El 26 de julio falleció la cantante irlandesa Sinéad O'Connor. Tenía tan sólo 56 años, había nacido en 1966, el mismo año en que yo nací. Desde ese día, cada tanto resuena en mis oídos su voz intensa, inconfundible, cantando “Nothing Compares 2 U”, una casi salvaje canción de amor y desamor.
He tenido sensibilidad por estos temas desde hace muchos años, desde hace más de tres décadas. Recuerdo perfectamente que uno de mis mejores amigos lo resumió un día en poquísimas palabras: “Álvaro, los dolores y padecimientos del cuerpo generan solidaridad y comprensión. Los del alma no, los del alma suelen generar rechazo, incomprensión”. Los primeros son asequibles, concretos. En general, te duele algo y vas a un especialista. Los otros son difusos, son complejos, forman parte de un campo que tiene más incertidumbres que certezas. Y no tienen en absoluto la misma legitimidad social que los del cuerpo.
Recuerdo también, muchos años después, las palabras de una queridísima amiga, en ese entonces ya una joven y talentosa psicóloga, a la que un día le pregunté qué tipo de padecimientos, de dolores más intensos eran los que veía con mayor frecuencia en la clínica. “El amor no correspondido, sin la menor duda”, me respondió, ante lo que quedé impactado, porque no lo imaginaba.
No escribo desde el lugar del conocimiento, escribo este texto desde la piel y con el alma en la mano. Tampoco lo hago para generarle sentimientos de lástima o cosas similares a quien lo pueda llegar a leer: vivo cada día de mi vida orgulloso y feliz. Orgulloso de haber podido salir adelante y feliz de amanecer, de ver la luz todos los días de la vida.
En el mundo, se estima que más de 300 millones de personas sufren depresión y alrededor de la mitad de ellos no son diagnosticadas correctamente. A eso hay que sumar todos los otros trastornos del alma, que son muchísimos y muy variados.
En el planeta, algo más de 800.000 personas se suicidan año a año, lo que representa, en términos estadísticos, una tasa de 10,5 suicidios por cada 100.000 habitantes, y esto es creciente. Los intentos de autoeliminación ocurren entre diez y 20 veces más que los propios suicidios. Cerca del 80% de estas situaciones ocurren en países de ingresos bajos y medianos. Me animo a decir, además, que estos son los datos de los que se tiene registro, seguramente la realidad sea aún más dramática.
En Uruguay, la evolución de la tasa de suicidios es brutal y crece de manera escalofriante. En 2013 fue de 16,1 cada 100.000 habitantes. En 2016 creció a 20,5, en 2021, durante la pandemia, se elevó a 21,6, y en 2022 llegó a 23,2 fallecimientos por suicidio cada 100.000 habitantes. Fueron 823 personas. Es bastante más del doble que la media mundial. Algo nos está pasando.
Suicidarse es morir de algo evitable, completamente evitable. Intentarlo, también. En 2015 fui internado tres veces en clínicas psiquiátricas vinculadas a mi mutualista. Dos de ellas fueron internaciones largas, de un mes, la tercera fue corta, breve. Lo comparto contigo, hipotético lector o lectora, para intentar transmitir hasta dónde llega el drama, hasta dónde el alma puede enfermar: de que estuve por tercera vez internado me enteré pocos meses atrás, a partir del relato de amigas y amigos. No tengo ningún recuerdo, absolutamente ninguno. No logré retener nada de esa tercera vez. Nada.
Las tres veces fueron porque tomé psicofármacos en exceso. De las dos que tengo registro en mi mente recuerdo que no quise suicidarme. No me asumo suicida, aunque los protocolos de atención en estos casos, tanto a nivel mutual como público, así lo señalen. Tomé pastillas en exceso porque no me podía sostener, porque la combinación de angustia, tristeza y ansiedad –muy especialmente la ansiedad, que es veneno, porque te va aumentando en forma progresiva la angustia y la tristeza– eran brutales. Lloraba todo el tiempo, en cualquier circunstancia. Apenas podía cumplir mis tareas, apenas podía levantarme, alimentarme, ducharme, prepararme para trabajar. Apenas podía por poquísimo tiempo concentrarme y llegaba a mi casa a acostarme y tratar de dormir. Necesitaba dormir, desesperaba por dormir, como una manera mágica de que el tiempo pasara y mi sufrimiento también. Cuando no pude más, tomé pastillas. Pero si hubiera querido suicidarme, tenía conmigo muchísimas más pastillas y vivía en un sexto piso en el Parque Rodó.
Tengo muy vagos recuerdos de esas circunstancias. Con el paso del tiempo las he podido reconstruir merced al relato, al amor y al compromiso de amigas, amigos y familiares que estuvieron conmigo todo el tiempo, incondicionalmente. Sí recuerdo cosas que son imborrables, que son como marcas que quedan grabadas en uno para siempre. Los enfermeros corpulentos y el personal policial cuando la internación fue compulsiva. Los inyectables y los cinturones de seguridad con los que me ataron. El amanecer, no sé cuánto tiempo después, en una cama especial y completamente inmovilizado con esos cinturones de seguridad con los que te atan a las camas también especiales. La liberación paulatina. El estado de somnolencia permanente por los medicamentos y la brutal ansiedad por no saber qué está pasando, el porqué estás allí y no tenés libertad de ver a tus familiares y afectos más que durante media hora al día. Estás todo el día pendiente de ese momento en el que volvés al mundo, esa media hora diaria la estás esperando todo el día.
A mí me internaron en una clínica psiquiátrica privada con la que mi mutualista tenía y creo que aún tiene convenio. Al lado del hospital Vilardebó es un resort de cinco estrellas con pensión completa. Pero es, igualmente, una cárcel. La sensación es que estás castigado y la refuerza cada minuto, cada hora, cada día el funcionamiento interno de la clínica. Años atrás me deshice de todo mi historial clínico, en donde se detallaba casi obsesivamente mi tránsito por la institución. Te valora un psiquiatra en el inicio de la internación, alguna vez más en el medio y al dar el alta, que casi siempre, mágicamente, es a los 30 días redonditos. Nunca, jamás hay una o un profesional de la psicología para escucharte. La entrevista en psiquiatría es breve y no hay espacio para hablar, para poner en palabras el sufrimiento. Apenas hay espacio para responder preguntas muy concretas de una anamnesis, un cuestionario de manual. Es casi acusatoria: ¿qué quiso hacer usted?
Casi todo el tránsito por la institución no lo determinan las y los profesionales de la psiquiatría, me hago completamente cargo de lo que estoy escribiendo. Lo determina el personal de enfermería, que es quien lleva el control diario de los pacientes. En el momento de la vida en el que más necesitás ser escuchado, comprendí con el paso de los días que lo mejor que podía hacer era callarme y no demostrar ansiedad. El resultado fue inmediato: “Díaz está mucho mejor”, lo recuerdo a uno de los enfermeros decirle al psiquiatra. Yo no estaba mejor, yo sufría todo el tiempo, desesperaba por estar encerrado como estaba. Pero para el enfermero estaba mejor, porque no preguntaba, no hablaba, obedecía. Lo entendí un poco tarde. Estar allí encerrado profundiza gravemente la ansiedad y las consecuencias son muy complejas. Son graves.
Así llegué al electroschock, dos veces. Dos procesos enteros de electroschock. O, perdón, de “micronarcosis”, que es el nombre elegante que se le da a la técnica en Uruguay, una técnica que es cada vez más controvertida en el mundo, y muy especialmente controvertida en el tratamiento de las depresiones. Yo nunca supe lo que iban a hacerme cada vez que ingresaba a esa sala. Fue una decisión adoptada sin el consentimiento de mi familia materna, la única parte de mi familia de origen que se hizo responsable de mí, sin mi conocimiento previo y tomada a partir de la recomendación de la dirección de la clínica. Pero cuando yo ingresaba no tenía ni idea de a qué estaba siendo sometido. Era brutal. Entrás como si fueras un preso, y tengo grabada la imagen de la enfermera asistente del médico jefe, una señora ya mayor que te trata mal, que te habla mal, que nunca pudo hablarme con un mínimo de empatía: “Haga esto, vaya al baño y haga pichí, haga esto otro, no, acá no, ¿no entiende lo que le digo?”. Yo estaba en un estado de extrema vulnerabilidad, y me hablaba como si fuera una carcelera nazi. Hasta hoy pago consecuencias de esta terapia, que consiste en pasar corrientes eléctricas a través del cerebro, para desencadenar una convulsión breve de manera intencional. Se supone que eso te “reordena” el cerebro. Y reitero, nunca fui consciente de lo que estaban haciendo. Nunca.
Llegado a este punto quiero hacer estas afirmaciones. Tengo un altísimo concepto de la medicina y de los profesionales médicos y no médicos de la salud. Altísimo, realmente. Gracias a la medicina, a la higiene, a las vacunas y al avance de la investigación de laboratorios y centros de investigación, vivimos más del doble que el promedio de vida mundial en tan sólo poco más de un siglo. Es desde ese lugar que escribo, desde ese respeto genuino.
Hay muchísima evidencia científica que respalda los beneficios de esta técnica en ciertos pacientes. Pero en otros, notoriamente no. ¿Y si el diagnóstico es equivocado? ¿Cómo se diagnostica correctamente a un paciente al que se le dedican pocos minutos en una guardia de emergencia y pocos minutos en su ingreso a un lugar así? ¿Cómo se diagnostica de manera lo más acertada posible a un paciente que apenas es escuchado? No soy ignorante, por supuesto que hay casos y casos. Pero esa casuística diferente, una vez que ingresás en un establecimiento como estos, casi que se diluye.
No está “de vivo o de viva” quien padece estas enfermedades del alma, está sufriendo y sufriendo muchísimas veces tanto, lo suficiente como para elegir no seguir viviendo. Te necesita, nos necesita.
En materia de salud mental, el sistema de salud uruguayo es dramáticamente carente. Cuando vas a consultar con una o un profesional de la psiquiatría, en general tenés tiempos altos de espera. Pero además son consultas de no más de 15, 20 minutos y chau, a tomar la medicación que se indique. Así no hay manera de atender correctamente a un paciente. Si tenés recursos, pagás un profesional particular, si no te arreglás con los 15 a 20 minutos que te brinda cada tanto la mutualista, y suerte en pila. Es tan alta la demanda en esta materia y tan baja la cobertura asistencial que varias mutualistas también tienen un servicio al que recurrir cuando te quedás sin recetas para no tener que esperar a que te atienda un médico. Pero resulta que el problema es que si no arrancaste bien diagnosticado, seguís mal diagnosticado. Y si arrancaste bien diagnosticado, tenés con suerte 15 minutos cada tres meses para que rápidamente te pregunten: ¿cómo se siente?
En mi regreso definitivo a Uruguay, en 2022, para poner en contacto al profesional que me atendía en Buenos Aires con un nuevo o nueva profesional, solicité un turno con una psiquiatra en mi mutualista. Resultó ser una profesional ya entrada en años que cuando me atendió me hizo sentar en una silla a muchos metros de donde se sentaba, seguramente temerosa del covid que ya casi había terminado. Nunca me miró a la cara, a los ojos. Comenzó a hacerme una anamnesis como si fuera mi primera consulta, mi debut en estas cosas. Recién al rato se dio cuenta de que tenía mis antecedentes en la historia clínica electrónica. Quienes me conocen saben que soy muy educado y amable. Ante cada pregunta terminaba respondiendo con la palabra “doctora”. En una se me escapó un “señora” en lugar de “doctora”. Levantó por primera vez la vista y me corrigió secamente: “Doctora”. Luego le sonó el celular. Ni me miró ni se disculpó y atendió, estuvo unos largos minutos hablando por celular. Tampoco se disculpó al cortar. Retomó la anamnesis y cuando fui a hablar me dijo: “Mire que esto no es una consulta psicológica, lo único que puedo hacer por usted es recetarle los medicamentos que está tomando”. Si yo le hubiera dicho que tomaba té de coca o mentitas Ambrosoli, me las recetaba.
Cuando salí llamé a una de mis mejores amigas. Le conté lo sucedido y le dije algo así como “menos mal que ando bien, imaginate si esto me pasaba años atrás”. Una mala atención en salud mental puede terminar de destrozar a un paciente, puede determinar el tránsito del resto de su vida. Durante varios días pensé en denunciarla a las autoridades de mi mutualista. No lo hice por esas cosas en las que uno elige en dónde poner su energía y en dónde no, pero debería haberlo hecho.
Vuelvo a aquel 2015. Yo necesitaba desesperadamente ser escuchado, largamente. Necesitaba psicoterapia, necesitaba un o una profesional de la psicología a mi lado todas las veces a la semana que fuera necesario. Lo tenía, pero en la medida que lo podía pagar. No alcanzó, notoriamente no alcanzaba con ir una vez a la semana, pero era lo que podía pagar. Y allí quiero introducir este aspecto. ¿Cuántas personas, en Uruguay y en el mundo, pueden acceder a procesos de trabajo con profesionales de la psicología? Muy pocos, verdaderamente muy pocos, porque no hay casi cobertura ni en el sistema mutual, ni en el sistema público.
Absurdamente, hace muy poco tiempo se rebajaron los aranceles al colectivo de profesionales de la psicología, no tengo claro si en todas o en algunas mutualistas del país. Y eso se hace con absoluta impunidad, por dos razones. Porque para el poder médico la psicología es una especie de “ciencia menor” y porque brindarle la asistencia psicológica que necesita un o una paciente es caro para las instituciones públicas y privadas. Y digámoslo sin ambages, porque sus asociaciones profesionales, sus sindicatos, tienen menos peso simbólico y real, menos reconocimiento en la sociedad y en el mundo real que los laboratorios. Muchas veces están más legitimadas las pastillas que la necesidad de tener un espacio psicoterapéutico.
Me costó años de vida recuperarme. Lo hice, pude. El amor, el compromiso, la lealtad brutal de mis dos familias maternas en Argentina, la de origen y la que me arropó en la adolescencia, de mis amigas y mis amigos en Uruguay, que estaban todo el tiempo a mi lado a pesar de la distancia, y en cierto momento el poder empezar a poner largamente en palabras con un puñadito de ellas y ellos me permitió salir. Yo necesitaba muchas horas de psicoterapia, necesitaba sacar para afuera mis demonios internos intensamente y durante un tiempo prolongado. Necesitaba poner en palabras cosas que durante mucho tiempo viví hasta con vergüenza, como el constante abandono de mi padre durante todos mis 57 años, un militar de la dictadura de muy alto rango que aún vive, pero que ni siquiera pudo visitarme en ninguna de mis internaciones. Pero no podía pagarlo, como no lo pueden pagar casi todas y casi todos los uruguayos que sufren este padecimiento, la depresión y otros padecimientos más o menos graves, más o menos superables del alma. Apenas me daba para pagar una sesión semanal, en algunos tramos, dos.
Lo único que tengo es agradecimiento a todas y todos los que estuvieron sistemáticamente a mi lado y me brindaron lo mejor, lo máximo que podemos ofrecer a un amigo, a un familiar, a un prójimo: tiempo. Me brindaron muchísimo tiempo sin restricciones. Me escucharon, me permitieron poner en palabras casi egoístamente, porque no solían ser diálogos, solían ser monólogos. Me brindaron su amor, su comprensión, su propia voluntad de verme bien, de poder recuperarme. Sin todas y todos ellos yo no estaría aquí.
Pude regresar a Uruguay y reinsertarme laboralmente, con 55 años y luego de estar más de cinco años fuera del país. Es casi milagroso, en nuestro país, en el que todo es tan difícil para todas y todos. Haber podido volver es el resultado de muchísimos actos de solidaridad que tengo presentes cada día, incluso de quienes me ofrecieron volver a contratarme porque lo sentían como un acto de justicia y porque confiaron en mis capacidades para cumplir las tareas acordadas. Y de mi voluntad de salir adelante que en cierto momento pude recuperar.
Hoy disfruto día a día cada amanecer nuevamente en Montevideo. Dos por tres me doy cuenta de que cuando voy caminando por las veredas se me escapa alguna sonrisa. Muchas veces, al hablar de estas cosas, me emociono y mucho, porque lo que también recuperé fue la libertad de elegir, de construir mi propio camino. No es lineal, y no faltan momentos en los que uno tiene miedo a recaer y otros miedos más que no detallo porque este texto sería eterno. Perder la libertad es brutal, es algo indescriptible en palabras.
Pude, aquí estoy. No sumé a las estadísticas. Pero otras y otros no pueden, no pudieron, no están pudiendo en este mismo momento, a esta misma hora. Los domingos de tarde son terribles, créanme. Hay muchísima evidencia empírica de eso. Por eso, acompañá, comprendé, tratá de superar prejuicios, amá y apoyá. Comprendé, escuchá a tu prójimo, a quien tengas al lado. No está “de vivo o de viva” quien padece estas enfermedades del alma, está sufriendo y sufriendo muchísimas veces tanto, lo suficiente como para elegir no seguir viviendo. Te necesita, nos necesita.
Por eso tenemos que hacer que la salud mental deje de ser la Cenicienta de los sistemas de salud en el mundo. Esto no se arregla con soluciones fáciles y baratas, requiere inversión económica, inversión en profesionales, en tiempo. Pero requiere sustantivamente de un verdadero cambio de paradigma, que necesita como el aire jerarquizar, entre otras cosas, a la psicología como parte fundamental de la recuperación total o parcial de pacientes y de su reinserción social, laboral, familiar; porque poder poner en palabras es fundamental, imprescindible. No es un camino sencillo, pero es el único posible, no hay caminos fáciles. La atención a estos padecimientos, tanto a nivel privado como a nivel público en el Uruguay actual es, como detallé párrafos atrás, absolutamente paupérrima, y esto, dicho en palabras, no describe adecuadamente la realidad.
En el final quiero hacer las únicas dos menciones con “nombre y apellido” de este texto. Buenos Aires, Argentina, es una tierra de gente generosa y hospitalaria como pocas en el mundo. Allí fui atendido en Proyecto Suma, una asociación civil sin fines de lucro que lleva a cabo tareas asistenciales, de intervención comunitaria, de docencia y de investigación. Trabaja por la recuperación y la inclusión social y laboral de personas con padecimientos mentales severos.
En esta institución ejemplar mi psiquiatra fue el doctor José Sananes, un muy joven profesional mendocino que pudo escucharme largamente, que confió en mí, en mis posibilidades de salir adelante y que me acompañó durante casi todos los cinco años y medio que viví en la capital argentina. No fue un tránsito sencillo ni lineal, no siempre nos pusimos de acuerdo, pero ambos confiamos mutuamente y avanzamos, avancé hasta poder emerger. Tanto la institución como José hicieron todo lo posible para que yo pudiera acceder al tratamiento y a los medicamentos que necesitaba cuando no tenía todos los recursos materiales necesarios para ello. No tendré vida suficiente para agradecerles y por ello mi recuerdo emocionado, profundamente emocionado, será eterno.
Muchas gracias por haber llegado hasta acá. Soy plenamente consciente de la extensión enorme de este texto. Recordá que una persona que padece de estos trastornos y dolores del alma sufre, sufre horriblemente y pierde su libertad, total o parcialmente. Y no hay nada más importante, ningún valor es superior y hay que cuidar más que los de la libertad y la solidaridad, sean personales o colectivos.