La crisis hídrica no tiene perspectivas cercanas de solución. Sus efectos acumulados se harán sentir incluso después de que este período de emergencia haya terminado por causas naturales, y para asegurar que no se repita haría falta una combinación de obras públicas, nuevas regulaciones y cambios culturales cuyos resultados, en la hipótesis más optimista, tardarían años en llegar.

A ningún gobierno le agrada verse ante una situación así, asumir su cuota de responsabilidad y reconocer que no puede revertir con rapidez muchos de los graves perjuicios que sufre la población. Todo esto le gusta especialmente poco al actual gobierno nacional, que siempre ha dedicado una parte desproporcionada de sus esfuerzos a cuestiones de imagen, y ahora busca la forma de disimular o minimizar una realidad imprevista, que lo desprestigia en escala nacional e internacional.

Por las canillas del área metropolitana sale una parte del agua que OSE debería proporcionar, pero la otra parte determina que la mezcla no sea potable, aunque nos la cobren como si fuera buena. Del mismo modo, la narrativa oficial sobre esta situación incluye ingredientes engañosos que impiden llamarla veraz. En ambos casos, el resultado es a la vez desagradable y dañino.

Mucha gente está aprendiendo a reconsiderar cuestiones de lenguaje, al ver que lo que solía llamar “buen tiempo” puede ser muy malo, o que la previsión de que el clima va a “desmejorar” puede ser esperanzadora. Pero las piruetas verbales de las autoridades son de otra índole, a menudo grotesca.

Los ejemplos abundan: desde la insistencia en alegar que el Estado le proporciona a la mayoría de la población uruguaya agua que no es potable pero sí bebible, hasta declaraciones del presidente de OSE, Raúl Montero, vanagloriándose de que esa agua se le brinda “a toda la gente”, aunque ahora tiene “cierta calidad diferente”. El ministro de Ambiente, Robert Bouvier, dijo a comienzos de mayo que el aumento de la salinidad en el agua suministrada a la zona metropolitana era una “particularidad estética”.

Esta semana varios jerarcas hablaron de “auspiciosas” lluvias, “alivio”, “bálsamo”, “respiro” y “tranquilidad”. Algunos medios de comunicación divulgaron esas declaraciones sin aclarar que las precipitaciones estuvieron lejísimos de solucionar los problemas y apenas lograron elevar “tres o cuatro centímetros” –según informó el subsecretario de Ambiente, Gerardo Amarilla– el nivel de la represa de Paso Severino, que sigue por debajo de 2% de su capacidad y se ha transformado en poco más que un enorme depósito de barro.

Una de las tradiciones pintorescas de la política británica es que a menudo se evita decir que alguien miente, y se afirma, en cambio, que “economiza la verdad”, o que “tiene una relación informal con la verdad”. Es el caso, pero por detrás de las palabras están, porfiados, los hechos.

La crisis afecta al conjunto de la población, pero sobre todo a quienes son más débiles. Hay gente que se priva de beber agua embotellada para que puedan hacerlo sus hijos, y otra que la derrocha para mantener vistosa su cabellera.