motivación.
¿Qué nos queda, entonces? No hay duda de que los espacios de fútbol infantil necesitan de la intervención de profesionales o estudiantes especializados que estén verdaderamente capacitados para realizar el acompañamiento que nuestros niños necesitan. Tenemos una Facultad de Psicología con sobrepoblación y estudiantes que no se reciben porque no llegan a los cupos para las prácticas. Los recursos están ahí. El problema también. Bah, si realmente lo queremos ver.
A los uruguayos siempre nos costó hablar, escribir o reflexionar sobre temas relacionados a la salud mental, y en lugar de evidenciar el sufrimiento cubrimos con particularidades problemas que son estructurales. Un éxito momentáneo termina creando una imagen permanente, y así sucesivamente. Mientras tanto, el tiempo va pasando y esta lógica se multiplica, invitando a recordar que la hazaña de 18 gurises no debería tapar el sufrimiento del resto.
En este ir y venir del aula a la canchita y el barrio, recordé la reflexión del filósofo y profesor argentino Walter Mignolo cuando habla del “lujo” de la Modernidad europea. Su tesis justamente propone que la cara oculta del triunfo de lo “civilizado” en nuestra historia fueron el genocidio y el ocultamiento de las cosmovisiones existentes. Fueron los discursos y las palabras las que se encargaron de construir ese escenario cuya base fue la violencia más explícita y cruel. Volvemos otra vez al concepto de no ver, no querer ver o, peor aún, ocultar o disfrazar la realidad.
Y nuevamente aquí yace la misma idea: la cara oculta del éxito del milagroso fútbol uruguayo no es más ni menos que la violencia en todas sus dimensiones.
Gonzalo de Pena es docente de Historia.